Volver al aula el 9 de diciembre, en vísperas de su cumpleaños y recitarles a los estudiantes «Eternidad» con la voz casi quebrada por una emoción que pensé ida, tras 18 años de haber leído este poema por primera vez, también en un aula, siendo una niña que no lograba entender la hondura del texto, pero a la que cada verso le retumbaría siempre en la memoria.
Cuando en 1938 sale la edición príncipe de Versos es «Eternidad» la elección de Dulce María para principiar su libro, elección, a mi juicio, profética, al ser este texto cristal donde relucen algunos de los tópicos que vuelven con insistencia en su escritura: muerte, conciencia de lo efímero, contemplación, inmovilidad, tristeza altiva y resignada, irán preconfigurando el entretejido temático del poema y de su obra toda.
En la primera parte del poema, que incluye las tres primeras estrofas, el sujeto lírico preludia su canción perecedera y bella a un tiempo. Será el jardín, entonces, el escenario idóneo —acaso como aquel otro jardín donde comenzara nuestra condena bíblica—, para enlazar, en danza trágica, la belleza y la muerte. Ambos conceptos se irán amplificando estrofa tras estrofa en elegante intensidad que pareciera, por momentos, pasar desapercibida, arremolinada en las sutilezas del jardín.
Pájaros con canto de cristal, rosas, abejas de dulcísima miel, construirán delicadas imágenes que contrastan con la contundente postura del yo poético: «No te los doy que tienen/ alas para volar». Tal disrupción aparece también a nivel rítmico, y mientras los versos donde se recrean las imágenes tienen un tempo pausado con periodos de anacrusis, aquel donde irrumpe la elección de la voz lírica quiebra la anacrusis y el acento surge desde la primera sílaba métrica:
o]óoóo[óo óooóo[óo o]óoóo[óo o]óoóo[óo
La segunda parte del poema —las tres últimas estrofas— explicita la antítesis, ahora en un plano más íntimo, que consagra la distancia entre un yo lírico y un otro:
Yo lírico
nada
tristeza
no tener qué dar
Otro
infinito
inmortal
algo de eternidad
Frente a este vacío, frente a la mortalidad definitiva, el sujeto poemático elige la contención, no permite que el fruto sea mordido, no se deja tentar y en digno renunciamiento es ella quien expulsa del jardín:
Deja, deja el jardín…
no toques el rosal:
las cosas que se mueren
no se deben tocar.
Irónicamente, en 1938, la recepción de Versos fue muy pálida, hecho que sumergió a Dulce María, por largo tiempo, en un silencio dolido. Recordar «Eternidad» en su 122 cumpleaños es mi íntimo regalo para ella, mi tímido gesto de hacerla eterna.
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