Nunca se sentía tan libre y feliz como cuando era llevada a la plaza.
El pueblo vitoreaba y clamaba cuando ella, como siempre, les respondía. Se hacía limpiar hasta quedar reluciente, luego vendría la soga para elevarla. Ella podía fallar, pero no temía. La altura prometía una caída vertiginosa y mortal. Eso le gustaba, no era su primera vez. El vocerío se incrementó cuando la vieron allá arriba.
Sabían que iba a caer en cualquier momento, pero eso no les importaba, solo querían sentir la sangre brotar. El momento llegó. La soltaron.
El pueblo calló su grito. Mucha tensión. El aire silbó a sus costados.
Cortó el viento, la carne. El hueso. Solo cuando la cabeza rodó, embarrada de sangre, aplaudieron y clamaron su nombre de nuevo.
(Antología Letras Cubanas)
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