A fines de noviembre de 1912, cuando ya casi era invierno en el pequeño pueblo de Elyria, Ohio, la vida de Sherwood Anderson cambió abruptamente. Tenía 36 años y era el director y fundador del Anderson Manufacturing Company, una empresa que distribuía pintura para techos cuyo depósito se levantaba en los límites del pueblo, cerca de las vías del tren. Anderson estaba casado y tenía tres hijos. Había nacido en Ohio y desde chico trabajó, aunque siempre fue lector y muy observador, con un alma sensible. Su educación fue salteada, estuvo en el ejército unos años, fue publicista en Chicago. Todo parecía estar bastante bien, pero un miércoles 27 de noviembre —según cuenta la leyenda—, Anderson salió de su oficina y se puso a caminar por las vías del tren. De alguna manera estaba dormido. Cuando se despertó unos días después, en la ciudad de Cleveland, a 50 kilómetros, se dio cuenta de que en realidad siempre había estado dormido. Decidió dejar atrás su vida materialista y dedicarse a la literatura, sin importarle las consecuencias.
Una de las gracias de ser escritor es que nada en tu vida resulta en vano (incluyendo el tiempo perdido) si logras convertir tu experiencia en literatura. Esa es la gran apuesta. Redimirse. Así sucedió con Anderson que, tras dos novelas de aprendizaje, publicó uno de esos libros que justifican una existencia. Winesburg, Ohio (1919) es una colección de 22 cuentos (hay quienes argumentan que funciona como una novela) que operan como una radiografía, un censo espiritual, y un retrato existencial de un pequeño pueblo en Ohio a principios del siglo XX. Lleva de subtítulo «Un grupo de cuentos sobre la vida de los pueblos pequeños en Ohio».
Winesburg, Ohio es lo mejor que hizo Anderson en su vida de escritor, aunque después publicó varias novelas, una autobiografía y decenas de excelentes cuentos. En ese sentido, Anderson es como si James Joyce hubiera llegado a la cúspide de su arte con Dublinenses. Aunque lo intentó, Anderson nunca llegó a escribir su Ulises. No escribió un Moby Dick. Anderson es un escritor menor que logró una obra mayor.
Sus contemporáneos reconocieron su grandeza y también sus limitaciones. El importante crítico Newton Arvin —contemporáneo de Anderson—, escribió:
Sherwood Anderson está intentando —más o menos inconscientemente, sin duda—, de ocupar el puesto del poeta bárdico: de poner en formas simples y bellas los dolores de gente apabullada, de personalizar una vida mecanizada, de dar nuevos valores a un mundo que ha descartado el viejo mundo como inválido.
El pueblo ficcional de Winesburg tiene 1800 residentes. Varios de ellos aún recuerdan la Guerra Civil (1861-1865). Está en transición de la era pastoral-agrícola hacia la moderna y mecanizada. Hay una calle principal en el centro del pueblo, Main Street; las calles residenciales, que están pobladas de arces, terminan en campos donde se cultivan frutos, trigo y maíz que el tren lleva a los centros comerciales como Cleveland y Chicago. En el invierno, un viento helado del Lago Eyre (con un área de 9.500 kilómetros) llega desde el norte. En la primavera, las semillas de los arces caen en sus hojas hélice y cubren las calles con una alfombra verde fosforescente. Pero en invierno también nieva y el pueblo logra su máxima quietud. Y silencio.
Las vidas de los habitantes parecen sencillas. No les falta nada material. No hay grandes conflictos sociales. No hay hambre ni pobreza. Y sin embargo hay un enorme vacío. Son, literalmente, grotescos. Precisamente, el primer cuento se llama «El libro de los grotescos» y trata de un viejo veterano de la Guerra Civil, que está escribiendo un libro con igual nombre, «El libro de los grotescos». El narrador omnisciente de Winesburg, Ohio cuenta: «El libro tenía un pensamiento central que es muy extraño, del cual nunca me he olvidado». Es que en el principio del mundo hubo muchos pensamientos pero ninguna verdad. Las verdades fueron hechas por el hombre y consistían en un compuesto de varios pensamientos ambiguos. Eventualmente, las personas se adueñaban cada una de una verdad; algunas personas más fuertes agarraban para sí mismas decenas de verdades.
Así sigue el narrador:
Eran las verdades que convertían a la gente en grotescos. El viejo tenía una teoría muy elaborada sobre el tema. Su idea era que en el momento en que una de las personas tomaba una verdad para sí, que la llamaba su verdad e intentaba vivir su vida según ella, se convertía en un grotesco, y la verdad que había abrazado, en una mentira.
Claramente, esta es la clave para leer Winesburg, Ohio. Cada relato muestra un personaje diferente luchando con sus propias verdades y falsedades. Los personajes reaparecen en varios de los cuentos. George Willard, un joven reportero, es el hilo conductor de todo el libro. Por su trabajo está en todas las actividades del pueblo y por su carácter —se encuentra en el crepúsculo entre la niñez y la vida adulta— la gente confía en él.
Winesburg, Ohio es una gran novela crepuscular. Tiene la belleza y la melancolía de la última luz del día, de ese momento de luz azul cuando el tiempo de veras parece estar suspendido mientras que, a la vez —y contradictoriamente— todo parece imaginario, frágil, al borde de la inexistencia.
Hay que decir que Sherwood Anderson es una figura central en la literatura estadounidense del siglo XX no solo por Winesburg, Ohio, sino también porque fue un mentor para Ernest Hemingway y William Faulkner, quienes publicaron sus primeras novela gracias a la ayuda de Anderson.
Faulkner mismo dijo sobre Anderson:
Escribía no por una sed implacable de gloria por la cual cualquier artista destruiría a su madre vieja, sino por lo que para él era más importante y urgente: ni siquiera por la verdad, sino por la pureza, la exactitud de la pureza. El no poseía el poder y la ráfaga de Melville, que era su abuelo; ni el humor lujurioso de Twain, que era su padre; no tenía nada de la pesada indiferencia por las sutilezas que tenía su hermano mayor, Dreiser. Lo suyo fue una torpe exactitud, la palabra y frase exacta dentro del alcance de su vocabulario limitado, controlado y hasta reprimido por él mismo hasta un fetichismo de simplicidad, para penetrar la esencia final de un pensamiento.
Es un elogio medio retorcido que lo ubica en una gran tradición literaria de su país y, a la vez, critica sus limitaciones, pero no dijo nada que Anderson mismo no supiera. Hacia el final de su vida, escribió en una carta: «Sé que he tenido gran fortuna por más que no puedo situar mi obra entre la de mis héroes. Ha habido una lucha pero no mucho heroísmo en mi vida. A pesar de mi egotismo yo sé que soy una figura menor».
Puede ser. Pero hay centenares de miles de autores olvidados que hubieran vendido su alma por ser un escritor tan menor como Sherwood Anderson. Apostó su vida para escribir una gran obra y lo logró.
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