Alfonso Hernández-Catá nació en Aldeadávila de la Ribera, Salamanca, España el 24 de junio de 1885 y falleció en Río de Janeiro, el 8 de noviembre de 1940 fue un periodista, escritor, dramaturgo y diplomático hispanocubano. Tuvo una relación estrecha con Cuba adquiriendo la nacionalidad en 1907, fecha en la que publicó su primer libro, Cuentos pasionales que tuvo un gran éxito entre los lectores.
Es uno de los más reconocidos narradores de la Primera Generación Republicana de Cuba. Escribió numerosos relatos, más de veinte novelas, obras dramáticas, ensayísticas y su único libro de poesía: Escala, publicado en 1931. Además, mantuvo un prolífico epistolario con José Antonio Ramos, Max Henríquez Ureña y José María Chacón y Calvo. Como escritor tuvo un estilo crítico y especulativo. Mostró un espíritu cosmopolita al que atraían los temas sensuales y decadentes. Destacó en el género del relato realista con elementos naturalistas, por ejemplo «Cámara oscura» o «Los monstruos», aunque no renuncia al estilo del modernismo; sus personajes suelen ser de una psicología patológica o anormal. Entre sus libros destacan Pelayo González (1909); Los frutos ácidos (1915), compuesto por las novelas cortas «Los muertos», «El laberinto» y «La piel», en torno a la pérdida de valores de la sociedad moderna; El bebedor de lágrimas (1926) y La voluntad de Dios (1930). Otros títulos suyos son: Los siete pecados (La Habana, 1920), Estrellas errantes (Madrid, 1921) y El Ángel de Sodoma (Madrid, 1928).
Compartimos el cuento «La hermana» del volumen Cuentos pasionales (1907), de Alfonso Hernández-Catá
La hermana
Se hizo preciso adelantar la marcha, porque a la salud de Lucio no era propicio el tráfago urbano. Cuando llegaron a la quinta, ya los árboles tenían retoños verdes, y de noche, los jazmineros enredados en la verja envolvían la casa en su fragancia pesada y mareante.
La sexagenaria paralítica se negó a que su hijo fuese llevado al manicomio. ¿No hubiese sido cruel confinar a un hombre a quien la pérdida de su esposa privara de razón? Por eso, contra los consejos unánimes de los facultativos, ella opuso, blanda y tenaz, su resolución de madre cariñosa:
—Lo llevaremos a la quinta. Allí, en el campo, sin más compañeros que los viejos guardas y yo, tal vez olvide su obsesión; sin ver mujeres…
Fue un suceso trágico y doloroso: Ante el cadáver de la esposa, virgen dos meses antes, Lucio tuvo el primer acceso. Inclinado sobre el ataúd, acarició a la compañera frenéticamente; mordió los labios fríos, y cuando para alejarle desagarrotaron sus dedos enlazados a los de ella, las manos muertas y las vivas ofrecían igual rigidez.
Desde entonces, la vesania erótica conturbó todo su organismo. El dolor moral, la desolación del alma y del cuerpo, abandonados por el espíritu y la carne fraternos, tuvo una localización morbosa. Apenas derramó lágrimas. Vuelto en sí del largo desmayo, ni la nombró siquiera; pero la veía viva en todas las mujeres núbiles. Bastábale la visión de una mano, de una prominencia temblante bajo las vestiduras, para imaginarla y desear volver a ser su dueño. Era un gran duelo muscular y nervioso, un ígneo recuerdo perenne de la médula y de la piel.
Hubo necesidad de prescindir en la casa de las sirvientes jóvenes, porque en las tardes de primavera, cuando la atmósfera se carga de deseos y perfumes disueltos en una laxitud infinita, Lucio las perseguía lanzando alaridos faunescos, abrasado de lujuria, como uno de aquellos sátiros fabulosos que violaban a las ninfas en las florecidas praderas llenas de optimismo y de luz.
Y fue inútil atarazarle las manos —¡Tristes manos antaño laboriosas, que ahora, al servicio de su locura, eran inconscientes verdugos!—. Su imaginación suplía todo contacto. La cordura, en vez de extinguir su llama, esparcióse por los sentidos dotándolos de máxima sutileza. ¡Cuántas veces al hallarlo víctima de una convulsión espasmódica vieron su mirada de alucinado resbalar por la curva suave de un mueble o fija en la lejanía azul, donde las nubes eran definición extraña de algo gracioso y femenino!
En la quinta gozó algunos días de reposo. Se alzaba temprano del lecho para bajar al establo con Fermín, el viejo sirviente. Allí veíale ordeñar las vacas. Una cobriza, acariciábale con el mirar humilde de sus grandes ojos castaños, y ofrecía dócil el testuz a la mano enferma, mientras la leche de sus ubres coronaba la jarra de un penacho trémulo y tibio. Luego paseaban hasta mediado el día. Por las tardes, sentados en la azotea, desgranaba con lentitud los parajes tranquilos de un libro elegido exprofeso: raro libro donde una humanidad, exenta del azote lujuria, tejía una fábula pueril. Después, paseaban otro rato. Y el método de esta existencia mansa era benéfico para la salud de Lucio. Solo de vez en vez, la vista de cualquier objeto traíale por prodigiosa gradación de ideas el recuerdo temible. El criado no conseguía siempre alejar a la intrusa.
—Mira, Fermín… ¿Ves esa onda que ha engendrado la piedra al caer en el lago? ¿Ves cómo se desarrolla blanda, lenta, en una curva toda armonía? Pues así son los flancos de ella… ¿Tú no la has visto desnuda?.. ¡Oh! yo te diré: tiene el pecho…
—No piense en eso, señorito.
—Dos senos perfectos, ubérrimos de voluptuosidad.
—Señorito Lucio… marchémonos de aquí… Se enfadará la señorita si habla usted de eso.
Poco a poco, las trágicas evocaciones fueron más frecuentes. Otra vez hízose necesario vigilarlo durante la noche. En el fondo de las ojeras verdosas, los ojos tornaron a fulgir con esplendor de cirios. Las manos y las orejas, casi transparentes, adquirieron tintes azulosos; a la influencia del recuerdo todo él vibraba como un arco. Dijérase que desde el sepulcro, la esposa, amorosa y cruel, exigía el fin de la separación.
Progresivamente, todo llegó a excitarle; el tacto de un cuerpo suave y terso, el gusto de cualquier manjar ácido, el ulular del viento entre las frondas. La Purísima Concepción fue desterrada del oratorio con la mácula de los pensamientos de Lucio. Algunas noches Fermín percibía su respiración acelerada.
—Señorito… señorito Lucio: ¿qué tiene usted?
—¡Cállate!.. ¿no notas el olor?
—Son los jazmines del jardín… Quedaría alguna ventana sin cerrar.
—¡Oh! no, no… ¿Tú sabes quien tiene ese perfume?.. Es ella que ha venido.
Y mientras el enflaquecimiento de aquella ruina física se crispaba epilépticamente, el nombre de la esposa surgía entrecortado, una vez, otra, muchas veces, hasta llenar la estancia, donde parecía todo más grande, más triste…
Al finalizar mayo, un acontecimiento hizo que la madre, siempre reacia a recluir al viudo, adoptase una resolución evitada hasta entonces. Lucio, en un acceso de furia, maltrató al viejo servidor. Hacíanse precisos los cuidados de otra persona a quien Lucio respetara y quisiese: —¡Ah, si ella pudiera moverse del sillón, estar siempre a su lado… Con ella nunca dejó de mostrarse cariñoso y sumiso, casi normal—, y fijo el pensamiento en su otra hija, decidióse a escribirle una carta henchida de lamentos, por cuyos renglones erraban sollozos y suspiros de angustia: «Tú no tienes niños… Son unos meses, solo unos pocos meses que sacrificas a tu esposo… Piensa en mí… Tu hermano, nuestro Lucio, morirá si no como un perro». Vino la hermana.
Lucio la reconoció perfectamente. Apenas hablaron de su enfermedad, aquello, según frase de él, solo era un desequilibrio nervioso que subsanaría una alimentación sana. Durante la cena, encauzóse la plática por el camino llevadero a los días pretéritos, lejanos. Lucio rememoró escenas infantiles, cuando eran los dos colegiales y él hacía valer ya su autoridad de primogénito. —¿Te acuerdas cuando reñí con un chico rubio por ti? —y animado por el éxito de su memoria, iba encadenando los recuerdos con asombrosa precisión: —¿Y cuándo te examinaste de solfeo y confundiste un silencio por un becuadro? ¿Te acuerdas?—. Ella, viendo pasar por la conversación exenta de exaltaciones de Lucio, toda la sarta de pequeños incidentes cuyos recuerdos decían ecuánime lucidez mental, miraba sonriendo a la madre, procurando leer en sus ojos, gozándose en suponerla víctima de un temor excesivo, diciéndose para justificar sus pensamientos: «El mucho cariño… Tal vez los años…».
A principios de junio el tiempo tuvo una alteración regresiva. Del norte soplaron vientos fríos, y de nuevo, como en las mañanas invernales, se hizo el agua hielo en las junturas de las piedras. Lucio hubo de levantarse bien entrado el día, de renunciar a las escenas geórgicas del establo, donde la mansedumbre de los ojos bovinos parecía interrogar por aquel que acariciaba el cobrizo testuz, mientras el tesoro de las ubres desbordábase en el jarro coronado de espuma humeante y blanca.
Aquella mañana, cuando la hermana fue a llevarle el desayuno, él no estaba despierto como de costumbre. Tuvo que llamarle blandamente:
—Lucio… Lucio.
Tardó algún tiempo en despertar.
—¡Perezoso, despierta!.. Lucio…
Luego de abrir los ojos, incorporóse para preguntar a la hermana:
—¿Hace mucho rato que estás?… ¿Cuándo viniste?
—Acabo de entrar ahora… ¿No has descansado bien?
—¿Y te han visto?.. ¿Te ha conocido alguien al venir?
—Pero, ¡qué dices!
—¡Oh, si lo supieran… si supieran que habías llegado…!
Ella vio en el fondo de sus ojos dos llamas siniestras, y quiso huir; pero él, felino y rápido, saltó del lecho. Su desnudez lamentable temblaba bajo la camisa insuficiente a cubrirla. Fuese hacia ella, y mientras le desgarraba los vestidos, oprimióle con su boca la boca, sin dejarla gritar.
—¡Lucio!.. ¡Suéltame!.. ¡Qué horror, qué horror!
Medio desnudos lucharon largo tiempo. Ella se defendía desesperadamente, dándose cuenta de la probable monstruosidad. Él, multiplicando sus ataques, combábase sobre ella, frenético. En la estancia solo se oían las respiraciones jadeantes; por el suelo exparcíanse los jirones de tela; en la carne, las manos imprimían hondas huellas moradas. Hubo un momento en el cual todo el cuerpo de la hermana sintió el contacto del cuerpo de Lucio, en tanto se ensangrentaban sus labios bajo los labios del sátiro. Entonces, inconsciente ya, le atenazó el cuello para repelerle. Aún lucharon algunos segundos. Ella apretaba con fuerza, con todas sus fuerzas, hasta que pudo comprender que ya solo ella oprimía… Pero luego, sus gritos resonaron afuera clamorosos y trágicos.
Y el polvo que levantó el cadáver de Lucio al batirse contra el suelo, se hizo luminoso en un rayo de sol.
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