
Socializar la creación cultural ha sido un objetivo permanente y progresivo que la política cultural de la Revolución cubana ha asumido desde el momento en que llegó al poder. En esa lucha, difícil y compleja, han existido tropiezos, errores y, sobre todo, resultados importantes, valiosos, trascendentes, que han abierto un espectro de posibilidades impensables hasta entonces. Negar esto sería poco menos que insulso, en tanto vernos en la necesidad de resaltarlo indica hasta qué punto hemos retrocedido en los ámbitos del imaginario cultural. Desde la revolucionaria Campaña de Alfabetización y el Programa Nacional por la Lectura, en cuyo frente se incluía nada menos que a Alejo Carpentier, hasta la expansión cultural comunitaria que el sistema de Casas de Cultura facilita, se han mantenido esos propósitos de socialización como un objetivo primordial, por difíciles que los tiempos se presenten.
Que este objetivo se mantenga no quiere decir, por supuesto, que todo marche en sucesión de idilios; las contradicciones son parte del proceso y el cambiante panorama que la transformación de la industria cultural va diseñando complejiza el entorno. Las desviaciones, retrocesos o estancamientos que se han presentado en las intensas relaciones de trabajo suelen estar relacionadas, además de con prejuicios resistentes, con una falta de comprensión científica del impacto que en las masas producen las transformaciones relativas a la cotidianeidad cultural.
Aunque sea imprescindible, no basta con abrir las oportunidades; necesario es también hacer su estudio permanente, de resultados y métodos, y trabajar con constancia en el seguimiento de la puesta en marcha de esas oportunidades. Eso implica no solo comprensión, sino superación en el proceso de estudio. De esas medidas fundacionales del gobierno revolucionario –una Campaña de Alfabetización que supliera el alto índice de analfabetismo del país y, a partir de entonces, la creación de instituciones que se encargaran de las relaciones directas con los creadores– hemos llegado a retos que demandan mucho más de lo que ponemos en práctica.
En primer orden, las normas de creación cultural se han especializado sin que ocurra lo mismo en las estrategias de socialización, que siguen insistiendo en aplicar métodos ya superados, resistiendo sedentariamente a su renovación. En segundo orden, la más superficial producción de la industria global se ha encontrado con las puertas abiertas, no solo a partir de los canales de comunicación, que son ya parte de nuestro panorama, sino además por la ausencia de crítica y juicios especializados que permitan definir su ubicación receptiva. La expansión de la banalidad que la industria promociona se corresponde con un receptor masivo que está lejos, muy lejos, de los procesos de especialización alcanzados por nuestros creadores.
Fue, y sigue siendo, una cuestión de complejidades varias, pues intervienen, y en ocasiones lo definen, intereses diversos, por muy unido que se presente el propósito. También tempranamente el Che Guevara llamaba la atención entre las diferencias de lo que le que gusta al funcionario y lo que busca el creador. Y es imposible que no exista una contradicción natural entre el representante institucional y el creador, incluso cuando quien está a cargo de la institución es un artista, puesto que ambas direcciones de trabajo muestran diferencias esenciales que deben conjugarse en la cotidianeidad de la marcha. Que la sensibilidad del artista sea más idónea para entender los conflictos emergentes no significa que estos queden resueltos al instante, y de la mejor forma. En este caso, también pueden entrar a ser parte de la solución inclinaciones de tendencias y hasta preferencias de estilo, cuando no de método.
Tal vez las polémicas que surgieron en torno a la legitimidad de continuar haciendo un arte abstracto, que fuera descalificado por algunos representantes del realismo socialista –quienes a la vez desempeñaban cargos de importancia en la institucionalidad cultural cubana–, inclinó la balanza a un extremo indeseable. Fue un error de perspectiva que se resolvió posteriormente y, todavía, el arte abstracto es parte del entorno cultural cubano y cuenta con igual reconocimiento en la política cultural oficial. No ha conseguido, sin embargo, igual eficacia de socialización y esto hace que el oportunismo de la propaganda ideológica continúe utilizando esos ya viejos rifirrafes como si continuaran vigentes y fueran parte de la naturaleza del proceso revolucionario. Suele obviarse, por demás, que el verdadero valladar de ese modo de expresión artística es hoy por hoy la industria cultural, que bloquea su socialización suplantándola por modos más superficiales.
¿Puede tener autonomía la creación individual ante el proceso de socialización? Más que poder, lo necesita, aunque esa necesidad de ser autónomo no signifique una desconexión; por el contrario, urge entender los procesos socializadores de la cultura para garantizar la autonomía creativa.
Este fenómeno no es, de ningún modo, una instancia histórica cumplida, algo que ocurrió y que, al ser reconocido, fuera superado para siempre, sino un conflicto cíclico, dialéctico, cuya espiral guarda matices muy diversos. La industria cultural global consigue este intercambio a través de campañas publicitarias que definen las modas –en plural– y que imponen al consumidor una norma de gusto como si esta fuera la «oportunidad que no te puedes perder» y, sobre todo, la elección que usted mismo ha hecho. Esa publicidad entraña una exigencia que lleva incluido el descrédito si no lo aceptas. Así se crea una especie de síndrome de Estocolmo de parte del consumidor, que asume esas modas como la renovación imprescindible de su estatus cultural. Es un fenómeno que vemos no solo fuera del ámbito cubano, sino además aquí, y ahora, y con la anuencia total de una televisión pública, una radio pública y una red de medios informativos públicos y educativos.
En nuestro contexto, con la capacidad expansiva y contaminante de las comunicaciones, las estrategias de la industria cultural funcionan a contra corriente del complejo proceso de socialización de la cultura, que es costoso y en su mayor parte subvencionado estatalmente. Por si no fuera suficiente, los propios medios públicos, también subvencionados para socializar la creación y el arte, entre otros varios objetivos, se preocupan más por insertarse en las campañas globales de propaganda y estar también a la última de las modas, demostrando que no se han perdido esa oportunidad que le han impuesto desde la propaganda. O respondiendo a la subliminal presión de que dar una importancia relativa a los sucesos que la industria lleva a planos de propaganda máxima significa ceder a la censura.
Tiene que ver, en primer orden, con la falta de conceptualización de instituciones, organizaciones y medios, dirigidos por personas que, aunque posean capacidad organizacional y cuenten incluso con los requisitos básicos para los cargos directivos, no están lo suficientemente informadas ni poseen la cultura general integral necesaria para tomar las más valiosas decisiones. Se trata, para atenernos al término de la ciencia social que corresponde, de la burocracia, cuya existencia es imprescindible para la sociedad y, por ello mismo, necesita insertarse en los procesos de estudio y especialización que la cultura demanda. Para estos representantes de las instituciones, que median como Estado ante la sociedad civil y al mismo tiempo median como sociedad civil ante el Estado, son clave los equipos de trabajo que formen, para que puedan incidir favorablemente en los flujos transversales de las contradicciones culturales propias del proceso civilizatorio, pues su misión, en el contexto revolucionario que los legitima y les concede autoridad, no es separar la creación de las masas –creando esos departamentos estancos irreconciliables que hoy tenemos–, sino unirla para que sea una parte inseparable de ellas. Sin embargo, este propósito, necesario para socializar la creación artística y literaria, se va sencillamente al tragante. No solo a través de la programación y la divulgación básica, sino porque una buena parte de nuestra propia creación, lógicamente preocupada por su sustento económico y su bienestar social, ha comenzado a trabajar para complacer los patrones impuestos por la industria.
Y es bueno insistir en que estos patrones son definidos por solo seis conglomerados en el mundo, la mayoría radicados en los Estados Unidos y con un aire de familia cultural que los diferencia poco en sus modos de crear. En el caso de la literatura en español, por ejemplo, son solo dos los consorcios que poseen las editoriales más exitosas en materia de ventas: Grupo Editorial Planeta, al día de hoy dueño de 51 sellos editoriales, y Penguin Random House, propietaria de 40 casas editoriales solo en español, pues también es dueña de sellos en varios idiomas, sobre todo en inglés, donde se ubica en el primer lugar en ventas y superventas de las llamadas big five del comercio del libro.
Paradójicamente, este panorama no ha cundido en nuestra producción editorial puesto que esta se halla subsidiada escandalosamente y no depende de índices de venta reales. Sin embargo, el problema de la socialización de la literatura que en Cuba se publica no se ha resuelto tampoco gracias a que se obvia, y se supera, el imponderable de la recaudación inmediata y la obtención de plusvalía. Crear mecanismos alternativos de divulgación y promoción, así como una crítica comprometida con los valores culturales, sociales, literarios, es un paso imprescindible, pero no una solución por sí misma. Se necesita, primero, como lo planteara el propio avance fundacional de la Revolución, un proceso educativo profundo que trabaje alternativamente, y con empatía estratégica, en la automatización del gusto popular. No se trata, quisiera subrayarlo, de ese demagógico eslogan de que la creación se parezca a la gente, tan ingenuamente enarbolado entre los defensores de lo comunitario, sino de que la creación cuestione la conciencia de la gente y los convoque a la transformación por el mejoramiento humano. Cuestionar, insisto, no puede llevarnos al estigma o la supeditación, sino al llamado a reflexión comparativa. Es una responsabilidad que atañe también al sector creador, donde parece primar el desentendimiento, complacido en el proceso de especialización de su literatura.
La primera pregunta que surge en este aspecto es obvia: ¿Están nuestros educadores y educadoras de hoy preparados para socializar lo que se crea, y se publica, en nuestras editoriales? Más obvia aun es la respuesta: no. Y, lamentablemente, se hallan lejos de lograrlo. El maestro y el profesor creativo, informado y culto, es más bien excepcional. Hemos desarrollado profesionales altamente especializados, en su mayoría al menos, pero deficitarios en cultura general integral, para usar el término institucional que tan bien nos propone la ironía. La especialización alienante es un fenómeno global al que también nos estamos sumando con anómico1 entusiasmo, o necesidad. Y al transformarse en absoluta, es enemiga de la socialización del arte y la cultura.
La programación cultural de este país es descomunal, probablemente insólita para los especialistas de la industria cultural, y sin embargo se alimenta de un público gremial, especializado, no de la sociedad en su conjunto y mucho menos de procesos vivos de socialización. Incluso esos fenómenos de subcultura masiva que tan alta recaudación alcanzan hoy por concepto de entrada, o de taquilla, se comunican solo con áreas sociales de contracultura que responden al llamado específico de moda. La sociedad nos ignora y, si algo conoce de las más divulgadas figuras (pienso en Carilda Oliver Labra, por ejemplo), se limita a muestras escasas, como el soneto «Me desordeno», o el «Canto a Fidel», sobre todo si lo reclaman utilitariamente, o sea, para acciones de conmemoración patriótica.
Me permito entonces parodiar a Raúl Roa: ¿Y la sociología de la cultura, se fue a bolina?
1 Perteneciente o relativo a la anomia. El concepto de Anomia pertenece a la tradición sociológica y significa ausencia permanente de normas. Introducido por Durkheim, fue desarrollado por la sociología norteamericana para estudios de control social, desviación, delito y criminalidad.
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