Como agua para chocolate (1989), novela de la mexicana Laura Esquivel (1950), no tiene ninguna relación literaria con Agua de paraíso (2019), de igual género, ópera prima en esta manifestación del también cuentista y poeta Alberto Marrero Fernández (1956), con la que obtuvo el Premio Alejo Carpentier en ese año. Solo he querido jugar con el título a modo, quizás, de provocación para con el lector. Dicho esto, declaro mi interés por esta obra cuya célula temática, única e indivisible, se multiplica para integrar una melodía de timbres que estructuran una narración si se quiere común, de una familia cubana desde el triunfo de la Revolución hasta nuestros días. Sin embargo, aclaro que no es una novela histórica, sino que los hechos de este carácter, al menos los más trascendentes —Campaña de Alfabetización, Crisis de Octubre, los funestos años 70 en relación con la cultura, la gesta de Angola y la guerra en Vietnam y el éxodo por Mariel, entre otros— se expresan desde una insinuación que apenas sobrepasa un par de oraciones, aunque suficientes para ofrecer la progresión lineal de la obra como modo de ubicar al lector en determinadas situaciones. Tal accionar narrativo es, en mi criterio, uno de los logros de esta novela caracterizada por una noción de la literatura no como espejo sino como elaboración recreada de una historia compleja, a veces laxa, de encuentros y desencuentros dependientes o interdependientes que arman una estructura establecida mediante sesenta y ocho breves capítulos capaces, en su conjunto, de explorar en la historia de Cuba en sus últimos casi sesenta años, pero, insisto, sin recrear nuestros anales. Padres, hijos, primos, amigos cercanos integran una red simbólica de crecimientos y descrecimientos, de sutilezas y de revisiones de juicios y prejuicios alimentadores de una y varias historias a las que hay que seguir como materia novelística desde nuestra capacidad de observación, reconociendo hechos, compartiendo algunos, rechazando aquellos que nos hacen recordar acontecimientos dolorosos para la cultura que quizás prefiramos olvidar, pero no perdonar, como a veces dice Antón Arrufat.
Agua de paraíso se asume como un acto de lectura existencial y confesional «de los otros» que somos también nosotros, como trama narrada desde un lenguaje nada rebuscado y donde el autor nos sorprende con nombres reales, no integrados como personajes a la trama, sino vistos desempeñando el papel que debieron cumplir en determinados momentos, pero nunca como confrontación. En este sentido la narración conversa y juega mediante incursiones donde confluyen escenarios que explicitan el tiempo y el poder familiar, cierta labor de desgaste natural que consume a los personajes entre nociones de pérdidas y fracasos, y donde el mayor compromiso del autor se asienta en mostrar, solo en mostrar, para que el lector juzgue y se proyecte en estas páginas. ¿Cómo apreciar los encuentros y desencuentros de Javier y Marcela? ¿Qué explicación darle a ese amor entre primos hermanos que desde niños se atraen y se rechazan? ¿Qué decir entre la fraternal y opuesta contradicción entre los hermanos Rodrigo y Javier, ambos con cicatrices en el cuerpo adquiridas, respectivamente, en Vietnam y Angola? Las respuestas a estas interrogantes descansan en aquel tipo de lector que quiere encontrar una interacción con el entorno, pero no la encuentra, porque cada uno de nosotros actuamos, a mi modo de ver, como descifradores de Agua de paraíso y somos libres de interpretar a nuestro libre albedrío, además de que no estamos interesados en emitir certificados de calidad. Que cada quien la asuma a su mejor conveniencia, con o sin intencionalidad retórica, con y sin certidumbres e incertidumbres.
Con una prosa directa, sin sinuosidades ni barroquismos, se han elaborado las páginas que dan vida a esta novela plena de compases diferentes, de acompañamientos que marchan, cada uno, en diferentes cadencias, con los cuales se conforma un típico caso de birritmia que contribuye a que la narración fluya mediante un estilo pulido y donde se dan cita autores cubanos y extranjeros para ofrecer, acaso, una visión traspuesta para identificar los renovadores empeños en descubrir nuevos cauces literarios y donde se compone la idea de concertar una historia abarcadora y, a la vez, precisa, sin héroes ni heroínas, y con la confluencia de tono, forma y estilo nada estridentes, que compulsan la historia y las historias, junto a otros elementos que dan unidad al texto.
La estrategia narrativa de Marrero transcurre sin desentonos y desde perspectivas múltiples y polifonía natural, no lineal, mediante un discurso nada turbulento que permite conformar una compleja tela de temas a veces solo están esbozados, que van de lo político y social a lo cultural, dejando así sentadas sus dotes como narrador, con agudo sentido de la ironía y una particular destreza para articular personajes que acaso no serán recordables, al modo con que, por ejemplo, Juan Rulfo diseñó el suyo inolvidable llamado Pedro Páramo, pero sí sostenidos con la fuerza que da la construcción auténtica.
El escritor Marrero no es un conductor de la opinión pública, sino acaso su antítesis, siempre desprovisto de retóricas retumbantes que si bien no sacuden al lector en el sentido de conmover, lo sitúan en un plano de asimilación y comprensión de su propuesta. Desde tal perspectiva Agua de paraíso nos envuelve en una lucha continua contra el escepticismo y, a la vez, busca nuevas maneras de vincular al lector con la literatura. En sus enfoques introspectivos sobre el mundo interior individual, el análisis del comportamiento de los personajes nos remite a las causas y consecuencias de los sucesos ocurridos en Cuba a lo largo de casi sesenta años, en una línea de pensamiento que incorpora los valores espirituales, históricos y culturales, pero vistos, como ya se enunció antes, desde una dimensión donde nada queda acentuado, sino sugerido, como si el artista —el autor— solo deseara apuntar una intención a modo de recordatorio, especie de arte «que piensa», como dijo el poeta montevideano José Enrique Rodó en uno de los momentos de su Prosas profanas. De este modo cristaliza una novela que es hija legítima de nuestra tradición literaria, pero sin acudir a aspavientos, a fórmulas vacías de sentido y a sorpresas inesperadas, como todas las sorpresas.
Inmerso en la realidad de su novela, Alberto Marrero, sereno y sosegado, libre de consternaciones y de extrañezas, nos ha entregado —y nos ha devuelto— un modo de narrar donde la percepción de los conflictos humanos confluyen con un movimiento concéntrico de tiempo y espacio que legitima la noción de literatura y su relación con la vida, en un intercambio sensible, nunca sensiblero, entendimiento efusivo y contemporáneo de la palabra escrita. Original porque tiene el sello de la sencillez, que no siempre atrae en literatura, pero cuando se alcanza no tiene otro remedio que triunfar.
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