Los días pasan, arremolinándose, frente al espejo de la vida. Frente a ese espejo se mira el poeta Miguel Barnet para sopesar, sin ánimos de permanencia, como golpes de luz en la memoria, sus horas bajo el sol. «Yo nunca fui yo realmente / siempre fui muchos cuando debía ser solo yo», confiesa ante el espejo doméstico y este, acostumbrado a su perfil, le responde que «seguramente el olvido será lo único que sobreviva». Por eso ha ido mordiendo el sitio dejado por su sombra, como le corresponde a cada hombre que —le dice Virgilio Piñera— come los fragmentos de la isla.
Consejos para no acatar, poemario de Miguel Barnet publicado por Ediciones La Luz en 2021 y merecedor del Premio del Lector en la reciente XXXII Feria Internacional del Libro de La Habana, no es un libro de la senectud o la provecta edad, como podría pensarse al ser escrito sobre el umbral de las ocho décadas; ni un cuaderno resumen que vuelve sobre temas frecuentes en su obra poética, aunque aquí están presentes varias de las búsquedas del joven autor de La piedrafina y el pavo real (1963).
Es un libro que se lee como un divertimento gozoso, pues aflora una reposada y, al mismo tiempo, lozana sabiduría del vivir que se detiene en la contemplación de las pequeñas cosas, en el ambiente doméstico donde surge la poesía. Para escribir estos poemas hay, en primer lugar, que haber vivido y acumulado experiencias vitales en el fiel de los días; pues, como sabemos, aquel que ofrece consejos, aunque nos pida no acatarlos, es porque ha experimentado semejantes o parecidas alegrías y dichas, pero sobre todo lances y cuitas, angustias y congojas, ya que suelen ser los consejos, justamente, amables advertencias, luces en el camino…
Así el poeta se mira en su espejo y, con una sonrisa de sutil ironía, nos advierte de esa inutilidad, pues «solo quien olvida queda libre de toda compasión», insiste y escribe, pues «poco a poco se van agotando mis recuerdos / casi estoy en la misma tesitura / de la página en blanco…» Estos consejos son también maneras de poblar de palabras —y con ellas, de nuevas experiencias, sentidos y búsquedas— la página en blanco: «Pobre del que no sienta en su oído / el dulce crujir de las palabras», asegura en un poema.
De Consejos para no acatar, libro que mereció el Premio del Lector en la reciente Feria Internacional del Libro de La Habana, llaman la atención varias cuestiones: la primera es su tono sentencioso, sin dejar de ser elegante. Se es sentencioso, sin que ello signifique ser enfático o proverbial, porque se acumulan experiencias y existe una voluntad, humanista por cierto, de síntesis y sedimento, de querer resumir y aconsejar, sobre todo al joven lector: «La única alegría que tiene la tristeza es la nostalgia; La felicidad casi nunca encuentra su destino».
La segunda es cierto desplazamiento al entorno doméstico como epicentro y escenario poético. Es un libro anclado en lo doméstico, en lo hogareño, en los espacios cerrados y al mismo tiempo, abiertos: la casa y sus habitaciones, los objetos de la cotidianidad, la puerta (y también las ventanas) como el umbral que separa un mundo seguro de otro mundo citadino y también escenario llamativo que destruye y construye sus estructuras: «Apocalíptica ciudad donde acuno mi tristeza / sálvame de vivir atado a la ventura de los felices», escribe y añade que «aquellos que vivimos en zonas de peligro / hemos aprendido a ejercer / nuestros mecanismos de salvación».
Barnet se maravilla —como Emily Dickinson en el cerco fecundo de su Amherst natal, con quien comparte, además, esa vocación aforística en su poesía— con las pequeñas y sencillas cosas del hogar. En ellas encuentra los sedimentos para dar cuerpo a la escritura. «Solo la soledad tiene el valor / de vivir a la intemperie» y él no parece creer en la soledad, aunque sea una soledad dialogante. En estos versos hay, además, un claro rumor nocturno, como si muchos de los poemas se hubiesen escrito en las entrañas de la noche: «Es verdad que amo la noche / que nací en la noche / que mi patria es la noche…» confiesa el autor de Biografía de un cimarrón y Canción de Rachel. En esa misma noche del trópico insular brota una mirada erótica, reposada, capaz de trasmitir «un sabor de pastosa sensualidad» que prefiere la contemplación, el roce y el eros frugal más que la posesión y el desborde arduo, pues ya «la excelsa voluptuosidad cegó mi vida».
El tiempo —obsesión que hemos visto anclada en la poesía de otros autores de su generación y anterior a ella, como José Emilio Pacheco y Juan Manuel Roca en el catálogo de La Luz— recorre las páginas del libro. El tiempo y su paso indetenible; también el tiempo como historia y el hecho de ser parte de ella: «No me he puesto totalmente de acuerdo / con el tiempo…» nos advierte, sabiéndonos en buena medida «devorados por la urgencia temporal / cuando ya somos historia».
No estamos frente a un libro crepuscular, salvo por cierto hálito nocturno que emanan sus poemas. Miguel Barnet reconoce la inutilidad de estos consejos poéticos, por eso insiste en que cada uno muerda el sitio dejado por su sombra, esa menguante pero segura compañera; en que cada uno recoja, esparcidos en el mar, los fragmentos de su isla y con ellos, como resumen de experiencia, moldee las formas de sus propios consejos, esos que también será mejor no acatar.
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Tomado de La Jiribilla
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