Metió un dedo en mi boca y masajeó la encía de ese lado. Hasta ahí, normal. Lo mismo hubiera hecho cualquier dentista. Es más, le agradecí que me diera tiempo después de la inyección, porque mis raíces son largas, profundas, bien encajadas, no se dejan extraer con facilidad. Normal que se recostara a mi mano que, inmóvil y expectante, yacía sobre el brazo del sillón. Lo mismo habría hecho cualquier dentista cuando se inclina sobre la boca abierta de un paciente y, sin querer, lo roza. Lo que no fue normal, y esto sí tuve que decírselo cuando lo encontré de casualidad a la salida, era que le hubiera pedido a otro que me atendiera argumentando que mi caso era muy atrofiado (al parecer mi cordal predispuesto yacía totalmente horizontal). Me pareció completamente injusto que me abandonara después de restregarse así contra mi mano, después de lanzar aquel aliento suyo sobre mi boca abierta. Sobre mi cara que, cubierta con un paño verde, no pudo ver su cara cuando agradecida yo y a falta de palabras, le chupé el dedo.
Del libro Erótica, Cuadernos del Bongó Barcino, 2019.
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