La mejor forma de homenajear a un escritor es a través de su obra. Por eso, Cubaliteraria comparte un fragmento de Crimen y castigo, una de las obras fundamentales del escritor ruso Fiodor Dostoyevsky, autor, además, de los títulos El jugador (1866), Los hermanos Karamazov (1879-1880) y Humillados y ofendidos (1861).
Nacido en Moscú, el 11 de noviembre de 1821, Dostoyevsky fue uno de los autores más determinantes de la literatura rusa del siglo XIX y de la literatura universal. Leyendo su biografía cualquiera puede pensar que tuvo «una vida de novela» donde sufrimiento, talento, enfermedades, adicciones y belleza se mezclaron de forma casi inverosímil. Su obra se caracterizó por destacar los valores espirituales de los personajes y por representar la realidad de su época de manera fidedigna. El escritor, falleció en San Petersburgo, el 9 de febrero de 1881, a causa de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y a un ataque epiléptico. Fue enterrado en el cementerio Tijvin, en esa misma ciudad rusa.
La culpa, la moral, la justicia y el perdón son los temas fundamentales que el autor aborda en Crimen y Castigo, historia protagonizada por Románovich Raskólnikov, un estudiante de 23 años condenado a ocho años de prisión en Siberia.
Parte 1 Capítulo 1
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K.
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera. Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes…No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! —pensó con una sonrisa extraña—. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices…Esto es ya un axioma…Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más los altera… ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando…Tonterías…
Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer…”eso”? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte…Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven.
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