Soñábamos con participar en la construcción de una nación mutilada. Vivíamos en la soledad y el aislamiento. El Golpe del 10 de marzo había aniquilado las últimas ilusiones asentadas en la posibilidad de solucionar los problemas más acuciantes mediante la implementación de reformas dentro del sistema.
El rescate de la plena soberanía, con la recuperación de los bienes del país, se articulaba por necesidad con el indispensable florecimiento de una cultura entendida como factor de cohesión social, que se sostiene en el reconocimiento de los valores edificados a lo largo de un prolongado decursar de luchas, instantes de plenitud y momentos de desencanto.
En tan difíciles circunstancias, los escritores y artistas, desafiando la miseria y el abandono, no dejaron de hacer obra. Ahí está. Reposa en nuestras bibliotecas y museos, en libros que amarillean y en las páginas de publicaciones periódicas, siempre precarias y de escasa difusión, expresiones de un tozudo empeño por hacer.
Para llevar adelante el trabajo, faltaba el auspicio. Faltaba también la presencia viva de un interlocutor. De reciente publicación, un libro de Ambrosio Fornet sobre cien años de cine destaca, en la estrategia diseñada por el Icaic, la importancia concedida a la construcción de un interlocutor crítico, destinatario privilegiado de las obras que habrían de hacerse. Los aspirantes a cineastas necesitaban el respaldo de una industria, pero también de un receptor que dialogara con sus producciones.
La cultura se edifica a través de una dialéctica de mutuo reconocimiento. Para cumplir ese propósito, el cine móvil franqueó el valladar derivado de las amplias zonas de silencio todavía existentes en el país. Así, por primera vez, llegó a muchas zonas campesinas. Garantizó una política de exhibición en las salas de cine, donde se presentó una muestra plural de lo más valioso de la cinematografía de la época.
En la práctica concreta, los espectadores tuvieron que afrontar el desafío de la complejidad, desarrollaron su capacidad de lectura y su espíritu crítico con el apoyo de programas de divulgación del lenguaje cinematográfico transmitidos por la televisión. De esa manera, exploraron las tendencias de la cinematografía mundial, se acercaron masivamente al cine de nuestra América y se interesaron apasionadamente por la cinematografía nacional. De ese intercambio activo nacieron obras que se volvieron primero hacia la afirmación de la nacionalidad, sin dejar por ello de problematizar la realidad. En una etapa de progresiva institucionalización, se acentuó el acercamiento costumbrista a la contemporaneidad.
Camino similar siguieron las estrategias en torno al fomento de los hábitos de lectura. El triunfo de la Revolución, la Campaña de Alfabetización y la asunción consciente del destino de la nación despertaron un poderoso afán de reconocimiento. Al término del horario laboral, los trabajadores completaban su escolarización. De las imprentas nacionalizadas salían ediciones masivas de los clásicos de la literatura universal, donde no faltaron las obras maestras de la literatura norteamericana, pero que tuvieron en cuenta también, de acuerdo con un proyecto descolonizador, los escritores latinoamericanos y aquellos otros, entonces desconocidos, procedentes del continente africano.
Viví los tiempos de la soledad. La conocí en un hogar donde los artistas compartían las angustias del empecinamiento en seguir haciendo obra a pesar del silencio y la adversidad. Compartí con mis coetáneos la lectura de manuscritos que tan solo habrían de ver la luz después del triunfo de la Revolución y frecuenté los precarios cineclubes destinados a proseguir el aprendizaje, aunque se careciera de vías de realización inmediata.
Esa realidad era resultante de una República sumida en el subdesarrollo, vuelta de espalda a los grandes problemas de la educación y la cultura, inseparables la una de la otra. Era también, no lo sabíamos entonces, derivación última de la condición colonial, puesto que similar era la condición de un mundo que, a la vuelta de los ‘50 del pasado siglo, luchaba por alcanzar la plena soberanía.
Un día, el Quijote echó a andar por las calles y muchos fueron quienes por primera vez se apropiaron de un libro. De ahí que la esencia de la obra cultural de la Revolución haya consistido en construir un interlocutor para la creación artística. En ese contexto, los intelectuales encontraron su razón de ser y asumieron, como corresponde, su responsabilidad ante la sociedad.
En el camino no han faltado malentendidos, interferencias dogmáticas y tropiezos burocráticos. En las etapas más complejas, el diálogo ha permitido superar escollos, en el entendido común de que se trata, ante todo, de salvaguardar las conquistas de una Revolución asediada.
Territorio de la espiritualidad, la cultura es ancla de la nación. A ella nos debemos ante todo.
Tomado de Cubadebate
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