En el año 1969 del siglo pasado tuve la gran suerte de casarme con una muchacha que era hija de gallegos, él de Orense y ella de Lugo.
Viví muchos años en la casa paterna de mi compañera, y aunque a Pura, la madre, no la conocí por su fallecimiento prematuro, sí tuve la posibilidad de compartir largas conversaciones con Luis, el padre. Ello me motivó a que, en cierto momento, le pidiera al gallego que me contara su vida para escribirla, pero él se negó. Asuntos que mucho tenían que ver con diferencias familiares y el marcado interés por mantener en secreto su historia privada, salieron a relucir, y por respeto, nunca más abordé el tema.
Pero sucede que todos los escritores somos unos ladrones —porque el narrador debe aprender y aprehender de los escritores que ya tienen una obra que mostrar―, y como tenía la certeza de que en aquella vieja memoria se atesoraba un relato digno de contarse, mantuve mis conversaciones con el viejo como era costumbre, pero siempre que podía, discretamente, trataba de acercar la conversación al tema de su historia personal. Gracias a eso pude conocer muchas cosas: que había nacido en Eiras, una aldea de Orense cerca de Razamonde; que su casa era llamada la Casa Grande de Eiras; que frente a la casa había un enorme carvallo que no podían abrazarlo ni tres hombres juntando sus manos; que un poco más allá se encontraba un hórreo muy viejo, (el hórreo es algo así como un pequeño escaparate donde se guardan comestibles y otras cosas); que su familia no era exactamente de las más pobres del poblado; y que su padre y otros familiares habían emigrado a la Argentina, pero que él, cuando decidió irse, escogió a Cuba (nunca me dio razón del por qué).
Aquello quedó guardado en mi memoria y escrito en algunos apuntes que se fueron haciendo borrosos con el tiempo. Pero como la vida es intensamente rica para quien desee vivirla y aprovecharla en todos sus vaivenes y contramarchas, un buen día del año 1987 me vi enrolado en un barco de pesca cubano rumbo a las costas de Sudáfrica. Resulta que en aquel entonces estaba escribiendo mi novela La agonía del pez volador que contaba la vida de un pescador cubano nacido en la década del 20, y debía obligadamente conocer cómo eran los adelantos de la pesca contemporánea a fin de darle el acabado necesario a mi obra. Un convenio entre el Ministerio de Cultura y el Ministerio de la Pesca me dio la posibilidad ansiada y embarqué junto a otro escritor, Norberto Codina, viejo amigo, admirable colaborador, poeta, ensayista y excelente director de la revista La Gaceta de Cuba.
Supimos que íbamos a tocar algún puerto en España durante nuestro viaje de regreso, pero siempre se habló de llegar a Canarias, y por ello, en mi planificación de viaje no estaba, ni por asomo, la posibilidad de conocer Galicia.
Pero como dice el viejo refrán «el hombre supone y Dios dispone», y el amanecer de un 25 de diciembre, luego de haber pasado colgado de una grúa y por dos veces de un barco a otro en pleno océano, tocamos tierra en el puerto de Vigo, Galicia, con la posibilidad de quedarnos veinticinco días invitados por la Flota Cubana de Pesca para que conociéramos la región.
Ahí mismo saltó la liebre, en cuanto pasaron las fiestas y las borracheras de Navidad y fin de año, contando siempre con la colaboración fiel de mi amigo Norberto, convencimos al médico de la flota y luego de una gran preparación, mapa de Galicia en mano, una mañana lluviosa de domingo salimos en busca de Eiras.
Nuestro amigo médico no sólo se encargó amablemente de llevarnos en su auto, sino que trajo consigo una cámara fotográfica y pude sacar fotos de la aldea, de la Casa Grande, de la carvalla y el hórreo para llevárselas al gallego ―que por circunstancias adversas del destino había perdido contacto con su familia luego de que en un fuego se le quemaran las direcciones y fotos de sus parientes―, y darle así, inesperadamente, la gran contentura de volver a su entorno de la infancia antes de cerrar los ojos definitivamente.
Le conté además que en mi visita a la aldea pasaron cosas agradables y desagradables, estuve en la Casa Grande de Eiras que ya no es de la familia, porque el último pariente, Avelino, la había vendido; una señora de enfrente de su casa, muy vieja ya, dijo que recordaba a Luisito antes de irse para Cuba, y contó también que el padre había vuelto de la Argentina a morir en la aldea. Fui a visitar a un tal Manolo, que según la señora vecina era pariente de la familia, pero me salió un hombre joven, tal vez su hijo, y me dijo que ellos no eran parientes y que con cubanos no tenía nada que hablar.
No hay que decirles que las fotos y la historia me granjearon la simpatía definitiva del viejo, cosa que aproveché oportunistamente para volver a plantearle mi deseo de que contara su vida para escribirla y entonces accedió, no sin hacerme prometer que su nombre verdadero no aparecería nunca sino que adoptara el mismo nombre que el usó para entrar con documentos falsos a Cuba: Antonio Neyra Ruivaz, que era el de un amigo de la infancia. Fueron muchas horas de conversaciones grabadas y notas accesorias que fui tomando durante los encuentros y el resultado final es el libro, que se publicó en Vigo y se presentó en La Habana traducido al gallego y con el nombre Da vendimia a zafra, crónica dun emigrante galego en Cuba.
Espero que este intento sirva como recuerdo imperecedero a tantos gallegos que compartieron con nosotros alegrías y sinsabores, y nos ayudaron a consolidar la nacionalidad cubana.
Sirva también como homenaje a mi compañera y a su padre que ya no están en el mundo de los vivos, aunque nunca se han alejado del recuerdo.
Valga además para acercarnos cubanos y gallegos, que aún tenemos mucho que contarnos.
Espero que algún día el lector cubano pueda apreciar mi esfuerzo y la interesante historia de quien fuera mi suegro cuyo nombre verdadero era Luis Tizón.
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