
A propósito del 114 aniversario del natalicio de la escritora y periodista Dora Alonso, autora de obras trascendentales de la literatura infantil como El cochero azul y las Aventuras de Guille, Cubaliteraria comparte un cuento de la compilación Juega la dama, obra que agrupa dieciocho relatos escritos en diversas épocas —algunos inéditos— signados por un denominador común: todos los protagonistas —seres humanos o animales— pertenecen al sexo femenino. Al decir de Eduardo Heras León para el prólogo de la edición de 1989, publicada por Letras Cubanas:
Estamos en presencia, pues, de un muestrario de evocaciones, anécdotas, conflictos y alucinaciones que la mano maestra de Dora resuelve en las ceñidas cuartillas de un cuento. Desde «El hijo del diablo» (1944) hasta los tres cuentos escritos en 1987: «La extraña muerte de Juana Urquiza», «Pollo a la jardinera» y «El regreso de Abilio Arguelles», el lector puede seguir con absoluta claridad y limpieza, la amplia parábola que nuestra gran narradora ha ido trazando a lo largo de toda su obra: una mirada en profundidad a los vericuetos del alma de sus seres de ficción, que parecen respirar a través de sus páginas, catalizada por un lenguaje que, al paso de los años, ha ido ganando en calidad expresiva, y que alcanza su paradigma en ese extraordinario relato que es «Sofía y el ángel», vertedera joya de la cuentística nacional.
Poco queda por decir de la obra de Dora Alonso que los especialistas no hayan señalado. Y ahora, este nuevo libro de rara coherencia, donde ofrecemos algunos textos recientes, nos devuelve otra vez a esta gran señora de las letras cubanas como siempre la conocimos y soñamos: recia y sabia, batalladora y tierna.
El hijo del diablo
La viuda del yerbero recorría el trillo con sus pies desnudos. El sol quemaba los retoños del ceibo de manera terrible.
«Pobre y sola son dos pobrezas juntas —pensaba Ma’ Calunga—; pero pronto llegará mi hijo, que guardo en mi cuerpo como el frijol en su vaina». La idea la contentaba mucho, y sus pies negros, de dedos aplastados, caminaban de prisa.
Ma’ Calunga es dueña de un buen machete. Con él corta yerba del arroyo, que siempre cruza cantando y azorado. Ata los mazos con ariques, los pone a la cabeza y regresa al hogar solitario, donde el marido difunto trabajó para ella y la amó.
«Hoy come mi vaca —sigue pensando bajo el sol—, pero yo no. Ni casabe tengo, ni carne de puerco, ni guayaba».
— … carne de puerco, ni guayaba —repiten las flores del palo vestido, el temblor oloroso de los paraísos y la voz fina del tamarindo, que tiene hojitas de plumas como el nido del tomeguín.
Cerca del trillo, sobre la yerba de guinea, se ve un huevo muy grande, grande y blanco. Ma’ Calunga se acerca y sonríe. Ya tiene comida.
Al poco rato el fogón estalla en gritos; manotea, chilla… ¡El caldero más hondo, hondo y redondo como un pilón, recibe el huevo! De cáscara dura, que parece laja de río, brinca y bulle cuando el agua hierve y lo ataca.
Sale un murmullo raro del caldero…, pero la hambrienta no oye, no ve. A golpes brutos parte ella la comida que le trajo el camino. Primero, es la blandura bajo la cáscara; luego, la masa amarilla de la yema dura. Está sabroso con sal de la jícara, miel de abejas y agua de pozo, fresca. La hamaca se mece sola cuando la viuda cae en ella a dormir.
Afuera, en la sombra de la noche, parece que relampaguea y truena, que el viento se sofoca y tose. Es la mujer del diablo, llorando porque alguien se llevó su nidal de la yerba de guinea. Era su primer hijo; lo había puesto a la media tarde y, en un descuido, al ir a lavarse los pies en el ojo de agua, otra mujer llegó con su hambre y se lo robó.
Al escuchar sus quejas, el marido la tranquilizaba:
—Espera un poco. El día que la viuda para, parirá dos hijos. Uno será tuyo, y entonces vendrá la hora de quitárselo.
Crecía cada día más el vientre de la Ma’ Calunga, la que miraba la sangre chiquita del flamboyán, el maizal crecido y las ramas de la cañabrava sobre el río, para que el hijo oculto no temiera la hora de nacer, si pensaba que el mundo era feo.
«Será lindo y fuerte —así lo soñaba—. Dueño del monte, el guayacán será su amigo. Todos los bravos serán sus compadres».
Nueve veces se agrandó la luna. A la mujer le llegó la hora y su entraña desprendió dos frutos. Uno de los niños era tierno, como son de tiernos los recién nacidos; tenía ojos negros y brillantes que atraían al vuelo de las mariposas. El otro, ¡ay!, como gato jíbaro, mostraba zarpas; pero resultaba reidor y gracioso. A los dos los quiso la viuda del yerbero.
Dobló el día la rodilla. En los redondos pechos de dulce melón de agua de la recién parida se juntaron las cabecitas de los dos muchachos. Se le durmieron sobre el pecho y, cansada del parto, cerró también los ojos…
Sería la medianoche y cantó el gallo. La mujer del diablo llegaba a la puerta del bohío de Ma’ Calunga, que alertó su oído, tan fino que puede oír el cruce del majá en la sabana.
—¿Quién va, a esta hora de Dios… ? —pregunta claro.
Se asusta la diabla, coge miedo. No se atreve a entrar a la casa. Al escuchar el resuello de la que está a la puerta, el niño malo muerde el pezón repleto, y la leche tibia y dulce de Ma’ Calunga le baña los ojos cerrándoselos, durmiéndolo…
Hasta contar diez años vive la madre junto a sus jimaguas. Está contenta con su suerte: Los muchachos son fuertes, sanos y trabajadores. Rajan leña para el fogón, sacan agua del pozo, aprenden a enyugar los bueyes. Y si cierto es que uno de los niños mata los pichones en el nido y prefiere la oscuridad, de cualquier manera la viuda del yerbero ya no se siente sola. Pero la otra madre tiene buena memoria y aburre al marido con sus reproches:
—Mi hijo crece en casa ajena y aprende malas mañas. Me lo robaron de la yerba de guinea. Estaba al sol en la yerba de guinea…
—Busca el camino de irás y no volverás. Los jimaguas siempre van por él cuando salen a buscar leña. No tienes más que agarrarlo y traerlo contigo.
—El hijo del yerbero tiene un perro tan bueno que si el muchacho siente miedo, el perro lo adivina y viene en su ayuda. Muerde y no suelta el perro del hijo del yerbero.
—Lo amarraré con soga de culebra y candela. No podrá morder, no podrá ladrar. La boca del perro será de palo.
Muy contenta se puso la doña. Se vistió su bata colorada y se fue en busca del camino de irás y no volverás.
A las doce del día, con el sol parado en el centro de la tierra, los jimaguas se despidieron de su madre.
—La bendición, mamá. Nos vamos a cortar yerba, a buscar leña…
—Dios los bendiga, mis hijos. Vayan por el camino sin joroba. Si oyen cantar a la gallina como gallo, no busquen su nido. Pudiera traer desgracia. Y si la tojosa llora tres veces, vuelvan a la casa sin querer escucharla.
El camino de irás y no volverás era arrugado y viejo, por tantos pies que lo habían pisado. Con arrugas de cangilones y cejas de manigua. Sobre su lomo caminaban los hermanos. Silbaban, tiraban piedras, miraban volar las tiñosas y buscaban peonías.
Apareció una gallina negra. Cantó como gallo. Posada en un tronco de mango quemado por el rayo, cantó como gallo la gallina negra. El hijo del diablo enseguida la siguió; el del yerbero no detuvo los pasos en el camino sin joroba. Al llegar al lugar que necesitaba, sacó su machete y empezó a cortar yerba. En ese momento cantó tres veces la tojosa. Parecía llanto de gente que padece. El hijo del yerbero se enderezó, dispuesto a regresar a la casa, y como la diabla ya había hecho su trabajo por otro lado, llegaron los diablos, y al frente de ellos venía su hermano.
Rápido como el viento echó a correr el hijo bueno de la viuda y se subió a una mata de güira. Antes de que sus enemigos lo cercaran, tuvo tiempo de arrancar tres güiritas y esconderlas dentro de su camisa.
Al pie del árbol, los diablos empezaban a golpear el tronco, para hacerlo caer, mientras cantaban al compás del hacha:
Konquiti, ¡kon!
Mayombe no pue…
Konquiti, ¡kon!
El tronco se afinaba: casi era bejuco de tibisí. De arriba tiraron una güira, y cuándo tocó tierra, creció el tronco de nuevo.
—¡Ah, carimba!
Otra vez hacha y canto, canto y hacha.
Al caer la tercera güira, el hijo de M’Calunga lloró en lo alto de la mata. Los otros ya subían con el hacha y el canto.
Lejos de allí, el perro luchaba por zafar la soga que el diablo le había puesto en el pescuezo.
Más que el caimán mordía sobre ella, y la rompió. Con la boca llena de espuma se tragaba el camino… Venía tan bravo como un río crecido.
AI llegar a donde debía ir, el perro se tiró sobre la cosa mala y acabó con ella. Pero no con el hijo del diablo, porque su amo dijo:
—Él no es bueno, pero estuvimos juntos en el corazón de mi madre.
Escondida en la maraña del guao lloraba la diabla. Recogía sus lágrimas en una cáscara de coco, y las tiraba al río.
Por eso murieron las jicoteas.
(1944)
* * *
Tomado de Dora Alonso: Juega la dama, Editorial Letras Cubanas, 1989, pp. 19-23.
* * *
Sobre la autora
Doralina de la Caridad Alonso y Pérez- Corcho, más conocida en el mundo literario como Dora Alonso fue narradora, dramaturga, poeta y periodista cubana considerada como una de las más importantes escritoras para niños. Nació en Matanzas, el 22 de diciembre de 1910 y falleció en La Habana, el 21 de marzo de 2001. Es la autora cubana para niños más traducida y publicada en el extranjero. Es la creadora de Pelusín del Monte, considerado el Títere Nacional. Entre sus libros se destacan: Tierra inerme (Casa de las Américas, La Habana 1961. Colección Premio); El valle de la Pájara Pinta (Casa de las Américas, La Habana, 1984. Colección Premio); El cochero azul (Editorial Gente Nueva, La Habana, 1975); Palomar (Ediciones Unión, La Habana, 1979); Aventuras de Guille en busca de la gaviota negra (Editora Juvenil, La Habana, 1991) y Cocorioco (Editorial Capiro, Santa Clara, 2000). Entre otros reconocimientos, mereció el Premio Casa de las Américas por la novela Tierra inerme (1961); Premio Casa de las Américas en la categoría de obras para niños y jóvenes con El valle de la Pájara Pinta (1980), Distinción por la Cultura Nacional (1981), Distinción Félix Varela de primer grado (1988) y el Premio Nacional de Literatura (1988).
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