La poesía de Octavio Smith (1921), en su único libro publicado, Del furtivo destierro (1946), comienza con el cálido viento invadiendo la isla:
Mimbre infinito, tu guerrero brazo caliente que convoca y sigue prende en mi cuerpo ardiente titilar desvelado. («Viento del sur»)
Pronto establece sus polos, entre los cuales afina la cuerda con labrada clavija: el interior aciago, la gruta de la casa:
penetras el oscuro reino, te sumerges existiendo solo para tus dedos y su desierto aliarse en los rincones al azote de silencios batracios... («La casa que la muerte ha visitado»)
y la intemperie, la salida del mar:
Acudid a esta luz, a su atinado texto, Enredada en levísimas espumas despliégase ondulante entre el ala y la ceniza («Atlántico»)
Entre el húmedo morado de «la pared madrina» y el morado radioso del ocaso atlántico («bajo moradas joyas sumergido», final de su espléndido soneto «Mar de la tarde»), la piel del aire se pone febril para las sigilosas pausas ávidas de Octavio Smith. La pérdida, el destierro, son también temas esenciales de su poesía. Pérdida del oculto y regio mundo, ya presagioso, de la infancia:
Antaño al terciopelo azul de tu traje de las tardes la doliente fruición del otoño se amoldaba poblábate la infancia de amistosos misterios, libremente fluían del aire hacia tu alma dinásticas sonrisas de leve helor ruinoso. («La casa que la muerte ha visitado»)
Destierro que él concibe en fabulosa égloga, no agreste ni fluvial sino marina, que a Pedro de Espinosa hubiera gustado, y sigue así desplegándose nuestra intuición de la égloga como testimonio del paraíso perdido:
Casa marina, iridiscente tuve, sienes tersas para la amiga linfa sigilosa del aire en la ferviente galería, su azuleante, vivaz, rizado colmo. Con pulcro, translúcido redoble los cristales se abrían festoneados de salinos envíos, mojados del fresco encaje onírico asestado por el mar en diálogo brioso * * * Casa marina, reino de sal rielante tuve y destronado fui mientras dormía. («Casa marina»)
Aquel temblor que consideramos en la poesía de Luisa Pérez, a la que por cierto Octavio Smith dedicó un lúcido ensayo, invade su mundo y su palabra, atravesándolos como un delgado río presuroso y apremiante. El «destronado» se halla ante un texto que tiembla de huellas, alusiones, anhelos. Tiembla, titila, vibra, riela, irradia, late hialino y febril el mundo de este poeta que se siente pertenecer a un «linaje disperso» y busca en el tiempo de la fábula o la leyenda la fuente que lo sacie. No la encuentra allí, pero el tenso riachuelo del temblor de las formas lo mantiene en una especie de absorta comunicación con los veneros de la memoria y las tierras invisibles del deseo. La pérdida así no lo abruma, como a Diego, sino lo mantiene alerta, ojos y oídos aguzados para sentir el pulso comunicante que va dejando sus trémulos bosquejos en el aire:
Corza en el aire fino apenas deja dulces líneas y fuga dibujadas. Descíñese la Forma: en encantadas ondas de luz la aísla y la bosqueja. («En primavera»)
Pero es sobre todo su anhelante alma, entrando en la premura de una fuga que no es un hundirse en la nada, sino un ir hacia el inalcanzable centro donde todo esplendor se realiza y toda sed se aplaca. Las murientes y sucesivas formas van: devanan, titilan, se propagan, tremolan, brillan, exhalan, cantan, arden, para ir. Todo el ser disperso, está yendo con insaciable y afiebrado impulso. Y en medio de él, arrastrado por ese hálito que ansía la otra orilla, su corazón. Si «Casa marina» es su más fruitiva y maravillada página, «Del linaje disperso» señala, para mí, el nervio mismo de su intuición poética:
Tiembla mi corazón, lejos devanan
esta titilación que se le enreda,
tiempo transluce o la arenilla indócil
de música a la espalda de los días.
O es el ritual dinástico del polen
para el arpa del aire revivido.
Tiembla mi corazón y se propaga
por fragancia vivaz, por finas lumbres,
tiembla, escapa en su fe, tibios escorzos
agita en torno ingenuos y frutales.
Desperezando los verdores
de tierno encaje cristalino,
va la onda a tocar pura en la rama
donde emboscada flauta, cuerpecillo
de alas tañidas, arde y la tremola.
Tiembla escalando el aire ese rizado
manojo de sustancia melodiosa,
pluma blandida o cándida violencia
desnuda hacia la carne de los cielos.
Tiembla toda la linfa atardecida
del aire y la rielante,
solícita emoción gana la estrella,
pulsa su tersa punta que cardada
la vibración devuelve por el cauce
del latir de mi ángel a mi lado.
Magno diamante activo en cada punto,
qué logrado universo ahora persiste
desde mi corazón y su otro borde
confía al hálito de Dios.
Casi sufriendo, como las estrías
tensas de pluma al agua sometida,
a un agua o levedad
transitada de rápidos secretos,
la carne fulge al aire sueño y pugna
de carne desnudada de sí misma.
Nevado de ceguera minuciosa
mi corazón redime los confines
del mundo, sus manteles desenvuelve
de recelo entregado a dulce pira.
Pulcro temblor sinfín bajo un remoto
dosel fluente, un diáfano discurso
donde las voces cálidas del Verbo
lúcidas se entretejen e insondables,
reverberando en parco terciopelo
de sagrada sordina.
Tiembla y alude todo al presentido
céfiro que aprisiona
las rosas en coral desquiciamiento.
Acrece en progresivas
delgadas formas delirantes,
tiembla y apremia a Dios cada criatura.
Aparte la belleza y la profunda necesidad individual de este poema, a la luz de la tradición del temblor que hemos estudiado en nuestra poesía adquiere toda su significación cubana. Como la ingravidez en «Flor de espacio» y «Acta de la mariposa» de Ballagas, como el rumor en la concepción poética de Lezama, como el mito de la inocencia en las «Palabras» de Baquero, el misterio del temblor insular alcanza aquí su más lúcida expresión, su más viva y sobrepasada plenitud espiritual.
Diríase que en esta visión, el único sustantivo, Dios, es infinitamente asediado por las sedientas formas adjetivas. La suma de las cosas contingentes no puede darnos nunca la unidad de la sustancia. De ahí la profusa y en cierto modo tantálica adjetivación que caracteriza a la poesía de Smith.
De ahí su primera impulsión cinegética, alternada con el oscuro ahogo de «un aire selladamente lacio» y con el desaliento opaco del «seré dejado atrás por todo lo que fluye», que al cabo se integran en esa especie de melancolía fanática del paseante de las ruinas:
Llueve Septiembre como un rey manchado, asolado y escueto va añadiéndose como quien cede airosa púrpura a la turbia prisión del cortinaje disolvente. Mundo flechado por la muerte, por un acre desmenuzarse tibio y embriagado. Finas escorias linajudas llueven... («Lluvia en Septiembre»)
Linaje todo del ser, destronado. Prosigue así la poesía de Smith, con una opulencia alucinada como la de un príncipe en el exilio, que lo que toca o ve se trasmuta en nostálgicas, regias alusiones. Todo tiene para él un oscuro sabor dinástico. El esplendor de la luz es «un príncipe ocioso». El mar es un «manto suntuoso y taciturno». Bajo los plátanos enlunados del patio sueña: «Mi aldea en la floresta de un tapiz extraviada». Ofuscado por lo heráldico de la tarde, exclama: «Y quién sino el joven / Colonna retornando soy de aguerrida traza reminiscente…». Al acercarse con esa vaga pompa de raído manto a nuestras realidades inmediatas, levemente tocado por los herméticos prestigios y elogios de Perse, escribe extraños poemas como «Sabana» o «El parque de Cervantes», llenos de una fastuosa penuria.
La insularidad profunda de la poesía de Octavio Smith está en su aguzamiento para el temblor del aire, las frondas, el mar. Ese temblor lo sitúa, religiosamente, en un irse que es un ir, en una furtividad del ser que es un reintegrarse oculto a la orilla más lejana; imaginativamente, lo incorpora al riachuelo de la reminiscencia, que pronto es la nostalgia de toda realeza perdida; verbalmente, pulveriza su idioma en adjetivaciones insaciables. Tampoco la isla cuaja ni se asienta en una sustancia. Estremecida por el viento, renovada a cada instante por el «grandioso mantel que incesantemente se renueva», solo puede ofrecer al inasible fausto del destierro y la pérdida, «una orgullosa intemperie calma y alucinada».
Como de Luis Barahona de Soto escribiera Diego Hurtado de Mendoza, de Octavio Smith puede decirse que es poeta de «un raro viso». El paño de su palabra tiene aguas singulares, como una joya. Hay en él un Eros febril, minucioso: el Cupidillo de Anacreonte asaeteando la realidad con miríadas de diminutas flechas que hacen cabrillear su contorno. Pero hay en él también un secreto ascetismo rodeado de graves cipreses italianos. Y en el arco de su pálida frente brillan las vagas estrellas del Norte.
* * *
Aparecido en Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2021, pp. 406-410.
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