«La Patria es nuestra madre» fue la metáfora encendida por el movimiento republicano independentista que protagonizó la Conspiración de La Guaira, en la Venezuela de 1797. Con ella se alejaban de las representaciones tradicionales del estado dinástico en términos de paternidad, para asumirse, criollos de tez blanca y afrodescendientes, como ciudadanos hermanos. En uno de los documentos redactados por sus líderes y con clara influencia de la Revolución Francesa se plantea:
En una verdadera república (…) el cuerpo político es uno, todos los ciudadanos tienen el mismo espíritu, los mismos sentimientos, los mismos derechos, los mismos intereses, las mismas virtudes: la razón sola es la que manda, y no la violencia; el amor quien hace obedecer, y no el temor; la fraternidad quien constituye la unión, y de ningún modo los manejos del egoísmo, y de la ambición. Así, hacer de un vasallo, o de un esclavo, que es lo mismo, un republicano, es formar un hombre nuevo, es volver todo lo contrario de lo que era.
Aquella metáfora cuasi-nuestramericana, era hija —para extender el impulso simbólico—, de la metáfora fraternal de Aspasia, la dirigente del partido democrático de los thetes (los pobres), quien entendía y defendía que los ciudadanos de la República de Atenas «son todos hermanos nacidos de una misma madre». Metáfora que contrasta, como argumentaba el militante antifranquista y luego catedrático Antoni Doménech, con la elitista y excluyente de Aristóteles, para quien en el oikos —entiéndase en la res publica, en la vida cívico-política pública— «el cabeza de familia ha de gobernar a los esclavos despóticamente, a los niños monárquicamente y a las mujeres republicanamente».
La conocida, y ultrajada, frase martiana «Con todos y para el bien de todos» es también una metáfora, aunque no de las sencillas, del tipo A es B. Es una analogía externa, condensación de otras metáforas conceptuales, de aquella de Aspasia y de las más cercanas: «La Patria es nuestra madre», «La República es una familia» y, como en una familia, «la inclusión de todos es tan importante como el bien de todos». «Con todos» puede ser entendido como un particular concreto y «para el bien de todos» como un particular abstracto, un ideal que se concreta en la medida en que se universaliza el bien «esencial», en que este tiende a ser propiedad de «todos».
Fue anunciada el 26 de noviembre de 1891, en el primer discurso de Martí en La Florida, a donde había llegado por invitación de Néstor L. Carbonell, para que participara en una fiesta de carácter artístico y literario en el Club «Ignacio Agramonte», de Tampa. La reiteró en las Resoluciones de la emigración cubana de Tampa, redactadas por él y leídas por Ramón Rivero, dos días después, en el propio Liceo Cubano. En la tercera resolución de este «prólogo» de las Bases del Partido Revolucionario Cubano, se declara entre los propósitos de la nueva organización, trabajar por «la creación de una República justa y abierta, una en el territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad, levantada con todos y para bien de todos».
Quedaba así, más evidente, lo que como enunciación metafórica denota, cierta jerarquización o sentido hacia el significante objeto del alumbramiento. El Apóstol no dijo: «Para el bien de todos, con todos», porque la utopía y la motivación nuclear de la acción colectiva, en tanto solución definitiva del problema cubano, debía ser la conquista del «bien de todos», en la república «verdadera», «moral», «honrada», «durable y justa»… , que imaginó «viable».
El «con todos», fue uno de los marcos de acción de la movilización independentista organizada por José Martí, como garantía de la unidad para la Revolución del 95. Como fue otro marco de interpretación y significación discursiva, su proyecto de República para el «bien de todos». Utopía que debía ser sembrada desde su guerra «de espíritu y métodos republicanos», para realizarse en la segunda trasformación, con las futuras batallas sociales, culturales y políticas; tan «santas y vitales» como las primeras. Como apuntó en Patria, el 19 de marzo de 1892:
(…) lo primero es ensanchar las condiciones del combate, para poderlo librar más fácilmente. Primero es tener bajo los pies la arrogancia del suelo nativo, que da al hombre un derecho, y a la justicia una mesura, y a la mirada un rayo que no tiene jamás en el suelo extranjero…
Es decir, primero había que hacer la Revolución para tener Patria y luego batallar para tener República. Sin Patria soberana no puede haber «bien para todos». Hoy, tan anhelado fin no se ha de poner en riesgos, por caprichos de sectas o bandos, en tanto no concluyan las batallas «santas y vitales», por «el decoro y bien de todos los cubanos», por la «dignidad plena del hombre».
El Organizador de la Guerra Necesaria tampoco dijo «con todos y para todos», siendo realista complejizó el desiderátum. «Para verdades trabajamos, y no para sueños» —declaró aquel día en Tampa. La «fórmula del amor triunfante» no ha sido, ni será, cuestión de coser y cantar, sino de entretejer coros para armonizar un himno: «el árbol del amor». Amerita reflexiones y participación interpretativa; para no empantanarse en consignas del voluntarismo, ni en falacias anticomunistas. Porque, aun hoy en la República Socialista que defendemos, —y tal vez por ello—, las preguntas no son fáciles, ni se contribuye con las mismas intenciones, porque se dijo: «lee y no cree», se reconoció al Socialismo como un camino hacia lo desconocido, y porque suenan —y se amplifican como un ruido de «todos»— inquisiciones mercenarias.
Porque, ¿sería posible, como creía Martí, conciliar los intereses opuestos de la clase obrera y la burguesía? ¿Basta el equilibrio republicano para la felicidad de todos? ¿Hacer «para el bien de todos» es una propiedad que distingue a un subconjunto del «todos»? ¿Cuál sería el «bien de todos», sino un bien significado como valioso y justo para todos los integrantes de la comunidad? ¿En qué medida será valioso si no se calcula escaso? ¿Y qué lo hace escaso sino el hecho mismo de no alcanzar para todos y resultar entonces una causa de injusticia?
El dominio fuente de una metáfora conceptual está por lo general más cerca de nuestra experiencia concreta o cotidiana, así la Patria se significa cordial a través del ontológico concepto de familia. Y sucede que Caín mató a Abel, que en la vida cotidiana nos encontramos hermanos que atentan contra otro de su mismo hogar, y hasta contra su madre. Por eso Martí, quien llamó a colocar su metáfora en lo más alto, calificó como merecía a los que traicionaban a su familia. Llamó viles, no a los que pensaban diferente a él, pero sí a los traidores que sirvieron a España como voluntarios: «Vil viene bien, y no menos, / al que por la paga vil, / mató el ánimo viril/ entre los cubanos buenos».
Para su «guerra necesaria», no cuenta Martí con los «lindoros», ni con los «olimpos», ni con los «alzacolas». Tampoco con los «petimetres de la política», ni con el hijo de quien «murió cara a cara al alférez» e iba «de brazos con el alférez, a podrirse a la orgía». Lo aclara en el propio discurso. En las Resoluciones de Tampa, se plantea la necesidad de «reunir en acción común republicana y libre, todos los elementos revolucionarios honrados» y en las Bases del PRC, «ordenar, de acuerdo con cuantos elementos vivos y honrados se le unan, una guerra generosa y breve, encaminada a asegurar en la paz y el trabajo la felicidad de los habitantes de la Isla». Para su Revolución, al menos, el «todos» tenía como requisito ser honrados; no importaban orígenes clasistas, o credos filosóficos, sino las orientaciones morales.
Aunque, quien echó su suerte con los pobres de la tierra, sabía bien que los excluidos, habían sido por lo general los de menos recursos. Por ello, cuando reclama: «¡Valiera más que no se desplegara esa bandera de su mástil, si no hubiera de amparar por igual a todas las cabezas!», lo hace para reclamarle al «pudiente» que reconozca:
(…) el poema conmovedor, y el sacrificio cruento, del que se tiene que cavar el pan que come; de su sufrida compañera, coronada de corona que el injusto no ve; de los hijos que no tienen lo que tienen los hijos de los otros por el mundo.
El «con todos» más que pragmatismo de centrarse en la contradicción principal, fue en Martí secular aspiración humanista, brote de un republicanismo compartido por Antonio Maceo. Con sus hermanos, en el Liceo cubano, afirmó: «¡Paso a los que no tienen miedo a la luz: caridad para los que tiemblan de sus rayos!». En la República soñada por Martí, ciertas oscuridades resultan necesarias. Es «fango en las artesas el oro en que el artista talla luego sus joyas maravillosas» —dijo en aquel discurso; «de lo fétido de la vida saca almíbar la fruta y colores la flor»; «nace el hombre del dolor y la tiniebla del seno maternal, y del alarido y el desgarramiento sublime». «¡Sin los gusanos que fabrican la tierra no podrían hacerse palacios suntuosos!». En los pliegues de la bandera «ha de venir la libertad entera».
No se ha de tener «miedo canijo» a la «expresión saludable de todas las ideas y el empleo honrado de todas las energías». «En la verdad hay que entrar con la camisa al codo, como entra en la res el carnicero». «Todo lo verdadero es santo, aunque no huela a clavellina» y lo más santo se ha de tomar como instrumento, en interés del bien común. Clávense, donde todos la vean, la lengua de los manipuladores, y cuélguese al viento, «como banderola de ignominia», los llamados a la violencia de los odiadores de hoy. En nuestra casa, real y virtual, que la verdad sea nuestra, por acumulación luminosa, compartida por nuestro bien e iniciativa, y no como reacción a las campañas tergiversadoras de los que invocan las libertades «para violarlas» y «de los que hacen de ellas mercancía», como apunté en otro texto.
Con estar en un espacio/tiempo determinado ya se es parte de un «nosotros», de un conjunto o comunidad. Aunque no se reconozca por determinados poderes, solo basta nacer allí e interpretarse según los rasgos distinguidos por la cultura. «El bien para todos», sin embargo, se construye, se hace entre todos, es creación heroica para los pueblos del Sur. Y hacer comprende el acto de decir, el diálogo para consensuar el «bien común» y las vías para conquistarlo, implica actuar y decidir. Hasta el rebelarse cuando el «bien preciado» lo define y distribuye otro, sea un Estado enemigo, agencia encubierta o empresa trasnacional.
Los hombres que lo son, se juntan para salvar el barco de quienes lo desvían, los hombres que no lo son, los hombres recortados, los egoístas se echarán solos, a los pocos botes de naufragio, dejando atrás a sus compañeros de desgracia y vagarán abandonados por las olas. Es necesario para ser servido por todos, servir a todos.
Así afirmó, pocos meses después del memorable discurso, en el referido artículo titulado «La Política».
Nuestro Héroe Nacional se afilia a un modo de hacer política como arte y ciencia práctica, empeñada en el bienestar del hombre en comunidad, por descubrir qué es y cómo asegurar la felicidad. «La política está, y no hay otra política, en administrar los bienes nacionales con la equidad que por sí sola, sin más sistema ni panaceas, hace a los pueblos libres y felices». Y la equidad, como él mismo señaló, no es alcanzable en un régimen desigual, con minorías privilegiadas como en el capitalismo que conoció en los Estados Unidos. «El Norte ha sido injusto y codicioso; ha pensado más en asegurar a unos pocos la fortuna que en crear un pueblo para el bien de todos».
Encontrémonos con la luz de su metáfora y en sostenerla allí «alrededor de la estrella, en la bandera nueva». «Alrededor» alude un círculo, un proceso cíclico de maximización de la justica, «ese sol (estrella) del mundo moral». La utopía de actuar «para el bien de todos», se ha de asumir como motivación democrática, para la transformación de un «todos» en otro «todos» cada vez más justo, por aproximación sucesiva, re-conciliada y reconciliadora. De un estado de cosas, y de reglas, a otro consensuado como superior, maximizando la participación política. Dentro del triángulo equilátero que componen: la libertad, la igualdad y la fraternidad. En una república, «de ojos abiertos, ni insensata ni tímida, ni togada ni descuellada, ni sobreculta ni inculta»: equilibrada. Porque la felicidad de todos solo es alcanzable en un punto común de abrazo muy concentrado de ciudadanos virtuosos; en una sociedad justa y democrática, de humanos libres, por sentirse y comportarse como hermanos, de «hombres nuevos» con iguales derechos y deberes. Y a ese elevado ideal solo se llega por un tránsito intrincadísimo que muchos llamamos Socialismo y que hasta «el reino de la justicia» llega. Donde el sol brillará igual para todos.
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Tomado de La Jiribilla
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