Estamos en la Buenos Aires de 1918; aún no han terminado la Primera Guerra Mundial ni las disputas locales entre aliadófilos y germanófilos. Una enorme mansión familiar, frente a la Plaza San Martín, vive su propia y pequeña revolución. Desde días atrás, un ejército de criados, tapiceros, enceradores, electricistas, changadores y plomeros lo ha invadido todo, en un torbellino de constante movimiento. La casa suena, retumba, cruje, tiembla, colmada de voces, suspiros, músicas, roces de rasos, de seda, de terciopelo. Se mueven los pianos, de un salón al otro; el aire de los cuartos se satura de perfumes y colonias y del aroma de las viandas, traídas de las confiterías del Gas, del Aguila o de las profundidades de la cocina propia. Una hija del matrimonio Oliver-Romero va a ser presentada en sociedad con el baile de rigor.
Pronto sólo se oyen valses o tangos, tocados en vivo por orquestas, y el rumor de risas y de conversaciones. Hay, no obstante, dos personas inmóviles, fuera del torbellino giratorio que se expande sobre la planta baja: una niña y una muchacha menuda, morena, apenas mayor que la debutante miran desde el piso alto las parejas que danzan. Bajo el vestido de fiesta de la joven se ocultan dos piernas laceradas por la polio, que no volverán a caminar. No será ella, sin embargo, la que se queje de su aislamiento: «Me pareció tan natural que al no bailar yo no bajara, como que a mi segunda hermana no se lo permitieran por ser demasiado joven para que la “presentaran”».
Se podría haber augurado, para esta muchacha limitada a mirar la danza de los otros, un destino quieto y triste, de ostracismo y resentimiento. Nada menos exacto, sin embargo. María Rosa Oliver (1898-1976), como su entrañable amiga, Victoria Ocampo (1890-1979), tendió un puente verbal entre culturas diferentes: fue corresponsal y traductora de escritores notorios, e interlocutora apreciada por las figuras culturales más relevantes de su tiempo. Como Victoria, y ya independiente de los periplos familiares, se convirtió en asidua viajera, e incluso la excedió en la audacia de ciertos recorridos.
Así, fue capaz de instalarse, con su silla de ruedas, en un viejo avión soviético biplano, que la llevó por Rusia y por China, donde conoció nada menos que a Mao Tsé Tung. María Rosa secundó a Ocampo durante muchos años en la gran empresa de Sur (estuvo a su lado en la fundación con Waldo Frank y fue una inapreciable colaboradora); fundó, también junto a Victoria, la Unión de Mujeres Argentinas, empeñada en la lucha por la igualdad de derechos civiles que el Parlamento, en 1935, quiso conculcar. Las dos, fervientes antifascistas, ayudaron a la España republicana y protegieron a perseguidos y exiliados.
Pero la manera de percibir y narrar la propia vida, de actuar ante lo vivido y lo interpretado las diferencia. Desde muy niña ―si hemos de creer a esta magnífica artista de la memoria que nos dejó Mundo, mi casa y La vida cotidiana― a María Rosa la perturbaron las desigualdades en el orden del mundo. No se trataba sólo de la subordinación de las mujeres, presas en una jaula de oro, si pertenecían a la clase alta; menos aún se trataba de la enfermedad que le había robado a ella misma buena parte de los gozos terrestres: «a nadie podía culpar de mi mal. Y si a nadie podía pedirle cuentas, lo mejor sería, en lo posible, no tomarlo en cuenta», escribió en La vida cotidiana.
Aunque quizá esta asimetría irremediable y dispuesta por la naturaleza la haya vuelto crecientemente sensible a las asimetrías subsanables que calificó, sin eufemismos, como injusticias, y que atribuyó, no ya a la naturaleza, sino a la organización de la sociedad.
Ya antes de la parálisis, en los veraneos infantiles de Mar del Plata, entendió que «todo el mundo» se refería sólo a los miembros de su misma clase («la gente que era, o se creía, dueña del país»); supo que si no la dejaban jugar con determinados chicos, calificados como «pilletes», era porque esos niños eran pobres, si bien nadie confesaba la verdadera causa («el privilegio no se atreve a nombrarse a sí mismo», afirmó en Mundo, mi casa). Una mirada implacable registraba las mínimas variantes de ubicación en la virtual «escala jerárquica» (comparada a los círculos celestiales del Dante) que ocupaban los comensales de «día fijo» en la gran mesa del abuelo, según se tratara de «finos» u «ordinarios», de provincianos (pero encumbrados políticamente) o de inmigrantes opulentos.
La misma mirada reparaba en que a los niños de la familia se les ocultaban los accidentes laborales (un pintor que se había caído desde el tercer piso, al no contar con las mínimas medidas de seguridad), acaso para que no supieran que «hay trabajos […] que hieren, matan, aplastan». El trabajo le parecía, por cierto, muy mal repartido en el pequeño mundo de la casa. Unos vivían en la elegante holganza (los tíos maternos, solterones, que sólo aspiraban a disfrutar sus herencias); otros (padre, madre, abuelo) se afanaban toda la semana pero descansaban el domingo, y otros (los sirvientes) debían trabajar siempre, aun en contra del divino mandamiento «santificar las fiestas»: «Claro que alguien tenía que cocinar, alguien servir la mesa, y qué mesa la de los días de fiesta! ¿Cómo sería una fiesta que todos, todos santificaran? Al imaginarlo configuraba algo parecido en sus consecuencias a lo que después, mucho después, supe que tenía un nombre: paro general» (Mundo, mi casa).
Similar susceptibilidad muestra ante otros personajes que se consideraban superiores ―étnica y culturalmente― a los argentinos, aunque se encontraran muy por debajo de ellos en la escala de la sociedad. No perdía una palabra de las charlas que mantenía Lizzie, su niñera escocesa, con sus colegas british que servían en casas de las afueras, a las que iban de visita y donde tomaban el té de las cinco con scons calientes y sándwiches de berro. Nunca faltaban, en aquellas sesiones, las críticas a los, y sobre todo las, natives: mujeres descuidadas y haraganas, que malcriaban a sus hijos y no se tomaban el trabajo de aprender a preparar un buen té a la inglesa. Las murmuradoras la miraban, «pero al parecerles que sus juicios se hundían, sin eco, en el pozo de mi ignorancia, o de mi inocencia, continuaban criticando a los nativos». Los siete años de María Rosa no obstaron para que una tarde, harta ya de tanta crítica, le recordara a Lizzie que después de todo, ella era una native también, aunque de Escocia…
«Nuestras preferencias y nuestros recuerdos son fieles reflejos de nuestros impulsos más recónditos. Dime qué recuerdas y te diré quién eres», comentó Victoria Ocampo en una elogiosa, conmovida reseña de Mundo, mi casa, aparecida en Sur en 1965, cuando ya se habían perdido la armonía y la profunda comunidad de fines e intereses entre la revista y María Rosa Oliver, aunque no el indestructible cariño entre las dos amigas.
Por cierto, en la niña, adolescente y joven de estos dos libros, ya asomaba la luchadora social, la que iba a enrolarse en la izquierda, fuera de la burocracia partidaria, sin perder nunca las raíces criollas ni la independencia de pensamiento. La que sabía, cuando se declaró la Guerra Civil española, «qué lado era el mío», y la que por ese lado «prosiguió el camino». La que atesoraba la crítica ironía del padre hacia la política exterior británica y la situación colonial de la Argentina, o las prevenciones del abuelo hacia los Estados Unidos de Norteamérica.
No olvidó María Rosa que el abuelo Romero se había disgustado con su hija cuando sus nietas le mostraron unas medallas con simpáticos ositos que Theodore Roosevelt ―hospedado en la vecina embajada estadounidense― les había regalado, convencido acaso, como lo estuvieron otros políticos, de que en las relaciones internacionales la seducción empieza por los niños, o por los ositos: «M´hija, ¿por qué las dejaste? ―le reprobó al enterarse y agregó― ¿No sabés que éstos lo que quieren es tragarnos?» (La vida cotidiana).
Eso no le impediría a María Rosa vivir y trabajar en los Estados Unidos, cuando juzgó que las circunstancias históricas mundiales así lo requerían (de ese período se ocupó sobre todo en su último libro de memorias, inconcluso y menos trabajado literariamente: Mi fe es el hombre). Como señala la historiadora Hebe Clementi, su biógrafa, María Rosa, traductora y amiga de Waldo Frank, creía también en la «idea unificadora del destino americano», convergente en una creación cultural singular y vigorosa, y apostaba, sobre todo, a la cooperación mutua en la lucha contra el fascismo. Así, comenzó una intensa actividad como asesora en la Oficina Coordinadora de Asuntos Interamericanos, creada por el gobierno del otro Roosevelt en 1940, y que se hallaba a cargo de Nelson Rockefeller, con quien entabló una relación de respeto y amistad.
Desde luego, este vínculo con los EE. UU. cambió fundamentalmente durante los años que siguieron, con el macartismo y la Guerra Fría. La ex asesora ya no fue persona grata en el país donde había trabajado por una causa común, y así se lo manifestó, apenada, en una carta a Rockefeller que transcribe Hebe Clementi en su biografía. Dice en ella a su corresponsal que, fuera de las disidencias acerca del régimen económico más favorable para los pueblos, debe atenderse a lo que los pueblos quieren: vivir en paz y mejorar sus condiciones de vida; apela a su «sentido moral, que pude apreciar en los años que trabajé a su lado», «pidiéndole que haga algo para que en su país termine la locura bélica; para que no traten como delincuentes a hombres y mujeres que piden paz; para que no consideren un mal americano, o un traidor, a quien afirme que ambos regímenes pueden coexistir».
Para esa época, María Rosa, con otros intelectuales argentinos, como Ernesto Giudice, Fina Warshawer, Norberto Frontini, Leónidas Barletta, ya formaba parte de Partidarios de la Paz; era miembro del Concejo Mundial por la Paz, y en tal calidad participó del Congreso Mundial de Viena, en 1952. En esta década (de 1950 a 1960) tuvieron lugar, no sólo viajes europeos, sino los que la llevaron a conocer el «otro lado», el mundo comunista. Las aventuras geográficas, emocionales e intelectuales de ese período se coronaron con el Premio Lenin, que recibió en 1958 y que motivó, indirectamente, su ruptura con Sur.
Molesta por un comentario respecto al premio publicado en la revista, pidió que la retiraran del Comité de Colaboración. Pero jamás se retiró, ni la retiraron, de la amistad de Victoria. Si bien ésta lamentó que María Rosa, su «hermana menor» en el afecto, apoyara el comunismo ruso (para ella, otro imperialismo), «eso no impide ―escribió― que te abrace con un cariño que tiene hoy (eso sí) más valor que ayer”.
Si algo puede aseverarse sobre la personalidad de María Rosa Oliver es que se definió siempre por la afirmación amorosa, la buena fe o la fe en la posible bondad (y perfectibilidad) de los seres humanos y de las sociedades. Pudo haberse encerrado en un melancólico rencor ante su minusvalía física, pero extrajo, como señaló Victoria Ocampo, «fecundidad de lo insuficiente». No negó la religiosidad, sólo repudió la hipocresía de los que se consideraban católicos y estaban en las antípodas del Evangelio; incluso, en sus últimos años, se acercó a los sacramentos de la mano de un amigo, el padre Eugenio Guasta.
Quiso y respetó a personas muy diferentes, que creían en cosas dispares, con tal que fueran honestos consigo mismos y tolerantes con los demás. Y dejó, sobre todo, un legado extraordinario: sus libros de memorias, donde el tiempo a la deriva, que fluye hacia la destrucción, se condensa en unos ojos siempre alertas que recomponen el mapa perdido de los sentimientos, las percepciones, las costumbres, y que nos devuelven a nuestra contemporaneidad con una visión nueva, cristalina. A esos libros cabe aplicarles las mismas palabras con que ella definió su propia experiencia ante las obras de arte: después de contemplarlas, dice, «la atmósfera, la calle, los seres, los árboles, tenían otra nitidez, como si alguien, mientras yo estaba en el museo, le hubiese quitado a la realidad un polvo que la cubría».
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Tomado de La Nación
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