El 7 de enero de 1986, hace ya 39 años, nos abandonaba para siempre uno de los narradores latinoamericanos más elogiados: el mexicano Juan Rulfo, autor de dos libros memorables: el cuaderno de relatos El llano en llamas y la novela Pedro Páramo. Años más tarde, el dramaturgo, director teatral y poeta cubano Juan José Jordán se encargaría de rendirle el más singular de los homenajes.
A mis alumnos del Taller Literario suelo explicarles que la apropiación de textos ajenos (textos casi siempre venerados por el autor del «robo») es un acto completamente legítimo que aprendimos de nuestro novelista mayor, Miguel de Cervantes, y que un trecho muy largo va del plagio vulgar y desmadrado a la legítima intertextualidad.
Sin que hubiera transcurrido mucho tiempo desde aquellas charlas con los futuros escritores, un buen amigo y teatrista, Juan José Jordán, decidió poner en mis manos su pieza de teatro Cuando los muertos hablan, finalista del III Concurso Nacional de Dramaturgia Virgilio Piñera, en la cual el autor «peca» también por entrar a saco en un texto ajeno, en este caso la novela Pedro Páramo, propiedad memorable del escritor mexicano Juan Rulfo, para construir un universo propio, de clara resonancia insular, criolla, cubana.
Recuerdo que en tiempos pasados, cuando entonces era mi profesor en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y no tenía aún tantos premios a cuesta, el novelista Daniel Chavarría confesó que, por espacio de varios meses de su vida, solo tuvo deseos de leer y releer sin pausa una sola novela, Cien años de soledad, porque solamente ella era capaz de mirar el corazón de nuestros pueblos con la certeza de un microscopio, novela que, dicho sea de paso, jamás hubiera sido escrita si no la hubiesen antecedido los monstruos sureños de William Faulkner y, por supuesto, la obra maestra de Rulfo, a quien García Márquez veneraba como a un sabio o como un padre literario.
Juan José Jordán también cayó de bruces, más que de rodillas, ante la pieza narrativa del jalisciense, seleccionada por los críticos del diario español El País como la obra grande de la lengua castellana en el siglo XX.
Pero, ¿qué vio Jordán en una novela que ya tiene las canas de más de sesenta años? Lo vio todo, absolutamente todo. Respiró su profundo discurso lírico (a pesar de su atmósfera mugrienta, Pedro Páramo es una novela escandalosamente lírica) y se sintió en deuda con ese espanto genial, continental, americano, que es Comala, un pueblo aparentemente muerto por donde cruza, mientras huye hacia «el Norte brutal y revuelto», el protagonista de Cuando los muertos hablan, el joven Juan Diego, cubano en el camino del exilio, y también depositario de un legítimo amor hacia la tradición del Día de los Muertos en México.
En este mítico pueblo, adonde Juan Diego ha llegado, la muerte es de cuerpo y alma. La muerte es total. Alguna vez sus habitantes estuvieron vivos, pero perdieron el concepto del placer y la esperanza de encontrar un camino hacia la luz y ahora solo susurran, hechos sombras, un extenso calvario de derrotas.
En Comala nadie supo llevar una brújula en la voz y en el pecho, no hubo dios que encontrara el norte, el prójimo existió solo como error, nadie supo amar…y lo que es peor: nadie parece recordar si valía la pena saberlo… Están condenados. Y están malditos, metidos en un viaje hacia ninguna parte, igual que hace medio siglo, cuando Rulfo los hizo «nacermorir» a la sombra de un cacique impune y retardatario. Comala es también un círculo del infierno. Y Jordán tiene constancia de esta mala noticia.
La apropiación de J.J.J es, sin dudas, tan encomiable como legítima. Gastaría páginas enteras si mencionara, además de a Cervantes, a cuantos han abrevado en el pasto verde y jugoso de autores memorables y nos han entregado desde nuevas Medeas y Antígonas hasta nuevas Caperucitas y Blancanieves libidinosas.
J.J.J sabe que la historia de Comala se repite. Y otra vez como tragedia. Siempre como tragedia. Y no quiero (me niego) a decir por los siglos de los siglos.
Cuando los muertos hablan es un texto marcado por un desencanto sereno: Juan Diego parece huir de otra suerte de Pueblo Blanco (escapad, gente tierna, que esta tierra está enferma, tal como canta Joan Manuel Serrat) en busca de un aire libertario, y tal fuga implica, inevitablemente, desgarramientos, desasosiegos, odios cargantes, pérdida del espacio de la matria y de la patria…
No obstante, estos dolores agudísimos, vive (no sobrevive) en este personaje un zumo de humanismo que lo pone a notable distancia de algunos de los monstruos rulfianos, especialmente del cacique Pedro Páramo, responsable (si es que cabe esta palabra) del caos y la negrura que sepultó la esperanza de un pueblo. Un pueblo que quizás pudo ser floreciente y terminó siendo nada.
Juan José Jordán ha escrito un texto mágico, poético, delirante, en el cual el tono de las voces de Juan Rulfo está absolutamente respetado y muy a tono con las angustias de ese otro par de Juanes que huyendo, sabe Dios de qué historia muerta, han llegado a la muerte misma que, como todos sabemos, hay veces que se haya -¡oh, ironía suprema!- a escasos metros del Paraíso.
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