Los años que vive Alejo Carpentier en París dieron lugar a una frecuente reflexión suya sobre la cultura y la modernidad, a través de una serie de ideas que publica en Cuba como forma de impulsar el progreso intelectual de su país. De este modo abordará una serie de tópicos sobre estética, antropología e historiografía, como se evidencia en la certera y sintética caracterización que en 1928 escribe para Social:
El culto de la velocidad, la ponderación irreverente de los valores pretéritos, el amor al cinematógrafo, a los ritmos primitivos, al trasatlántico puesto a escala de pantufla, el desprecio ante las prudentes máximas veneradas por nuestros padres, la bancarrota de algunos principios considerados, hasta hace poco, como normas morales inamovibles, todas estas afirmaciones —por exaltación o negación— que constituyen la base misma del espíritu nuevo, han creado una gran leyenda de escepticismo en torno del hombre joven de hoy. Para el buen burgués, los artistas de mi generación resultan iconoclastas por juego: parecen individuos peligrosamente incrédulos, para los cuales la vida carece de un sentido profundo… Sin embargo quien haya observado, siquiera ligeramente, los resortes que mueven el orden de ideas impuesto por las mentalidades de posguerra, verá que deben su lozana flexibilidad a una fe intensa, a un concepto casi religioso de las actividades intelectuales. Aunque se confíe menos en el alcance de las creaciones del espíritu, se les exigirá, no obstante, una pureza muy superior… […]. Todo el esfuerzo de los intelectuales contemporáneos, tiende a dar mayor dignidad a la concepción estética. En el fondo, quienes acusan a los nuevos de deshumanizar el arte, protestan contra la extracción de una broza humana —sensiblería, intriguillas hogareñas, psicología de cocido familiar— que lo inutilizaba para batir verdaderos records de altura.1
Es evidente el puntazo contra el filósofo español José Ortega y Gasset, quien apenas tres años antes había publicado La deshumanización del arte e ideas sobre la novela. Carpentier defiende la nueva postura estética de su época. Sin exagerar su significación, quisiera detenerme en la expresión “mentalidades de posguerra”, que parece asociarse vagamente con una de las direcciones conceptuales de los historiadores franceses nucleados en torno a la revista Annales (la cual vería la luz un año más tarde en París, dirigida por Lucien Febvre y Marc Bloch, autor este que sería alguna vez comentado por Carpentier), y en particular con el pensamiento que más tarde desarrollaría Michel Vovelle, uno de los fundadores de la microhistoria y, sobre todo, uno de los cultivadores e impulsores de la historia cultural en el s. XX. Es importante tener presente la definición de este autor francés en relación con esa propuesta historiográfica:
Historia de las mentalidades: estudio de las mediaciones y de la relación dialéctica entre las condiciones objetivas de la vida de los hombres y el modo en que se la cuentan, e incluso en que la viven. A este nivel, se atenúan las contradicciones entre las dos fuentes que originan los aspectos confrontados: ideología, por una parte; mentalidad, de la otra. La prospección de las mentalidades, lejos de ser un camino mistificador, deviene en última instancia una ampliación esencial del campo de investigación. No como un territorio ajeno, exótico, sino como la prolongación natural y la punta de lanza de toda la historia social.2
La perspectiva del estudio de las mentalidades resultó ampliamente renovadora, e, incluso, reafloró en la década del sesenta como una nueva oleada de influjo sobre los estudios historiografícos. Vovelle expresó además una cuestión esencial:
[…] las mentalidades se distinguen de los otros registros de la historia por lo que R. Mandrou definió como «un tiempo más largo», alusión a la larga duración braudeliana y a las «prisiones de larga duración». Las mentalidades remiten de manera privilegiada al recuero, a la memoria, a las formas de resistencia, en una palabra, a lo que ya resulta banal definir como «la fuerza de inercia de las estructuras mentales», aunque la explicación siga siendo verbal. Sobre todo, en la perspectiva que nos interesa, este constatar a primera vista irrefutable de la inercia de las mentalidades, orienta hacia numerosos tipos diversos de interpretación, o de hipótesis de trabajo.3Como el propio Carpentier, los historiadores de Annales no habían aún despegado en 1928; ahora bien no se puede dejar de percibir una cierta orientación del pensamiento del joven cubano en una dirección en alguna medida similar, en este caso la necesidad de asomarse con énfasis distinto hacia zonas de la vida social por mucho tiempo desatendidas por la reflexión teórica. Pero sobre esto insistiré más adelante. No cabe la menor duda de que Carpentier, en su primera juventud, se fascinó, incluso apasionadamente, con la posibilidad de indagar, asumir y aprovechar creativamente el acervo cultural de las capas populares de la población. Era, sin la menor duda, una vía para acceder a una legítima expresión nacional. Se había, producido, en efecto, un cambio de mentalidad —de orientación cultural centrípeta, a diferencia de la estilización y el universalismo modernista—, y el joven cubano era un defensor de ella. Por eso, ya instalado en París, en una de las primeras crónicas escritas allí para Social, defiende el arte que, sin dejar de serlo, se nutre de la expresión popular; es el caso de su crónica sobre Abela en enero de 1929: “El criollismo de Abela es criollismo en profundidad. Nada más alejado de sus finalidades que los anhelos del realismo. Abela no se dispone a dejar estampas para ilustrar manuales de etnografía pintoresca. Su pintura es, ante todo, pintura” 4 La perspectiva estética que preside esas páginas sobre el peculiar artista cubano son ilustrativas de que Carpentier está ya tratando de fundamentar —al menos a nivel de tanteo— una concepción del deber ser del arte contemporáneo americano:
[…] desde el punto de vista americano, el lado pintoresco de la pintura de Abela tiene el más alto valor. Más que los aspectos, Abela ha querido plasmar el alma de escenas criollas. Nunca se preocupará por traducir exactamente la camisa tornasolada de un rumbero; pero cuando agrupe sus personajes en un tiempo de rumba, hará vibrar el alma misma de la rumba. No le interesa emular a la America Photo, sino fijar el espíritu de las cosas. De ahí su afición por una Cuba un tanto mitológica y por sus héroes de canciones populares: Papá Montero o María la O. Abela evoca comparsas de antaño —El alacrán, El gavilán— sin pensar en la verdad histórica; lo que desea transcribir es el ritmo, la intensidad, la áspera poesía de tales fiestas. No trabaja con documentos, ni pretende copiar los siete cencerros de un diablito… Sus criaturas se mueven en una modernísima atmósfera de ensueño, en que a veces son símbolos. Abela sostiene, además, que el fondo del alma y los paisajes de Cuba son tristes y dramáticos, y se ha aplicado en traducir plásticamente esa esencia de sensibilidad criolla.5En París toma mejor el pulso al cambio de sensibilidad estética y de inmediato se convierte en trasmisor de ellas hacia Cuba; en julio de ese año escribe en Carteles: “el gran público muestra una afición creciente por el arte popular, las tradiciones y la cultura hispánicos. Actualmente quien anuncie un festival de danzas, cantos o música de España, en París, estará seguro de tener sala repleta”. 6 En otra crónica, insiste en su admiración por la cultura popular e insiste en “[…] la poesía áspera, la euforia rítmica, que me hacen adorar, sobre todas las formas musicales populares que existen actualmente, la maravillosa arquitectura sonora de los aires afrocubanos […]7 En ese mismo año 1929 —tan crucial que me siento tentado de calificarlo como el verdadero momento de arrancada de la meditación carpenteriana sobre la cultura—, el joven cubano en París sigue apoyándose y ampliando su cimiento básico de entonces, la música, pero desde allí se proyecta cada vez más hacia una consideración más amplia sobre la realidad cultural latinoamericana. Es significativo, además, que se apoye en Unamuno, cuya postura polémica —por momentos incoherente— seguía siendo, hacia fines de la década, una de las más controvertidas de la cultura en lengua española. En agosto de 1929 aparece en Social un texto que marca definitivamente la orientación americanista de Carpentier:
Hay que aquilatar el justo contenido de las tradiciones, elegir los elementos folclóricos más ricos en recursos, desechar prejuicios, crear una técnica apropiada. El compositor nuestro conoce angustias y dilemas que no preocuparon nunca al compositor europeo. El anhelo de “hallar lo universal en las entrañas de lo local”, como quería Unamuno, le obliga a sostenerse sobre una cuerda tensa, situada en la frontera misma de lo local y lo universal. A un lado están los ritmos del terruño, llenos de un lirismo en estado bruto que espera canalización. Al otro, se encuentran las eternas cuestiones del modo de expresión y del métier, que se extienden hasta las cátedras de estereotomía de la música pura. ¿Qué actitud adoptar entre tantos elementos distintos, aunque conciliables? ¿El americanismo será cuestión de forma o de sensibilidad? ¿Qué ley de módulos intelectuales sabrá equilibrar ciertos materiales folclóricos? [Social, vol. 14, No. 8, agosto de 1929] 8
Al mes siguiente aparece en Carteles un texto concordante, testimonio de la dirección que llevan en ese año sus ideas sobre el mestizaje americano, la importancia de su folclor y las peculiaridades de la nueva mentalidad que se impone en la cultura del siglo XX:
El jazz, de raigambres judías y negras, es la más importante manifestación folclórica que haya producido nuestra época. Así como el vals y la mazurca, de orígenes germano y polaco, invadieron las ciudades del siglo XIX, el blue, el rag-time, y sus diversos derivados, surgieron en el corazón de la ciudad moderna, como manifestación del alma popular contemporánea. El jazz es el folclore de New York, o sea, de la ciudad tipo (materialmente, se entiende), de los tiempos que vivimos. El hombre de la urbe actual ama la alegría del ritmo, la complejidad de los timbres, la tensión en la línea melódica.9
El periodista novel que proviene de una cultura caribeña insegura de sí misma y de cuáles son sus perfiles cabales, insiste una y otra vez en que el acervo folclórico insular constituye un componente de vital importancia para lograr una proyección de lo nacional hacia lo universal. Trascendiendo los marcos de la música y su recepción en la Francia de la primera posguerra, Carpentier pone de manifiesto la avidez de América que se experimenta en ese país:
La pequeña Danza negra de Roldán ha provocado más comentarios en la crítica musical parisiense, que la primera audición de una sinfonía rusa o germana. Continuamente, en las redacciones de revistas nuevas, se me dice: Traduzca cosas de Latinoamérica, revélenos sus valores, busque poesía populares indias, guajiras y negras; dénos grabados, háblenos de allá.10
Al mismo tiempo que publica esas crónicas entusiastas e incluso apasionadas, Carpentier no deja de fustigar la actitud pasatista de ciertos intelectuales y artistas habaneros, menospreciadores de la música popular cubana, considerada por ellos como un estigma cultural. Frente a esa posición suicida, el joven exclama el 15 de diciembre de 1929: “Me espero a escuchar la objeción acostumbrada. “¿Para qué invocar… esas lacras?”, me preguntarán algunos… ¿Lacras? ¿Lacras las notas de color que constituyen una riquísima y sabrosa aportación folclórica?… ¡Pobres de los pueblos descoloridos e insípidos, que carecen de lacras análogas!” 11 Por ese camino que el folclor le ha abierto, Carpentier antes de haber cumplido los treinta años se interesa por aspectos de la cultura en su sentido más amplio —y no meramente en la zona específica de la producción artística, científica e intelectual—, en su calidad de sistema de lenguaje cultural que garantiza no solo la comunicación, sino también que se integre una identidad:
¡Cuidemos de nuestra pandereta guajira, arrabalera y afrocubana! ¡Defendámosla contra sus detractores! ¡Amemos el son, el solar bullanguero, el güiro, la décima, la litografía de la caja de puros, el toque santo, el pregón pintoresco, la mulata con sus anillas de oro, la chancleta ligera del rumbero, la bronca barriotera, el boniatillo y la alegría de coco! ¡Bendita sea la estirpe de Papá Montero y María la O!… ¡Cuando se ven las cosas desde el extranjero, se comprende más que nunca el valor de ese tesoro popular!12
Su predilección por la música no resulta un obstáculo para que comprenda —y lo afirme en Carteles, de carácter más popular que Social— que el amor por la buena música depende del nivel cultural, en lo que tal vez subyazca la idea de que solo una elevación de este podrá permitir la elevación de aquel.13
En 1931 el tópico de la interrelación cultural América-Europa alcanza en él una mayor densidad, de modo que comienza a perfilar una concepción de gran calibre: la imitación de modos de expresión europea deja de ser una práctica sobre modelos, para devenir un verdadero obstáculo en el desarrollo de las culturas de nuestra América:
En América Latina, el entusiasmo por las cosas de Europa ha dado origen a cierto espíritu de imitación, que ha tenido la deplorable consecuencia de retrasar en muchos lustros nuestras expresiones vernáculas (hace tiempo ya que Unamuno señalaba este mal). Durante el siglo XIX, hemos pasado, con quince o veinte años de atraso, por todas las fiebres nacidas en el viejo continente: romanticismo, parnasianismo, simbolismo… Rubén Darío comenzó por ser hijo espiritual de Verlaine, como Herrera Reissig lo fue de Theodore de Bainville… Hemos soñado con Versailles y el Trianón, con marquesas y abates, mientras los indios cantaban sus maravillosas leyendas en paisajes nuestros, que no queríamos ver…14
No se le escapa que la última consecuencia de esa convicción de que el peso específico de una mímesis de lo europeo sobre la cultura latinoamericana ha llegado a ser nocivo, podría conducir a una posición extrema y, en algún lugar, estéril. La cuestión no está en extirpar un nexo o aniquilar un diálogo; la esencia del problema, en su opinión, estriba en un desarrollo peculiar de los artistas e intelectuales del subcontinente, y así lo expresa en una crónica de junio de 1931:
Pero, por desventura, no basta decir “cortemos con Europa” para comenzar a ofrecer expresiones genuinamente representativas de la sensibilidad latinoamericana. Todo arte necesita de una tradición de oficio. En arte, la realización tiene tanta importancia como la materia prima de una obra… Novelistas como Miguel de Carrión o Loveira —para buscar ejemplos cercanos—, admirables por su poder de observación, su cubanismo, su fidelidad al documento humano, se han resentido siempre de eterna debilidad de métier. Por ello, sus libros, tan ricos en sugerencias para nosotros, podrían aspirar difícilmente a ser traducidos a otro idioma. La materia prima de sus libros era admirable, pero la realización dejaba mucho que desear… Los escritores europeos, en cambio, se salvan siempre por la perfecta técnica de sus producciones. Su materia es generalmente pobre, pero saben obtener de ella el máximo rendimiento. Podía decirse que Francia es el país que produce, en el mundo entero, el mayor número de libros viene escritos y construidos. En música acontece igual: un Honegger, un Milhaud, son, ante todo, técnicos formidables.
Por ello es menester que los jóvenes en América conozcan a fondo los valores representativos del arte y la literatura moderna de Europa; no para realizar una despreciable labor de imitación y escribir, como hacen muchos, novelitas sin temple ni carácter, copiadas en algún modelo de allende los mares, sino para tratar de llegar al fondo de las técnicas, por el análisis, y hallar métodos constructivos aptos a traducir con mayor fuerza nuestros pensamientos y nuestras sensibilidades de latinoamericanos…15
También en 1931 da testimonio de que las culturas latinoamericanas no pueden ni compararse ni valorarse en relación con las de Europa.16 Del mismo modo, se entusiasma de manera juvenil con la proyección de la música cubana en París, como si fuera una colonización inversa17En el transcurso de los meses siguientes, se hace cada vez más consciente de que en la época nueva en que vive, es imposible seguir apoyándose en valoraciones heredades de un tiempo pasado: “
Para comprender verdaderamente el espíritu de la época en que se vive, no debe confiarse demasiado en las definiciones ofrecidas por los valores estabilizados”18 Al mismo tiempo, advierte la importancia de la tradición, aspecto en el que ya antes había reflexionado algo, pero que en lo adelante será un componente sistemático en su pensamiento sobre la cultura en general y sobre la música en particular: “Pero lo moderno es lo actual. Y a partir del momento en que un valor se estabiliza, deja de ser actual, para transformarse en prolongación de un pasado, de algo que cobra categoría de tradición”19 No tarda en asumir la derivación de una innovación hacia la categoría de valor de tradición, por tanto de la cultura como un proceso indetenible sujeto a ciertas normas intemporales: “Habrá reacción contra Chaplin, reacción contra Gide, reacción contra Schönberg —reacción contra todos los valores estabilizados de la hora presente—. Ley de viejos ritos: el iniciado matará al iniciador.20 Resulta de gran interés notar que en estas crónicas juveniles, Carpentier da muestras de percibir el proceso transformativo del arte en particular, y de la cultura en general, teniendo en cuenta también al receptor. Comenta, con particular agudeza, que en la Europa de la primera posguerra el burgués ya no se deja epatar por el arte innovador, de modo que también se ha producido un cambio en los modos de recepción:
En un medio en que el burgués es el único que sigue empleando el término de arte de vanguardia para calificar aquello que le interesa y cree merecedor de su apoyo. El burgués europeo —no tomemos por ahora el término de burgués en el sentido marxista, sino como calificativo de aquellos que creyeron útil indignarse, desde la era romántica, contra todo lo que se salía de sus módulos de comprensión—, el burgués europeo, repito, es hoy un individuo que compra lienzos de Picasso, esculturas de Lipchitz, y aplaude El paso de acero de Prokofieff, pues estima que Stravinsky no es ya bastante avanzado. Ese burgués, transformado en snob, resulta absolutamente inepatable. Mientras más radical, más violenta, más insultante para la tradición, resulte una manifestación del espíritu creador, más lo oiremos gritar: “!Bravo!”.21
Es, por lo mismo, en este año de 1932 que perfila su inteligente cuanto ingeniosa concepción del esnob, desde una perspectiva que resulta menos estética que culturológica, pues a Carpentier no le importa que el esnob no realice una recepción sincera y personal del fenómeno artístico, sino se concentra en las funciones que desempeña un esnob en la cultura del siglo XX. Véase con qué minuciosidad analiza la cuestión nada menos que para sus lectores potenciales en Social, precisamente una publicación a la cual se podía dar por sentado que se asomaban no solo intelectuales y artistas, sino también en gran medida esnobs:
Algunos objetarán que si el burgués era antipático —seguimos llamando burgués al público que solía mostrarse más reaccionario—, el snob resulta poco recomendable. Sin embargo, opino que la causa del snob es perfectamente defendible. Según Thackeray, el snob era el individuo sine nobilitas, que hacía lo posible por adquirir esa nobilitas de que carecía. Desplazándolo, y llevándolo del terreno social al terreno artístico, hallamos al snob como hombre que ha realizado esfuerzos por enterarse de lo que no sabía, y ha llevado a cabo una completa revisión de valores en sus gustos y aficiones. Esto basta para colocar al snob en un nivel mucho más alto que el diletante. El diletante solo sabe decirnos que ama la música o la pintura, pero de ahí no sale. Lanza las mismas exclamaciones de admiración ante Bach, la Meditación de Thaïs, Wagner, Te odio, Debussy y La danza de las horas. Contempla con el mismo arrobo un Mantegna, un horrendo Fortuny, un Van Gogh o una batalla de Galindo. No establece diferencias esenciales ni se ha creado un verdadero sentido crítico. Su actitud, ante la obra de arte, es análoga a la de una vaca que asiste al paso de un ferrocarril. El snob, en cambio, sabe decirnos por qué prefiere esto a aquello, ha adquirido la nobilitas necesaria, tratando de acercarse al artista mismo y comprender sus propósitos… Estad seguros de que si vivimos en Cuba con un retraso de veinte años sobre el estado actual del arte, esto se debe a la ausencia de snobs en nuestro ambiente22
En los años treinta, su desarrollo intelectual lo empuja cada vez más a indagar los nexos entre la obra de arte y su época, en una corriente que, si bien iniciada a fines del s. XIX, habría de alcanzar su plenitud en el XX. Por eso escribe en 1932: “Es hecho indiscutible que nuestra época ha creado una arquitectura perfectamente adaptada a su ideología, singularmente armonizada con su modo de concebir la existencia.23 Y en la misma crónica sobre Bruselas y su arquitectura agrega:
Y a pesar de u impureza, de la misma fealdad de algunos conjuntos, del abigarramiento de las fachadas, esas casas viven. Viven, porque, a despecho de la estética, supieron llenar una necesidad, respondiendo al espíritu de su época, debiéndose a un sentimiento colectivo. Eran eficientes y ostentaban el cuño ideológico del momento que las vio nacer.24
Sin necesidad de respaldo documental, es más que posible percibir en estas afirmaciones sobre la interrelación profunda entre arte y época, ideología y valores estéticos, una postura en alguna medida consonante con la que sustentarían por los historiadores de Annales. Carpentier, inmerso en una cultura francesa en trance de importantes reconfiguraciones conceptuales: es la época de arranque no solo de una renovación historiográfica, sino también de otras esferas de las ciencias sociales. Por solo mencionar dos núcleos transformativos del pensamiento sobre la cultura, hay que señalar que en esa década del treinta Lévi-Strauss estaba perfilando su plataforma conceptual de una antropología estructural, mientras Jacques Lacan estaba sentando las bases para su conceptualización de lo real, lo imaginario y lo simbólico. También en la década del treinta, Gaston Bachelard publicaba una parte importante de sus meditaciones sobre la función epistemológica de la intuición y, en particular, su Le nouvel esprit scientifique (1934).
Se vivía, ciertamente, una década de mutación, tanto en París como en buena parte de la Europa occidental, en lo que la amenaza totalitarista de Hitler y Mussolini no dejaban de desempeñar un siniestro papel en los debates sobre la cultura. En otro sentido, los más destacados pensadores marxistas de esos años en el terreno de las humanidades, el destacado filósofo y teórico literario Mijail Bajtín —apartado injustamente de la docencia universitaria entre 1919 y 1936, y después de ello marcado por una desaprobación oficialista que llegó hasta la prohibición de obtener un doctorado— y el eminente fundador de la sicología histórico-cultural Lev Vigotski —también cuestionado en vida por su originalidad de pensamiento y su no adscripción a esquemas conceptuales oficiales—, resultaban apartados de la perspectiva oficial del estalinismo, cuando hubieran podido y debido constituirse en fundamento del pensamiento izquierdista, marxista incluso, sobre la cultura en un sentido lato. Los años treinta resultaron, pues, un período de efervescencia intelectual para relevantes pensadores vinculados con la reflexión acerca de la cultura, independientemente de su rama científica particular y su ideología.
Por otra parte, ha adquirido firme conciencia del alcance de su interés por una adecuada valoración cultural del folclor cubano de raíz afrodescendiente, así como de las consecuencias personales que le acarreaba ello, de modo que en 1932 escribe con palpable satisfacción batalladora en Carteles:
¡Cuándo pienso en los momentos amargos, las luchas, los sarcasmos, los saludos retirados, que me valió hace ya ocho años la firme voluntad de consagrar mis modestos esfuerzos a la defensa y exaltación de los ritmos afrocubanos!… Hubo más que denuestos, más que críticas otrobas. Mi nombre ha quedado grabado en un infame mamotreto musical, editado en La Habana hace tiempo, como defensor de ritmos que “desdecían de nuestra cultura”. Se me tachó de anticubano, porque cometía el error de llevar a extranjeros, de paso por nuestra Isla, a escuchar los sones de la playa y las orquestas populares de ciertos bailes de Regla […] Hace diez años, en artículos publicados por mí en La Discusión, predecía ya que los ritmos afrocubanos conquistarían el mundo. Demostraba por qué ciertos géneros encantadores, pero intrascendentes como la criolla o el bolero, no lograrían imponerse fuera de nuestra patria. ¡Tanto peor para los que entonces cerraron las agallas! Bastaba observar, con alguna agudeza, con algún espíritu crítico, el panorama musical que se extendía a nuestro alrededor. Comprender que, en momento en que nuestras expresiones folclóricas comenzaban a esfumarse con una rapidez aterradora, las orquestas de soneros realizaban el milagro de hacer perdurar, lozanamente, una auténtica tradición antillana. El folclor solo sabe defenderse cuando ha logrado crear, formar, moldes, géneros bien definidos25
En 1934, la experiencia de España suma empuje a su interés por la cultura como trazado identitario. La atmósfera de los sectores más populares de la Península le sirve de estímulo para una visión más amplia de su propio substrato cultural americano. Habiendo empezado por prestar atención a lo específicamente popular cubano y latinoamericano, ahora evidencia un interés renovado por la cultura más profunda de España. El hombre con formación arquitectónica y en general artística subordina este componente a una cuestión más esencialmente humana: la configuración de un modo de existir, los perfiles comunicativos específicos del sujeto de identidad cultural iberoamericana:
Más me atraen las expansiones populares, un refrán secular, un canto, captados al pie de la Alhambra de Granada, que la Alhambra misma. México, España, viven más vigorosamente en mi memoria por el recuerdo de tipos, que por le evocación de cúpulas de azulejos o iglesias barrocas. Esto explica, en parte, mi afición por los países de sol. A medida que nos desplazamos hacia el sur, hacia regiones más cálidas, más cercanas del trópico, las expresiones del alma popular cobran mayor espontaneidad. Es más fácil entablar conversaciones con el músico ambulante, el arriero, la moza que os sirve un vaso de vino en una taberna típica, el campesino, el pescador, el sacristán de catedrales… Todos estos personajes os narran sus cuitas o venturas, os hablan de política, comentan, cantan o maldicen… Os enteran de cómo viven, piensan, sienten, o aman. Os invitan a compartir sus colaciones modestas, a probar sus vinos, a acariciar la cabeza de sus chicos. Os reconfortan con el espectáculos de existencias que todavía se perpetúan sobre un ritmo a escala de hombre, y sometidas a leyes esenciales de humanidad, bastante más estimables que las destinadas, en las ciudades, a maniatar todos vuestros impulsos… (Carteles, 3 de junio de 1934).26
Esos ejercicios de periodismo del joven Alejo dan testimonio de la concentración en la tarea que, como en su día Martí, se había propuesto en cuanto a poner al día a los cubanos en relación con las nuevas tendencias de la cultura en Europa. Asimismo, fueron la piedra miliar de su futuro pensamiento sobre la cultura.
1 Ibíd., t. I, pp. 106-107.
2 Michel Vovelle: “Ideologías y mentalidades. Una clarificación necesaria”, en: Eduardo Torres-Cuevas, prol.: La historia y el oficio del historiador. Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1996, p. 173.
3 Ibíd., p. 170.
4 Alejo Carpentier: Crónicas, ed. cit., t. I, p. 114.
5 Ibíd., t. I, p. 115.
6 Ibíd., t. II, p. 385.
7 Ibíd., t. II, pp. 388-389.
8 Ibíd., t. I, p. 136.
9 Ibíd., t. II, p. 407.
10 Ibíd., t. II, p. 89.
11 Ibíd., t. II, p. 90.
12 Ibíd., t. II, p. 91.
13 Ibíd., t. II, p. 427.
14 Ibíd., t. II, p. 481.
15 Ibíd., t. II, p. 482.
16 Ibíd., t. II, p. 491.
17 bíd., t. I, p. 232.
18 Ibíd., t. I, p. 243.
19 Ibíd., t. I, p. 244.
20 bíd., t. I, p. 245.
21 Ibíd., t. I, p. 255.
22 Ibíd., t. I, p. 256.
23 Ibíd., t. I, p. 271.
24 bíd., t. I, p. 275.
25 Ibíd., t. II, pp. 107-108.
26 Ibíd., t. II, pp. 178-179.
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