No puede despegarse de la silla en la que se ha sentado tanto tiempo. Por mucho que lo intenta no lo logra, está adherida a su ropa, a sus carnes. Ha explicado que no sabe qué hacer con esa silla y por lo tanto no saldrá de su oficina, porque le da vergüenza salir con un mueble amoldado a su cuerpo. Sus colaboradores más cercanos le han dado ánimo, le han dicho: «Cuando comprendas que debes marcharte, la silla te dejará ir»; pero ella llora, se deprime por una silla que no sabía la amaba tanto. Pensaba que era una más entre las 30 mil del inventario de su empresa. Los subordinados que la odian, susurran por los rincones que no le ha bastado con llevarse otras cosas, sino que también ansía llevarse la silla que debe ocupar el que pongan en el nuevo puesto. Muchos intentan separarla, con diferentes métodos, pero definitivamente no logra despegarse de la silla, ni tan siquiera salir de su oficina: ¿Es que puedo salir si la silla no quiere que lo haga?
Le están dando un ultimátum: «Debes desocupar la oficina, y como es lógico dejar la silla que es un medio básico y tiene una historia». Vuelve a intentarlo, de nuevo, pero la silla se resiste. Los enemigos confirman que es ella la que ha buscado un adhesivo especial para no despegarse y desde el mueble, seguir ordenando. La han conminado a la salida definitiva, le recomiendan que tiene que ir a un médico, a un siquiatra. La llevan agarrada de los brazos, casi arrastrada, pero no logran separarla de la silla, ni del buró, ni tan siquiera de la oficina, ni de la empresa, ni de sus subordinados. Han pasado los años y aún no han encontrado un método para separarla definitivamente.
*Este texto forma parte del libro El señor de las tijeras (Ediciones Aldabón, 2019).
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