
Sobre el autor
Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 12 de febrero de 1910 – Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000) fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino.
El joven Anderson Imbert comenzó a publicar artículos en la revista literaria del diario bonaerense La Nación y llegó a ser director de la página literaria del periódico socialista La Vanguardia. También colaboró en Nosotros y Sur. Cuando apenas había cumplido 24 años, obtuvo un premio municipal por su novela Vigilia y tres años más tarde, los ensayos de La flecha en el aire refirmaron la doble vertiente de creación y erudición en su labor intelectual.
Más reconocido en el extranjero que en su país natal, Anderson Imbert cosechó elogios por sus novelas y cuentos, pero también y sobre todo por sus aportaciones a la crítica literaria. Protagonizó una gran polémica con la obra Antiborges, libro que publicó junto a Pedro Orgambide y Raúl Scalabrini, donde denotaba la obra de Borges. En ella pronosticaba un futuro oscuro para la obra del escritor argentino, profecía que nunca se cumplió.
De su estilo literario se ha dicho que brotaba de una imaginación frondosa y a la vez acotada al europeísmo del Río de la Plata. Estructuras montadas sobre bases casi matemáticas y la pluma propia de quien da prioridad al raciocinio.
Como homenaje en el aniversario de su fallecimiento compartimos una selección representativa de sus relatos breves.
Fragmentos de su obra
Alas
Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
—¿Por qué no volaste, m’hijo, al sentirte caer?
―¿Volar? —me dijo― ¿Volar, para que la gente se ría de mí?
Arte y vida
Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a Stewart:
—¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del arte!
A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:
El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa: «Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte». Y, en efecto, resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda colgado de la horca.
Aquiles y la tortuga
Zenón: Homero contó muy bien cómo Héctor huyó al ver que Aquiles se le acercaba: tres veces dio vuelta a las murallas de Troya, y Aquiles siempre persiguiéndolo. Lo que no contó es que Aquiles, sintiendo que no podía estrechar la distancia, pensó: «¡Si Héctor fuera una tortuga!». Bien: en mi argumento contra el movimiento yo le he otorgado ese deseo. Solo que a Aquiles no le sirve de nada: cada vez que llega al punto en que estaba la tortuga, esta ya se ha adelantado y así infinitamente.
Meliso: Tu argumento es válido solo a condición de que lo despojemos de sus disfraces. A unos meros puntos en el espacio los disfrazaste de Tiempo. Les diste un pasado —la fama de los pies ligeros de Aquiles y de las patas lentas de la tortuga—, un presente —la voluntad que ambos tienen de correr— y un futuro —la meta que los espera al final de la carrera—. Aquiles y la tortuga, psicológicamente, duran. No duran, matemáticamente, los infinitos puntos en que se puede dividir una línea. Tu argumento, para ser lógico, debería desprenderse de las imágenes temporales con que lo disfrazaste. Solo que entonces tu argumento no duraría. Quiero decir, por ser demasiado obvio nadie se acordaría de él.
Espiral
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
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