Pocos actos de enunciación consiguen revelar tan inmediatamente los prejuicios latentes en el contexto de emisión y recepción como en el chiste. Para obtener la risa, el chistoso necesita que concuerde el universo significante del espectador con los elementos que dialogan, contradictoriamente, en su puesta en escena. De ahí que muchos prefieran acudir a soluciones facilistas, sobre todo si ese chistoso piensa que depende de amplia recepción inmediata para su subsistencia. Una respuesta risible a un enunciado humorístico no quiere decir, forzosamente, que el receptor comparte las bases morales que la enunciación transmite, pues esos mismos preceptos, colocados fuera de una estructura humorística, no provocarían la misma reacción de complicidad en los espectadores. Lo más común es que, una vez despojado de su estructura cómica, el individuo que asimila el mensaje cuestione, o rechace, el precepto axiológico que subyace en el chiste.
Ignorar esta importante condición del humor lleva a un equívoco de confrontación de difícil trasiego. Una vez en la avalancha de la opinión festinada y la pasarela enunciativa que las posibilidades comunicativas hoy permiten, podemos arribar a diálogos de sordos que solo tributarían a los mismos patrones de juicio hegemónico que, según declaración desiderativa constante, se pretende erosionar. La diferencia de criterio es una condición humana y ocurre, quiérase o no. La sociedad solo consigue canalizar tendencias de opinión que predominan según se den por aceptados en determinados contextos. Insisto en que no se me ocurre pensar que todos deban pensar como yo, sino en que cada uno piense. De ser así, la crítica podría existir sin recibir el efecto de pandilla con que se le premia, sea justa o no. Si el criticado supone además en peligro su sustento a partir de las consecuencias de la crítica, lo cual entraría en teorizaciones que atañen al mundo del trabajo, la reacción deviene acusación y, en acto sumarísimo inmediato, en culpabilidad juzgada. La decapitación, física y moral, es frecuente en el ámbito de las reacciones.1
Por tanto, nuestra crítica es magra en cantidad y tendenciosamente elogiosa. A esto se suma que, en el caso de las reacciones que al humorismo atañen, pulula la falta de conocimiento, el desdén por el rigor analítico y hasta la desorientación en perspectiva política, o social, de los cuales se toman síntomas superficiales (válidos para estructurar el chiste) como si fuesen axiomas de filosofía elemental. He llamado la atención acerca de lo agresivas que suelen ser las reacciones de nuestros creadores —de cualquier ramo— cuando reciben críticas negativas, aunque los señalamientos apunten solo a pequeños detalles de la obra. La agresión reactiva ha llegado en más de una ocasión al descrédito moral y personal del crítico. Por su parte, pocos satíricos soportan con la tranquilidad y tolerancia que reclaman al público, o a las instituciones, una sátira emitida en su propia dirección. Algunos acuden a la burla, aun cuando la crítica que han recibido sea respetuosa, y hasta justa.
Por tradición, sobre todo a partir de Moliere, los autores cómicos han asumido lo ridículo como objeto de sátira, con el declarado objetivo de corregir las costumbres por medio de la risa. Es una visión raigalmente aristotélica que resurge cada vez que la popularidad de lo cómico incita a la institucionalidad dominante. La historia de Tartufo es un ejemplo modal que parece olvidado —o ignorado— a estas alturas. La polémica actual pone en evidencia la permanencia de esta tradición y revela hasta qué punto la capacidad del humor de levantar ronchas allí donde menos lo imagina, además de en las zonas del tejido social a las que el creador humorístico se dirige, trasciende la especulación acerca de los sentidos posibles del enunciado artístico.
¿Podemos apreciar, sin riesgo de errores en el proceso de interpretación, el sentido exacto que busca la comedia?
La comicidad depende, en primer orden, de la ambigüedad interpretativa de los discursos que la comedia pone en perspectiva. La estrategia de disposición de esas ambigüedades subyacentes es fundamental para la creación; por tanto, el creador de lo cómico no solo ha de tenerlas en cuenta, sino que deberá ordenarlas según sus intereses expresivos. Este proceso lo lleva a confrontar, quiéralo o no, sus propias estrategias axiomáticas con los preceptos del espectador, que es un cuerpo social compuesto por múltiples sujetos y no una masa homogénea.
En suma, nadie elabora un chiste sin pensar en la estrategia ideológica que pone en perspectiva cómica, aunque este haya surgido sin previas intenciones. Más que un derecho, es una norma humana. Y al mismo tiempo es derecho y norma humana, la aceptación o el rechazo de esas estrategias ideológicas.
Si se aborda un tema tan serio y sensible a nuestra sociedad acudiendo a síntomas aislados del fenómeno, sin argumentos o ejemplos, es de esperar que se genere un caos de confusiones. Cuando el humorista, siguiendo la tradición de Moliere, acaso sin conciencia de ello, aspira a corregir la conducta social mediante su representación satírica, no solo corre el riesgo de ser rechazado por determinados grupos de individuos, sino, además, se expone a colocarse al servicio de un poder otro cuyos valores fueron puestos en entredicho por el poder inmediato que está satirizando. En ese entramado de poderes que entre sí compiten, se halla la ideología política del humorista. Esta se manifiesta según sus individuales intereses y acorde con las demandas sociodemográficas del público. Dentro de ellas, se encuentra el poder de la entidad empleadora, algo que la mayoría de los teóricos no se detiene a considerar, tal vez porque es un tema básico de la sociología del trabajo y no de la expresión estética.
Tendríamos que relacionar los tipos de humor con los tipos de público a los cuales se dirige. Me parece un acto de anomia institucional de la TV cubana, considerar que el tipo de público masivo elemental e inculto, debe seguir siendo potenciado en espacios estelares de emisión. Abunda, es obvio, y no hay por qué obviarlo en la programación. No estoy llamando a desterrar esos programas. Pero el rol educativo que le corresponde a toda televisora pública, necesita más bien un humorismo de reto en su complejidad, capaz de «corregir» la insuficiencia del espectador con la revelación de su incapacidad para entender el chiste. Si bien es criticable el facilismo asumido por muchos humoristas, el facilismo institucional es inadmisible. Cuando ambos se unen, es gigantesco el paso atrás en la superación estética, social y cultural del pueblo. La demagogia complaciente triunfa.
En el actual panorama, de la TV al espectáculo escénico, cunde en el humorismo el facilismo que apunta al personaje vulnerable, sobre todo aquel que ha perdido carta de representación social. Es otro síntoma de facilismo pues estos personajes pueden recibir el cachiporrazo del humorista sin que ningún justiciero se atreva a defenderlos. Abunda además la apuesta por el tópico viejo, superado o desfasado históricamente. De ahí que disminuya la efectividad del espectáculo y que se recurra a tanto sketch repetido, fuera de vigencia. Carlos Ruiz de la Tejera, por ejemplo, demostró que una buena pieza de humor se puede repetir infinidad de veces, sin que por ello pierda su comicidad esencial. Lo hizo también Octavio Rodríguez, Churrisco.
No estamos ante la disyuntiva de prohibir el humor, la sátira, o cualquiera de sus variantes genéricas, ni de convertirlas en píldoras educativas. Sería una idea tan absurda, que traería un boomerang incontenible, sobre todo desde el punto de vista político y social. Urge, sin embargo, que sus creadores no se consideren “por encima” de la sociedad, exclusivos portadores de los juicios sociales, sino elementos de contribución social. Cuando el humor llega así, de esa manera, la soga se revienta. De persistir en su intocable superioridad, pienso, a riesgo y cuenta propia, deberían apostar por empleadores de menos compromiso con el desarrollo cultural de la nación. Sitios hay por doquier y, si de verdad su talento llama a triunfo, no es tan fiero el león.
1 Sobre la crítica y sus vicisitudes, también en Semiosis (en plural) “Espectros de la crítica” y “¿Es la crítica ciencia, o sobresalto?”
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