Galardonada con el Premio Nacional de Edición 2010, Silvana Garriga Caballero reconoce cuánto esfuerzo y dedicación se necesitan para llegar a ser una buena editora. Sus comentarios y experiencias de trabajo, revelados en esta entrevista, constituyen enseñanza y aliento a la vez, para quienes se inician en el mundo editorial.
«Lo primero que necesita un buen editor es ser un buen lector. Es fundamental tener un cúmulo de lecturas, que no es solo de los originales de los autores para editar, sino las que incrementamos durante toda la vida».
¿Cuánto significaron Radamés Giro y Eduardo Heras León en su formación como editora?
Radamés Giro fue mi maestro. Yo comencé a trabajar en Letras Cubanas con él. Era el jefe de la Redacción de Arte y necesitaba una persona que fuera graduada de Filología pero que, a su vez, tuviera conocimientos musicales.
Radamés me enseñó todos los métodos y procesos de la impresión, algo que era completamente nuevo para mí. Me llevó a recorrer todas las imprentas. Gracias a él supe lo que era la impresión off set, impresión directa, indirecta… También conocí la labor del cajista, de la emplanadora, vi a un linotipista trabajando con el plomo, en la actualidad una especie en extinción. En fin, me introdujo en los elementos de la impresión.
Me abrió las puertas de su biblioteca, que es fantástica. Ahí descubrí los libros sobre crítica de arte de Octavio Paz que yo no había leído ya que solo conocía su poesía; aquellos fueron realmente deslumbrantes para mí, pues me abrieron todo un universo de conocimientos y me permitieron observar las Artes Plásticas de una forma diferente.
Mis primeros pasos los di gracias a Radamés y a su ayuda totalmente desinteresada. Compartió ediciones conmigo, aunque él las pudo haber hecho solo, como El fuego de la semilla en el surco, de Raúl Roa. Radamés sabía de mi admiración por Roa, y me dijo: «Vamos a hacerlo juntos». Esa ha sido una de mis experiencias inolvidables como editora.
Con Eduardo Heras tuve otro tipo de relación. Radamés fue mi amigo desde el principio; Eduardo Heras, mi compañero de trabajo. No teníamos un vínculo muy estrecho, pero revisó mi primer libro, y lo hizo despiadadamente (Sonríe).
El informe del Chino era crudo. Al corregir mis errores, hizo que me diera cuenta de todo lo que yo no sabía. Pasó el tiempo y me convertí en su amiga, pero le agradezco muchísimo que haya sido de esa forma, muy dura, para romper la autosuficiencia que tenemos los recién graduados, que creemos saberlo todo, cuando en realidad no sabemos nada, o muy poco. Y el Chino me lo demostró. Lloré en el hombro solidario de Ana María Muñoz, que era una editora estrella, pero también la dulzura hecha persona, y con José Tajes. Ambos me dieron ánimo, al decirme que podía eliminar esos errores. «Tienes que fijarte más, aprender a leer de otra forma, que no es como leerse un libro. Estás leyendo para trabajar», recuerdo que me decían.
Realmente, tuve experiencias muy buenas con ambos (Radamés Giro y Eduardo Heras León) y los recuerdo con mucho cariño.
¿Cuándo comenzó realmente a sentirse editora?
Eso fue todo un proceso. Los primeros libros fueron muy difíciles porque no sabía cómo resolver determinadas cuestiones que para mí constituían un problema, pero no para un editor con experiencia. Matriculé en cursos de Gramática, Redacción, Técnicas Editoriales y Diseño con María Dolores Ortiz, Evangelina Ortega, Ambrosio Fornet, Miriam González y Roberto Casanueva, respectivamente… En fin, me puse a estudiar de nuevo.
Así, poco a poco, haciendo muchos libros y preguntándole a mis compañeros, adquirí mayor seguridad en mí misma. Me di cuenta de que los libros se volvían menos problemáticos, aunque cada uno es diferente y te plantea cosas nuevas, dificultades que no habías tenido antes. O sea, siempre se aprende algo nuevo en la labor editorial.
Pero yo diría que, cinco o seis años después, ya yo me sentía con un poco más de seguridad.
¿Qué condiciones necesita tener un editor para poder enfrentar un proceso editorial?
Lo primero que necesita un buen editor es ser un buen lector. Es fundamental tener un cúmulo de lecturas, que no es solo de los originales de los autores para editar, sino las que incrementamos durante toda la vida.
En Boloña, la mayor parte de los libros que leo son de carácter histórico, pero si dejara de leer narrativa o poesía, por ejemplo, me costaría trabajo darme cuenta cuándo un historiador cita incorrectamente un poema, o cuándo se equivoca de autor. Estos conocimientos también son útiles porque te posibilitan conectarte con el clima espiritual de esa persona que está escribiendo.
Siempre me ha gustado leer; desde los cinco años nunca he dejado de hacerlo. Cuando entré a la Universidad, yo diría que más de la mitad del programa de literatura ya lo había leído por mi cuenta. Ello se debe también a mi padre, que tenía una excelente biblioteca, y me estimulaba. Incluso, me hacía pruebas sin yo darme cuenta. Recuerdo que cuando terminábamos de comer nos sentábamos cada uno con un trago —porque a él le gustaba tomarse un roncito, y a mí también— y me empezaba a hacer preguntas del libro que me estaba leyendo en ese momento. «¿Cómo ves tal personaje?», me decía. Por supuesto, él ya lo conocía, pero de esta forma orientaba mi atención a ciertas cosas que podían ser esenciales en una obra. También es necesario una autodisciplina, porque el que los editores trabajemos muchas veces en la casa puede tender a relajar, a posponer el trabajo. Es fundamental tener un clima de tranquilidad y concentración porque la edición requiere de una lectura muy atenta. A veces, cuando levantas la vista de un original y la vuelves a poner, puede haberse ido algún error. La edición requiere de mucha atención y concentración. Hay personas que son muy cultas —brillantes incluso—, pero no tienen aptitudes para esta labor por carecer de concentración. El que es disperso, aunque sea muy inteligente, no puede hacerlo.
Coincido con Radamés Giro cuando, en el elogio que le hizo con motivo de otorgársele el Premio Nacional de Edición 2010, expresó que usted tenía un estilo escritural muy particular. ¿Alguna vez ha pensado en dedicarse a escribir?
No. Esa pregunta me la han hecho muchas veces, incluso mi esposo, que es escritor y siempre me ha tratado de estimular. Pero, las personas deben escribir cuando sientan que necesitan hacerlo. A mí me gusta mucho leer, respeto mucho la labor intelectual del escritor, pero yo no siento esa necesidad. Me parece que lo haría entonces para que me consideraran una escritora, tener más prestigio, que me paguen un poquito más de dinero… pero no sería por libre y espontánea voluntad. Entonces, creo que no hay que forzarse de esta forma. Cuando tengo que escribir por asuntos de trabajo (prólogos de libros, reseñas…) lo hago por disciplina laboral.
¿Cuál es el proceso de un libro desde que sale de las manos del escritor hasta que llega a las del lector? En todo este periplo ¿qué rol juega el editor?
El editor viene a ser como el padrino del libro cuando este llega a la editorial. Primero es evaluado y hay muchas vías para ello: unas editoriales tienen un Consejo de Lector; otras, Consejo Asesor; las hay también en las que quienes evalúan son los propios editores. Pero, en cualquiera de estas variantes, el editor participa del proceso y se escucha su criterio. O sea, que su primera responsabilidad está en aceptar o rechazar una obra, por lo cual debe ser objetivo y tener conocimientos suficientes para analizar sus condiciones y valores.
Una vez aprobado es entregado al editor, que establece una relación muy personal con el libro y su autor. Se hace una primera lectura para saber de qué trata el texto, sobre todo si el que lo trabaja no participó en el proceso de evaluación. Aunque esta revisión no es precisamente para rectificar, el editor ya se da cuenta de determinadas cosas y ve si sobra o falta algo, o si la estructura es adecuada o no. Percibe las muletillas y otros errores, y los puede ir marcando. Hay autores que han trabajado mucho con el inglés y empiezan a adoptar vicios de ese idioma, como los adverbios terminados en mente… En fin, hay una serie de cosas que uno va notando, que son como foquitos rojos que se encienden.
Terminada esta etapa, si hay problemas serios, por ejemplo, con la estructura, el editor se reúne con el autor y se lo plantea para que él lo resuelva.
Devuelto el libro, hace una segunda lectura para corregir la edición y redacción. Entonces se comprueba que el texto tenga un lenguaje fluido, en correspondencia con el contenido. No es el mismo lenguaje el utilizado en un ensayo que en una novela. Si en esta última un personaje se mueve en un ambiente marginal, su forma de hablar tiene que corresponderse con ese medio. O sea, hay que adecuar el lenguaje al contenido del libro. Ese proceso es muy lento, trabajoso…, y una tiene que aplicar todos sus conocimientos de redacción, gramática, y a veces —lamentablemente— hasta de ortografía. (Risas).
Se hace otra reunión con el autor para explicarle cada uno de los señalamientos. Luego un técnico en computación hace los arreglos. Después, va al corrector, quien comprueba la labor del técnico y vuelve a hacer una revisión completa antes de pasarlo a diseño, que trabaja en estrecha coordinación con el editor, quien se ha leído el texto varias veces y tiene una noción más clara de lo que se pretende hacer. Tras concebirlo con el autor, propone al diseñador la ubicación de las imágenes, en correspondencia con el texto, en el caso de que se trate de libros ilustrados.
El diseñador aporta sus ideas. Por ejemplo, los de Boloña son muy creativos y siempre proponen elementos que enriquecen el producto final: el libro. Por último, el editor vuelve a leerse la obra, tal y como llegará a imprenta.
¿Qué siente usted cuando un libro que ha editado tiene determinada trascendencia, por ejemplo, recibe un galardón o goza de gran aceptación entre los lectores?
Cada vez que uno de mis libros, sea el que sea, culmina el proceso de impresión, yo me emociono. Presenciar el momento de su salida, verlo envuelto en el papel, me da una alegría enorme. También un poquito de temor, por si se me fue algún error.
Recuerdo con mucho cariño Cuba colonial: músicos, compositores e intérpretes, de Zoila Lapique. El texto lo trabajé en Letras Cubanas, en 1987. Por razones poligráficas y falta de presupuesto, no se pudo mandar a imprenta y cuando me fui de Letras Cubanas, lo di por perdido; pensé que no sería publicado. Ya en Ediciones Boloña, en 2007 lo presenta Zoila (Lapique). Me entusiasmó mucho la idea de que finalmente se pudiera hacer, veinte años después de haberlo dejado terminado en otra editorial. El día que lo trajeron de la imprenta para la Feria del Libro, empecé a llorar. Si los libros reciben un premio, hay una pequeña parte que una siente que también le pertenece y dice: «Algo mío va ahí». Yo estoy muy orgullosa de los premios ganados por mis autores, porque de alguna manera contribuí a ello. Un buen editor puede convertir una buena obra en excelente; pero es imposible hacer de una obra deficiente, una obra maestra.
¿Qué temáticas se trabajan en Ediciones Boloña?
Boloña trabaja fundamentalmente libros de carácter histórico, aunque no solo de historia pura, también pueden estar vinculados a una manifestación cultural como La memoria en las piedras, de la propia Zoila (Lapique), o el que acabamos de publicar de Rafael Fernández Moya, De la chicha a la cerveza Plaza Vieja, que aborda la producción y consumo de cerveza en La Habana desde la época precolombina hasta la actualidad. En este caso también se encuentra Por la ruta del tabaco, cuya impresión se hará próximamente y que analiza el cultivo y la elaboración del tabaco en la región occidental cubana.
Tenemos una línea de libros, quizás de venta más rápida, que son las novelas. También hacemos ediciones especiales sobre grandes figuras de la cultura cubana, vivas o fallecidas. Entre los más importantes se encuentran El sitio en que tan bien se está, que compila los poemas de Eliseo Diego sobre la ciudad de La Habana y Cinco poetas griegos, de Roberto Fernández Retamar, ilustrado con fotografías de Néstor Martí. A solicitud de Miguel Barnet, publicamos Cimarrón, que fuera trabajado por Ángel Luis Hernández, editor y profesor universitario recientemente fallecido. De las novelas editamos Pasión de Urbino, de Lisandro Otero, también a petición del propio autor.
Acabamos de crear una colección que agrupa las colecciones —valga la redundancia— de la Oficina del Historiador. Ya está en la industria la Colección de Abanicos del Museo de Arte Colonial, un libro precioso. Vamos a hacer otros con los envases de farmacia, las monedas cubanas del Museo Numismático, además de las máscaras y piezas museables de la Casa de África.
Serán volúmenes muy bellos, con textos breves y con las imágenes como tema central. Por cuestiones poligráficas, la Colección de Abanicos no pudo salir en la XX Feria Internacional del Libro, pero en estos días deben terminar de imprimirla. Cuando esté lista la vamos a presentar, probablemente en el Museo de Arte Colonial, donde son atesoradas esas piezas.
En general, Boloña refleja la enorme labor de restauración y preservación de los valores físicos y espirituales del Centro Histórico.
¿Cuánto le ha aportado Ediciones Boloña a Silvana Garriga? ¿Qué ha aprendido en estos años?
Ediciones Boloña para mí fue como un renacer. Yo llevaba veinte años en Letras Cubanas y después de tanto tiempo me di cuenta que necesitaba un cambio. Empecé temerosa porque me enfrentaba a temáticas distintas a las que yo había trabajado. Me había especializado sobre todo en música, ballet y danza, pero Boloña me abrió las puertas a un universo temático y conceptual desconocido para mí, muy diferente al que había hecho anteriormente. Tuve que leer y estudiar mucho. Aprendí a trabajar textos de museología, paneles de museo, señaléticas, textos para catálogos, programas de mano… En eso me ayudaron Roger Arrazcaeta (director del Gabinete de Arqueología) y Antonio Quevedo (director de varios museos en el Centro Histórico). Tony ha sido mi asesor en muchas cosas y siempre está dispuesto a colaborar.
Otros que contribuyeron a mis conocimientos, al yo editar textos especializados de su autoría, fueron Onedis Calvo (especialista principal de Factoría Habana) y Rigoberto Menéndez (director de la Casa de los Árabes). Este último es además el autor del libro Los árabes en Cuba. Yo no sabía que esa cultura tuviera tanto que ver con nosotros y, sin embargo, con él descubrí cuántas cosas tenemos en común. Y así, cada uno de los compañeros con los que he trabajado me ha aportado sus experiencias, sus conocimientos.
El sentido de honestidad y de pertenencia a la Institución de los compañeros de la Dirección de Patrimonio, también ha resultado muy aleccionador y estimulante para mí.
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Tomado de Opus Habana
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