Los textos que Ángel Escobar reunió en Cuéntame lo que me pasa, en especial los que poseen una extensión regular, han tenido que existir sobreviviendo a un caos aparente, o lo que es igual: sobrevivir y salvarse de la propia materia que los ahoga. No hay jerarquías, y asimismo no existe ese logos después de cuyo ejercicio un escritor puede decir: me he apoderado al fin de la forma. Al no haber jerarquías de esa naturaleza, y necesitar el poeta el conjunto todo de sus visiones, los textos vienen a convertirse en un forcejeo muy denso, de una alarmante riqueza.
Estos relatos poseen aún la virtud de la transparencia que hay siempre en los hombres cuyo lenguaje es una mazmorra fruitiva. Lo vemos en esa petición, desesperadamente serena, de que alguien le cuente aquello que es intransferible. Se me ocurre que el título del libro podría figurar al frente de toda la obra literaria de Ángel Escobar, obra que es, por cierto, unos de los testimonios más acuciantes, en la literatura cubana contemporánea, de la autocomunicación, la autopercepción analítica. En los cuentos de esa injustamente olvidada colección, y creo que en la obra total de Escobar esas cuestiones adquieren una relevancia de primer orden. Se trata de necesidades cuya perentoriedad resulta abrumadora. Él sabía que la literatura se halla detrás del lenguaje, cuando el lenguaje no basta ni para empezar y sin embargo nos estrangula.
Autopercepción, autocomunicación: he aquí dos modos análogos del querer saber, del querer trascender la sombra de la existencia. Encontrarse con el cuerpo que la proyecta en esa escisión del yo como otro. Creo que en la prosa de Ángel Escobar, y acaso también en sus poemas, ocurre esa extrañeza del yo perplejo y angustiado por reconocerse en el otro del lenguaje, el otro que dicho lenguaje crea como respuesta a las preguntas de quien, con una especie de violencia, ha subrayado la falibilidad del lenguaje, ha desesperado frente a la irremediable insuficiencia de las palabras, y ha visto, sin horror ni impura afectación, cómo los actos más cotidianos resultan un genuino misterio.
Aquí, en este punto, la criatura para la poesía traduce el mundo de los demás con una perspicacia horadante, no así el suyo, que deviene un imposible no sólo ontológico, sino también del cuerpo. El cuerpo se siente en estas páginas como lo percibiría un poeta del trastorno, aunque sabemos, o creemos saber, que, de cierta manera, el yo desea no sentir el cuerpo, salvo cuando este alcanza a situarse en los límites, ya sean los del dolor, el desconcierto mental, o el placer del sexo. Sin embargo, a la larga, aquel imposible es, desde la metáfora, una falacia, puesto que la estirpe a que perteneció Escobar deja, por escrito, el dibujo de un rostro. Ese dibujo —hay que insistir en ello— exhibe lo que me aventuraría a denominar su indeterminación. La escritura formula obsesivamente una composición del suceso (externo o interno, físico o síquico, aunque estos deslindes no son sino esquemas muy rudimentarios), e intenta desdoblarse una y otra vez en pliegues donde el sujeto da la impresión de poseer cierta ubicuidad con respecto a varias realidades. Esta participación barroca y violenta del sujeto en su entorno es, precisamente, una participación fragmentada e integradora. El cuerpo del sujeto, en tanto unidad de carne y de mente, odia y necesita la fractura. La necesita para saber: depende del detalle y de sus sospechas. (Detallar es, de algún modo, sospechar.) Y la odia porque su comprensión de sí mismo se sustenta en la voluntad de atender para entender y, por último, comprender. Luego de lo cual, sin embargo, muy poco ocurre de esa comprensión.
Una última reflexión, sobre la prosa del poeta, la forma de sus relatos, el modo en que nos somete a lo extraño, mostrándonos luego cómo lo extraño es un fenómeno del yo, una irregularidad de las palabras: Cuéntame lo que me pasa vino a ser la imagen de una sensibilidad tantalizada por y atrapada en el mundo. Da fe de un proceso tras el cual un escritor quiere deshacerse ya del fragmento e ir al encuentro de algo más real, más sólido y unificado. Testifica, o quiere testificar, en favor de la certidumbre humana, la certeza del individuo. En favor de la solidez de eso que llamamos sujeto. Creo entender, además, que la conclusión de esa escritura (porque, en secreto e inconscientemente, quien no puede dejar de escribir también anhela demostrar algo, poner a prueba una intuición, ser el objeto de un exorcismo) alude al esencial desorden del mundo, a ese inevitable péndulo que nos obliga a movernos siempre, como lunáticos sin remedio, o como seres pertenecientes a la tragedia, de la gravedad a la gracia y del vuelo a la caída. Cuéntame lo que me pasa es aún, pues, el documento de un mirar oblicuo, de una participación unas veces centrípeta y otras centrífuga en la realidad. Su estilo destaca las autenticidades de lo anómalo y las anomalías de lo auténtico.
No es un mero juego de palabras. Uso aquí esa noción, lo auténtico, como correlato de lo cotidiano y lo común. Ángel Escobar escribió estas narraciones, tan disímiles, en busca de una especie de sosiego poético. En busca de compañías, de analogías, de pruebas de la estructura irracional del mundo. Aun cuando parece lo contrario, siempre estuvo diciéndonos que confiaba en sí mismo, que se sabía poseedor de la razón. Yo, al menos, quiero dársela por si acaso, por si las moscas, como se dice, aunque estimo que nunca le faltó. El resultado de su trabajo literario, uno de los más sólidos que conozco, tiene que ver con un hecho —con una imagen, quiero decir— que tal vez le era familiar; un hecho que me atreví a comentarle la única vez que hablamos de sus cuentos, única vez también que nos reunimos, hace más de veinte años, llenos ambos de una silenciosa perplejidad. Recuerdo que le dije algo así: es como si después de esas experiencias vividas por tus personajes no pudiera existir nada más. A lo que él repuso, con una sonrisa velada por el humo de un cigarrillo: después viene lo difícil.
Editado por Maytée García
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