En este zoológico francés, en este espacio para la claustrofobia, en este foso de las bestias enjauladas —en apariencia pacíficas— es que ocurrirá el encuentro. Un encuentro contado a largos saltos, en ocasiones más enunciado que narrado ya que, según entiendo, esta relación entre los hombres debería haberse desarrollado en más páginas que justificaran proximidades y vínculos. No obstante, esta observación no pasa de ser huella del gusto personal, ya que el cuento funciona como conjunto y su idea —por escalofriante y simbólica— asume la forma de las bestias para demostrarnos que, bajo la apariencia, hay otras capas.
Este es también un cuento sobre la simulación. Por momentos, todos sus personajes se ocultan detrás de máscaras. Las de la apatía, las de la falsa felicidad, las de la ignorancia. Incluso los leones, que se aparentan mansos, son culpables. Y qué decir de los dos hombres, en este juego de aproximación y evitación que ya se evidencia desde las primeras palabras del relato. Importante es también recalcar el valor de las voces externas, ese mundo exterior que se cuela en el cuento a través de las noticias de la televisión y el periódico. El paulatino develado de la identidad bajo la máscara ya se comprueba desde el inicio. Este no es un relato que hable de la importancia del secreto, sino del peso del secreto dentro de la conciencia humana. Quizás por eso es que la autora no teme descubrir —entre pausas— la supuesta identidad del hombre que contempla a los leones, mientras establece un puente de paralelismo —puente metafórico— entre las bestias y los criminales de guerra, y también, por qué no, entre las bestias y quienes se fingen ignorantes.
Este falso desconocimiento también es evidenciado. Su niebla permea la vida del cuidador, un personaje sencillo y solo que, envuelto en lo patético de su vida, se niega a ver la evidencia frente a sí. Esta explicación —al menos de acuerdo a mi campo de interpretaciones— otorga a este personaje un reborde que lo hace ir más allá del papel del observador y del iluso que propicia el vínculo. Un reborde humano que, por otra parte, pienso que agradecerán los lectores.
Si alguna mancha tuviera que señalar en este relato es su economía en cuanto a extensión y, quizás, su parco desarrollo del tema. Un tema que, si bien no es necesario llevar a lo épico o melodramático, me parece demasiado constreñido y resuelto, como a pinceladas, en la escena final. Una escena que —otra vez, este es solo mi criterio— pudo haberse desarrollado con un reborde de emoción que aquí me falta. No hablamos de buscar la carnicería —no se malinterpreten mis palabras—, pero sí de encontrar un centro, un punto de inflexión donde la ambigüedad y el conocimiento pudieran encontrarse y donde las bestias, tan enunciadas en la finalidad del cuento, hubieran encontrado su sentido. Esta resolución, este final abierto donde las bestias se convierten en las observadoras, deja no obstante un buen sabor.
La narración, coherentemente accionada e intervenida por las noticias del exterior, se advierte como una mirada atenta hacia la naturaleza humana. Esa naturaleza que debería, por bien de todos, ser también mostrada detrás de la baranda de un zoológico.
Las bestias de este relato así lo demuestran.
Yamila Peñalver Rodríguez. (La Habana, 1978). Licenciada en Psicología. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención Premio Celestino de Cuento 2011 y 2012. Mención Premio David de Cuento 2014 y 2017. Tiene publicados los libros Juegos de Imitación (cuento) y Bipolar (novela), ambos por Editorial Guantanamera. Cuentos suyos aparecen en diferentes antologías tanto en Cuba como en el extranjero.
LAS BESTIAS
(…) que ellos mismos son semejantes a las bestias.
ECLESIASTÉS 3:18
Me apoyaba en la barra de hierro (…) y me ponía a mirarlos.
No hay nada de extraño en esto, porque desde un primer momento
comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente
perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos.
JULIO CORTÁZAR.
Con especial atención el hombre contemplaba a las bestias en el foso, el ir y venir pausado, satisfecho, y cómo se tumbaban luego a disfrutar la brisa que, a esa hora, hacía volar las hojas y arrebataba algún que otro sombrero.
El hombre era alto, un tanto enjuto, vestía buenas ropas y todo en sus maneras hacía pensar en un típico padre de familia. Venía de mañana y se quedaba hasta el mediodía sin moverse jamás de las inmediaciones del foso, daba cortos paseos alrededor de la baranda protectora, desplegaba a ratos el diario —L’Observateur, el mismo al que estaba yo suscrito—; traía además una bolsa de papel que dejaba en una esquina y recogía más tarde para sentarse a almorzar en alguno de los bancos.
El contenido de la bolsa variaba apenas, un vaso de café, un sándwich o un croissant. Rara vez alguna fruta. Una pera, una manzana, un puñado de guindas. Devoraba su almuerzo con una lentitud de espanto, podía asustarse uno con tamaña pereza, y en realidad todo en él, pese a la corrección, la discreta apariencia, tenía cierto nimbo de misterio, una aridez gentil que infundía respeto.
Los primeros días no me fijé demasiado. Hans llegaba —sin querer le inventé el nombrecillo—, repetía el ritual de acodarse a la baranda, observar a las bestias, abrir el periódico y devorar su almuerzo en un tiempo superior al que un mortal promedio emplearía para ello. Entonces se ponía en pie —pausado como las bestias ahítas— para invariablemente saludar y marchar en pos de la salida. Nunca dejó de hacerlo; al llegar, después al irse.
Un gesto lento con la mano, acaso indiferente, ajeno a su deseo, que ejecutaba como parte de la rutina.
Cuando las mañanas se hacían frías llevaba una bufanda y se calaba bien el sombrero. Para entrar en calor caminaba más que de costumbre, las bestias apenas salían del refugio y él no encontraba ocupación mejor. Uno de aquellos días se acercó a la caseta a pedirme fuego.
—¿Gusta uno? —me tendió una caja de Galousses, acepté porque se me había terminado el tabaco.
Le acerqué el mechero; luego, aunque estaba prohibido, lo invité a pasar a la caseta. Pensé que iba a negarse pero accedió de buen grado, antes buscó la bolsa y compartió también su vaso de café.
Fumamos sin hablar durante un rato.
—¿Le gustan? —con un gesto señaló a las bestias; azuzadas por los mozos se replegaban hacia una esquina del foso y resoplaban por lo bajo. Era la hora de la limpieza, después les darían de comer.
Negué enseguida.
—A usted sí, se nota de sobra.
Asintió.
—¿Sabe por qué?
Volví a negar.
—Me recuerdan a ciertas gentes.
Sentí un escalofrío.
—Dicho de ese modo…
—Suena terrible, y quizás tenga usted razón. Disculpe, debo marcharme. Disponga de mi almuerzo si lo desea.
En la bolsa había un bocadillo de atún, dos manzanas pequeñas y una botella de agua. El bocadillo estaba bueno, el pan era suave, despedía un grato calor hogareño; se veía a las claras que a Hans lo mimaban en casa. Terminé el café y lamenté no tener más cigarros. Las manzanas las dejé en la bolsa para Nina.
Si se hace guardia en un Parque Zoológico tarde o temprano lo pintoresco acaba por aburrir, se asimila el paisaje, cada detalle termina por ser lo mismo. Ya ni siquiera mi nieta solía jactarse ante los amigos del “abuelo vigilante de leones”. Luego de dos visitas comentadas que pude gestionar a mitad de precio para toda su clase, la novedad cedió paso a la indiferencia.
Tal vez por eso yo comencé a odiar a los felinos con una rabia un tanto insana, y acaso también porque desde pequeño me inspiraban un temor que nunca conseguí desterrar. Los veía desplazarse por el foso, tan plácidos, tan seguros, y sentía que ocultaban algo. Un siniestro deseo, alguna macabra idea que a nuestro menor descuido podrían ejecutar. Era comprensible que la fascinación de Hans por las bestias me causara cierta repulsa.
Esa tarde hubo pocos visitantes y me entretuve en hojear el diario. La primera plana la ocupaban una serie de artículos referidos al reciente descubrimiento en la ciudad, bajo identidades falsas, de antiguos criminales de guerra. La presión popular abogaba porque se les juzgara de inmediato; los acusados, por supuesto, insistían en su inocencia. Había varios nombres que no me dijeron nada, cerré el periódico y salí un rato a estirar las piernas.
El parque estaba prácticamente vacío hasta donde alcanzaba la vista; algún que otro lector —en los bancos, sobre el césped—, una pareja que romanceaba cercana al estanque de los flamencos. Nadie interesado en los animales.
Me fui acercando al foso sin advertirlo. Las bestias descansaban satisfechas; Zazubu, el macho, en un peñasco alto, las cuatro hembras dispersas a sus pies. Nerea, la sexta de la manada, recién había parido y se hallaba con las crías en un recinto más pequeño.
Trataba de entender qué podía haber de fascinante en esos bichos. Cierto que poseían una elegancia natural, una manera altiva de conducirse, y que sus ojos te observaban raro, como si supieran, como si pudieran adivinar tu pensamiento; para mí, no obstante, no pasaban de ser eso, puras fieras de momento adormecidas en la placidez del cautiverio.
Hans, en cambio, veía en ellas algo distinto. ¿Qué podrá ser?, pensé. ¿Qué justifica esas tantas horas de muda contemplación? ¿Esa fidelidad un tanto extraña? Hans parecía buen tipo, aunque quizás estuviera algo loco, me dije al final de la tarde cuando emprendía el camino a casa.
Los días transcurrieron iguales, el otoño deshojaba los últimos árboles y el invierno no tardaría en hacerse notar. El parque se alistaba para recibirlo, se acondicionaban las instalaciones, algunos animales eran trasladados a sitios más seguros. Hans seguía acudiendo puntual todas las mañanas. Me saludaba de lejos antes de encaminarse a la baranda; pero la mayoría de las veces se acercaba a charlar. Si hacía buen tiempo nos sentábamos en alguno de los bancos, si el frío asomaba compartíamos mi modesta caseta. Se le hizo asimismo una costumbre aumentar la ración del almuerzo, ahora traía dos vasos de café y un segundo bocadillo. La casa invita, solía decir al mostrar el contenido de la bolsa.
Conversábamos mucho, casi siempre sobre temas triviales. Con él, sin embargo, cualquier comentario alcanzaba la categoría de interesante. Tenía la virtud de escuchar con atención y devolver a su interlocutor observaciones atinadas. Una mañana, mientras fumábamos al amparo de un sol desvaído, saqué una foto de mi Nina.
—¿Su nieta? —creí notarle un estremecimiento en la voz.
Asentí con una sonrisa.
—Diez años, pero será dentro de poco la persona más independiente de la familia —dije con orgullo.
Él contempló la instantánea un rato más. Nina posaba risueña frente al foso. La había tomado una de aquellas tardes en que pasaba a verme al salir del colegio para volver juntos a casa.
—Bella ragazza.
Me devolvió la imagen. Por primera vez lo escuchaba hablar en otro idioma. Sospechaba que era extranjero —a pesar de su francés tan correcto—; aunque no lo imaginé italiano, ni siquiera español. No quise preguntar en cualquier caso.
—¿Usted tiene nietos? Sé que aún no es lo bastante viejo, pero…
—Tengo. Un día quizás le muestre las fotos, hoy no llevo ninguna encima.
Calló de improviso y retornó a contemplar los animales; yo comencé a sentirme incómodo, no supe qué hacer salvo fumar y echar mano al periódico.
—¿Por qué no le agradan? —hizo la pregunta sin mirarme.
Me rasqué la cabeza con cierto embarazo.
—Sucede que desde niño me inspiran un temor horrible, no sabría explicarlo, algo más allá de toda lógica.
Hans dejó ver una media sonrisa.
—¿Le parece, por ejemplo, que pueden llegar a ser peores que los seres humanos?
No supe qué contestar, por primera vez su presencia me provocó una sensación de desagrado.
—¿Le parece, por ejemplo, que podrían ser peores que ciertos hombres?
Señaló el diario que yo mantenía abierto en la página central, tanta insistencia ya me resultó absurda. Querido, pensé, tal comparación es imposible, los hombres son hombres y las bestias… son bestias. Eso, hasta un simple cuidador de leones puede advertirlo.
—Disculpe si lo estoy importunando; pero piénselo un instante: Usted los detesta porque son fieras, por su fama ancestral de carniceros, y en cambio, un día quizás se tropiece con alguno de esos tipos, converse con él o comparta un cigarrillo, y ni siquiera llegue a reconocerlo. Puede que incluso le parezca amigable…
Se detuvo.
—No me haga caso… ¿Otro Galousses?
En el foso la manada comenzaba a desperezarse. Zazubu seguía en su peñasco, las hembras, abajo, se movían con indolencia. Eran bellos, definitivamente. Una rara mezcla de fuerza y candidez. ¿Una paradoja? Me esforzaba por seguir aquella línea de pensamiento y algo en mi interior se resistía. En mi opinión, hay cosas que es preferible ignorar.
Después dejamos de vernos durante un tiempo. Lo eché en falta pero acabé comprendiendo. En la ciudad se sucedían las protestas, la presión popular iba en aumento. A ese paso no tardarían en juzgar a los implicados. En realidad tanto revuelo me dejaba indiferente. Cierto que aquellos hombres habían cometido crímenes horrendos, mas la justicia, cuando tarda demasiado en llegar, para mí, por lo menos, siempre sabe distinto. En cualquier caso, entendía que Hans prefiriera permanecer en casa. En días como esos un buen padre de familia debe estar junto a los suyos. Yo mismo, cada mañana, acompañaba a mi Nina hasta el colegio y, solo luego de verla atravesar las amplias puertas, tomaba St. Marcel y L’Hôpital hasta desembocar en el Jardin des Plantes.
Sin embargo, extrañaba a mi amigo. Comencé a llamarlo así sin darme cuenta. Mi amigo Hans, repetía y sentía una especie de orgullo, de regocijo. A un pobre viejo como yo, tan poco dado a intimar, le costaba deshacerse de esos cotidianos encuentros. Las charlas simples, el cigarro compartido tras el almuerzo. Ahora las mañanas se tornaban más largas, las tardes insoportables, y no conseguía volver a fumar de mi antiguo tabaco de bolsa.
Una y otra vez me preguntaba cómo pudo surgir una afinidad semejante. Apenas sabía nada del tipo. Ni siquiera me interesé en conocer su verdadero nombre. Para mí era Hans a secas, aunque nunca lo llamara de ese modo en voz alta. Uno de esos raros episodios de la vida.
Pasaba las horas dentro de la caseta recorriendo con la vista el escaso mobiliario: la banqueta de plástico, la exigua percha ajustada tras la puerta; la silla metálica, giratoria, en la que Hans solía sentarse; los controles del panel electrónico destinados a la alarma, que solo gracias a Nina había llegado a comprender del todo. Miraba también las singulares llaves de reserva y pensaba sin querer en los leones. Tan hermosos, tan pacientes. Y si uno, por ejemplo, tomara de improviso las llaves —esas que permanecen adosadas a la pared tras un protector de plexiglás, que han de emplearse solo en casos de emergencia—, se acercara al foso, rodeara la baranda protectora hasta alcanzar la escalerilla oculta a ojos de las visitas, descendiera muy despacio y tras abrir la jaula se colara dentro, ¿se quedarían ellos tan tranquilos? No, querido Hans, no creo. Volverían a ser las bestias de siempre, tan crueles o peor que cualquier criminal de guerra.
No sé por qué me daba por pensar esas cosas. ¿Sería el frío o el tedio quizás? ¿La triste soledad del vigilante? Al regresar a casa encontraba a mi mujer frente a la tele mirando el noticiario; pero nuestros cotilleos hogareños versaban siempre sobre lo mismo. Nada que ver con aquellas charlas auténticas, esenciales, en las que Hans resultaba un experto. Una noche, sin embargo, la hallé sentada muy pálida, las manos nerviosas, el ceño apretado.
—¿Pasa algo?
Ella señaló a la pantalla donde el locutor movía los labios sin que ningún sonido brotara de su boca.
—Es terrible.
—¿Por qué lo tienes en modo de silencio?
En un primer momento pareció no reaccionar.
—¿Recuerdas a Monsieur Galliard, el profesor de dibujo de nuestra Nina? Franz… Franz Hobbel es su verdadero nombre…
Lo recordaba. Un viejo flaco con ínfulas de gran señor (Oh, oui, Monsieur Galliard) que nunca me simpatizó. Notable dibujante. Nuestra Nina estuvo casi año y medio tomando clases con él todas las tardes.
—¿Te imaginas…? —prosiguió mi mujer y no llegó a terminar la frase.
Entendí perfectamente su angustia. “Un día quizás se tropiece con alguno de esos tipos, converse con él o comparta un cigarrillo, y ni siquiera llegue a reconocerlo…”.
—Dios mío.
Y así como había desaparecido, reapareció una mañana. No traía la bolsa del almuerzo, tampoco L’Observateur. Lo encontré algo pálido, en los ojos una expresión sombría que ocultaba bajo el cuello del abrigo.
—¡Querido Hans! —se me escapó al verlo, pero él no se dio por enterado.
Cuando ofrecí sentarnos en uno de los bancos miró en torno suyo con aprensión.
—Preferiría entrar, si no le molesta.
Así lo hicimos.
—¿Qué le parecen los últimos acontecimientos? —le mostré mi ejemplar del periódico.
Parpadeó varias veces.
—Es… terrible —dijo por fin.
—Lo mismo opina mi esposa. ¿Sabe? A raíz de este asunto he pensado mucho en usted.
—¿Por… por qué motivo?
—Recordé la charla que sostuvimos, quizás estuviera en lo cierto.
Él no dijo nada, al rato señaló hacia el foso.
—¿Cómo están las crías? ¿Han crecido fuertes?
—Pronto se integrarán a la familia. A algunas las enviarán a otro parque.
—Lejos de los suyos —susurró.
—¿Se encuentra bien?
—No se preocupe. He venido a despedirme.
—¿Piensa viajar?
Sonrió levemente.
—Algo parecido.
Iba a decirle que lo notaba angustiado cuando escuchamos los gritos. Un pequeño acababa de caer al estanque de los flamencos.
—Estos padres irresponsables —maldije—. ¿Me espera un segundo?
Salí lo más rápido que pude. El estanque también formaba parte de mi recorrido, si sucedía alguna desgracia tendrían más de un motivo para echarme.
Al chico el agua le daba apenas por las rodillas; la madre se había descuidado un minuto y aprovechó para escabullirse. Lo sacamos enseguida y el incidente no pasó de ser un buen susto.
Ya antes de llegar advertí que se había marchado, entonces miré hacia el foso.
¿Qué hace, hombre? ¿Está loco?, casi grito.
“En caso de alerta máxima, lo principal es no enfurecer a los felinos”, recordé las palabras del instructor. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo?, no cesaba de repetirme mientras confirmaba la alarma.
Los curiosos enseguida se agolparon alrededor, pronto sería imposible contener el pánico. Las llaves, las llaves de reserva, comprendí. El protector estaba deshecho en pedazos.
Los rescatadores llegaron de inmediato, él continuaba avanzando. Los curiosos gritaban, apuntaban con el dedo; los leones comenzaron a moverse inquietos. Hans no parecía reparar en ello.
El personal de apoyo intentaba apartar a la multitud, algunos ofrecieron resistencia cámaras en mano; los rescatadores tomaron posiciones estratégicas, fusiles a punto. Zazubu, con un ligero salto, descendió del peñasco; las hembras le abrieron paso. Hans se detuvo.
—Retroceda, retroceda lentamente —el jefe del equipo intentó obtener un mejor ángulo; pero la manada, de pronto, formó un círculo alrededor del macho y Hans quedó también atrapado al centro.
Zazubu avanzó despacio, estaba a menos de tres metros; había un silencio de muerte. Hombre y bestia se miraron. Zazubu lo hizo de ese modo extraño, como si supiera, como si pudiera adivinar su pensamiento; Hans, el rostro pálido, las manos tensas, permaneció sereno.
Fue una aguda mirada. El león resopló y dio unos pasos atrás; acabó por volverse. Las hembras se replegaron tras él. Hans, pálido el rostro, las manos ahora laxas, dejó caer la cabeza.
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