Tal vez la escena más emblemática del desafío del humor ante el ejercicio del poder absoluto sea el magistral momento de la película El Gran dictador (1940), en que el personaje de Hynkel, interpretado por Chaplin, juega animadamente con la esfera terráquea. Esta escena aparece como la culminación estética de un curso ético presente a lo largo de su obra. Bajo sus cimientos hay un largo proceso de experimentación y búsqueda que permite esa síntesis genial. Sus cortos iniciales de cine mudo muestran constantes desafíos a la autoridad, desde los policías, que encarnan con frecuencia la nomenclatura simbólica del poder, hasta propietarios de comercios. Como maestro de la complicidad, sabía ganar la simpatía del espectador por esa vía.
Sin embargo, la simpatía que sus personajes producen no descansa en azares o casualidades ni simpatizamos con él sin condiciones solo porque desafíe el poder y le dedique un sinnúmero de chanzas en sus gags; la simpatía proviene del modo magistral, elaborado con profundidad, que emplea para dotar de sentido el entramado de las estructuras de lo cómico. De haberse limitado al criterio bergsoniano de llegar a la risa mediante el desacato del poder, habría logrado una comicidad efímera, como ha ocurrido con la mayoría de los filmes que en ese periodo de cine silente convocaban a la carcajada y hoy apenas nos sacan una leve sonrisa de condescendencia. Es un fenómeno que cotidianamente se reedita, como si de nada valieran las lecciones que genios como Chaplin nos legaran. Determinado cómico se burla de determinado ente de fama y reconocimiento social, incluso con carácter viral en redes sociales, y debe renunciar al chiste en un tiempo tan breve, que a veces no pasa del siguiente día. Eso, porque ha acudido solo a la envoltura, o a la superficial apariencia del humor.
La capacidad de lo cómico en la obra de ese que Armando Calderón llamara «el genial cómico de todos los tiempos», pasa por una profunda indagación del arte. No solo el arte de la representación, que es esencial, sino además el arte en tanto vía de interpretación del mundo o, lo que sería lo mismo, la piedra filosofal que han deseado los filósofos todos.
En su Autobiografía, Chaplin revela cómo llegó a la conclusión de que necesitaba a ese niño, hijo de un actor a quien había visto sin demasiado entusiasmo ni empatía, para concebir su película The Kid. (En español: El chicuelo). El chico, interpretado por Jackie Coogan, se dedica a romper cristales para que el Vagabundo, interpretado por Chaplin, consiga empleo al reponerlos. Los espectadores no lo vemos como un acto vandálico, aunque tengamos propiedades con ventanas acristaladas, sino como una astucia válida, de desafío, al ser puesta en juego por dos representantes de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El entorno en que viven actúa sobre el espectador como una especie de peso de conciencia, sacando del drama elementos de codificación fundamentales para la posterior comicidad. Esto se conjuga con recursos histriónicos propios del actor, como nadie entrenado en el arte de aprehender lo cómico.
Brillante e inolvidablemente simpático es el pasaje en que el chico, enfrascado en cumplir con su misión, descubre de repente que está siendo observado por un policía. A ello alude el genial director en su Autobiografía. La primera reacción del personaje consiste en enmascarar su acción, disimulando delante del espectador, más que del policía mismo, al modo en que lo ha hecho el Vagabundo de Chaplin tantas veces. Difícil era conseguirlo de modo natural para una criatura de la edad del chico, sin formación profesional, aunque con cierto entrenamiento, ya que solía presentarse con su padre, del mismo nombre, en espectáculos públicos.
El pequeño Coogan debía mostrar, en una difícil secuencia de doble trasfondo, que fingía estar jugando con la piedra como si fuese una pelota. Algo que pide jornadas prolongadas de la preparación del actor, de acuerdo con Stanislavski. Tal actitud está lejos del entorno de su edad y, por eso mismo, llevará a la risa, más poderosa en tanto la autoridad que observa se halla uniformada. De fondo, subyace además una fórmula doméstica a través de la cual la familia se divierte con frases que el niño repite con total inocencia, ajeno a su verdadero sentido, que los adultos comparten en complicidad.
Así, la escena del chicuelo sorprendido por el policía acumula elementos para su desenlace, llevando a la par la simpática conducta del pequeño tramposo con la expectativa dramática de la situación. La escapada sin aparentes consecuencias del chico, que echará a correr sin que el policía le conceda importancia, concluirá a la postre con una carrera repentina, tributo y parte de la socorrida tradición de persecuciones que legó el cine mudo. Nótese que el estado definitivo de comicidad que esta persecución provocará, ha venido anunciándose con ademanes anteriores, premeditados por Chaplin para ser colocados en el ámbito de la percepción subliminal. De ahí que al producirse, hoy como antes, lleve a risa. La oposición emblemática que la escena plantea busca seducir a través del enfrentamiento de un niño, que representa simbólicamente la inocencia, aunque en verdad es un astuto timador, a la autoridad ciudadana de máxima representación, la policía, que quedará definitivamente burlada, aunque su papel sea justo el que la sociedad precisa.
Si nos atenemos a los más generalizados criterios acerca de la risa, podríamos pensar, erróneamente, que en el arte de Chaplin la simpatía por lo cómico actúa como una manifestación de anomia ante la sociedad, dado que apoya al personaje que rompe con sus necesarias normas. No es, ni puede ser, socialmente recomendable lo que el Vagabundo y su compinche hacen; aun así nos seducen y deseamos con todas las fuerzas que no sean atrapados. Por tanto, la autoridad en la que Chaplin se enfoca se encuentra más allá del propio personaje que la representa metonímicamente, mostrando apenas una parte del todo, que es el sistema social gracias al cual el desclasado se convierte, injustamente, en lo que a simple vista vemos. Todo en un plano sutil que en los recursos inherentes al arte cifrará sus códigos.
El Vagabundo de Chaplin quiebra a su paso toda norma, desde el orden familiar hasta la autoridad por antonomasia, preferiblemente representada por las altas clases sociales, o incluso por uniformados de menos rango social que, no obstante, prestan servicio fiel a esa autoridad mayor. Al ser un personaje desclasado, fuera del canon civilizatorio, podría acceder a esos desvíos de la conducta ciudadana, propios de su rango. Esa es la vana ilusión que le permite sortear las posibles objeciones de espectadores que, en tanto se divierten con sus peripecias, condenarían severamente su conducta en vida real. Justo por esas circunstancias, su creador ha administrado muy bien sus elementos, sazonando con aparente ligereza las secuencias. Gestos y objetos son tan importantes como el argumento. Tampoco es baldío que en las didascalias que orientan al espectador del cine mudo, se anuncie que habrá risas, y alguna que otra lágrima. La circunstancia dramática, en esta como en la mayoría de sus películas, es esencial para la comicidad consecutiva y perdurable, capaz de hacernos reír como si fuese acabada de crear, o como si no la hubiéramos visto infinidad de veces.
¿No es sintomático, entonces, que esa escena de Hynkel con la esfera terráquea, aún nos cauce risa, como si no mediaran décadas de Historia de la humanidad?
También en su Autobiografía, Chaplin define hasta qué punto cada detalle es importante para la credibilidad que el código propone en busca de la risa: «el vestuario de Paulette en Tiempos modernos exigió tanta inteligencia y finura como una creación de Dior. Si el atuendo de una gamine se trata sin cuidado, los remiendos resultan teatrales y poco convincentes. Al vestir a una actriz como una golfilla callejera o como una florista intentaba crear un efecto poético sin menoscabar su personalidad».
Curioso que un panorama tan insólito como el que protagoniza todo el tiempo le parezca ajeno a la teatralidad y convincente respecto al comportamiento en sociedad. Sin embargo, el desacato irrefrenable que muestra el Vagabundo, quien golpea traseros a diestra y siniestra, entre otras varias irreverentes «travesuras», va acompañado, siempre, de cortesía ciudadana y comprensión de la justicia. El gesto cortés, que es contrastado con burla de inmediato, trasciende lo paródico y significa —da sentido significante— el contraste entre la autoridad social y el individuo desclasado, quien acude a la única posibilidad de ejercer el poder de que dispone: la risa.
Las alocadas peripecias del Vagabundo de Chaplin suelen enfocarse en actos de justicia, la mayoría de las veces desde el anonimato, sacrificando identidad y beneficio por un acto noble. Así, lo cómico y el bien actúan como aliados, no solo desafiando el prejuicio que la civilización ha insistido en mantener, sino demostrando cuánta comicidad puede devenir de esa alianza si con buen arte se hace.
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