El comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral. La serenidad del Cardenal Andrew Hagen se interponía entre sus hombres, que aun apuntaban al hombre de púrpura, y la entrada al salón. Le aseguro, comandante: solo han sido unos cuantos volúmenes mal colocados -insistió el Cardenal. Pero el militar le miraba receloso. Aquel estruendo, minutos atrás, no parecía el de un estante venido abajo. “El intruso”, había pensado, y partió a la carrera al frente de sus hombres hacia la Biblioteca Apostólica. Entrando al edificio, otro ruido inquietante, en el piso superior. “Un forcejeo”. Ordenó alistar las armas y tomaron las escaleras. El Cardenal Hagen les recibió circunspecto a las puertas del salón.
Ahora, comandante, proseguiré mi lectura -concluyó el de púrpura. Y, tras bendecirles, cerró las puertas ante sus silenciosos rostros helvéticos.
En la semipenumbra, el cuerpo sobre la alfombra no se movía más. El Cardenal le arrancó el manchado crucifijo de la aorta y bendijo los restos del intruso, ese impertinente Dan Brown.
(Antología Letras Cubanas)
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