Según el ácido decir del destacado novelista cubano Guillermo Cabrera Infante, en Cuba sucede que las noticias son mentiras y los rumores y las bolas son verdad. Pues como rumor invencible desde hace años —rumor que algún artista en fecha reciente intentó desmentir, imagino que sin mucha suerte— ha corrido que, en el conocido encuentro de los intelectuales en junio de 1961, en la Biblioteca Nacional, el más trascedente de nuestros dramaturgos, Virgilio Piñera, tomó la palabra para decir en medio de los encendidos debates de aquel encuentro: «Yo no entiendo mucho lo que están hablando. Yo solo sé que tengo miedo».
Real o no, exacta o inexacta respecto a su original, la frase se ha mantenido viva y ardiente a lo largo del tiempo y, ya en peores y más enrarecidas circunstancias históricas durante las décadas del 60 y 70, hace que Virgilio la ponga a flote en su intensa pieza dramática «Dos viejos pánicos» (Premio Casa de las Américas, 1968) y en varios de sus más conmovedores poemas, en uno de los cuales llegó a afirmar que el «odio goteaba lento, cotidiano», razón de más para sufrir hasta los tuétanos el miedo.
Pudiera parecer que he comenzado hablando del autor equivocado, pues mis primeras palabras no tienen como protagonista a su verdadero destinatario: el poeta y narrador artemiseño, Alberto Rodríguez Tosca, ya en sus 62 a partir del 21 de noviembre de este año y eternamente vivo en su poesía, aunque haya cerrado los ojos para siempre en 2015, y no al diverso y fecundo Virgilio Piñera, por muy talentoso currículum que haya forjado este último.
Pero resulta que dos palabras ya mencionadas aquí: miedo y pánico (la primera más que la segunda, vaya qué alivio) toman por asalto ese libro, pobremente estudiado y nombrado Las derrotas, de Alberto Rodríguez Tosca precisamente, y me hacen sospechar, sin llegar al miedo y mucho menos al pánico, que Alberto es un honrado deudor de un hombre que vio juntarse cielo y tierra y despertarse todos los demonios cuando supo que la nueva sociedad no guardaba para él, homosexual y rebelde declarado, la ansiada estabilidad que como creador deseaba y necesitaba, sino todo lo contrario.
A cierto personaje de una película argentina, cuando se vio en medio de una contienda bélica, el miedo le invalidó pies y respiración. No obstante, terminó realizando más de una hazaña, que lo llevó a ser reconocido y condecorado. Al preguntársele de dónde había sacado tanto valor, respondió sencillamente: «El valor lo saqué del miedo».
Pero qué pasa cuando el miedo te invalida pies y respiración y no hay modo de que saques del fondo de ti el valor suficiente, el valor que te llevará a ser alabado, ensalzado, premiado, condecorado…, a ser las antípodas del antihéroe que campea en el poemario Las derrotas.
¿Qué pasa cuando, definitivamente, la épica no va contigo, el pelotón suicida no va contigo, la primera línea de combate no va contigo, una bala en la sien antes de caer en manos del enemigo no va contigo?
¿Qué pasa cuando solo eres un común mortal y, más que un común mortal, eres un derrotado, que es la manera de ser tres veces un común mortal, aunque no tengas el valor de así llamarte, como honrada y dramáticamente se llaman las criaturas (tal vez una sola hechas varias) del libro Las derrotas?
Un poeta puede ser un hombre perfectamente feliz. Un poeta puede ser también un hombre sin miedo. No tengo por qué ponerlo en duda. No tengo por qué poner en duda tampoco que sea y padezca todo lo contrario. Para un hombre que mira las esencias y excrecencias del hombre mismo, no ha de ser nada fácil intentar poetizar el mundo desde una mansedumbre y conformidad paradisíacas.
Alberto Rodríguez Tosca no lo hace. No quiere hacerlo, aunque en la medianoche, o al descarado mediodía, el miedo y más tarde el pánico entren en escena e intenten atenazarle pluma, corazón, garganta… El miedo y la derrota no le servirán para huir, sino para escribirlos.
«Solo sé que tengo miedo» —dicen que dijo Virgilio Piñera. Nadie puede decir que alguien dijo que los personajes de Tosca también lo tienen. No. No lo puede decir, porque no son un rumor. Son un hecho real, oscuro e innegable grabado en el pecho de la página blanca y a la postre, sobrecogida, a la cual deberíamos asomarnos todos los creadores en especial, porque en buena medida la historia va con nosotros en primer lugar, y no comienza en los salones de la Biblioteca Nacional, sino muchos siglos antes.
Faulkner aseguró una vez que Hemingway era un hombre que escribía con miedo, afirmación que Hemingway, curtido cazador de leones y submarinos nazis y eterno retador de cualquier peligro, no asimiló de ninguna manera, convencido de que tan impensada declaración del «borracho sureño» no se correspondía con su imponente coraje de Dios de Bronce de la literatura norteamericana.
Viendo el asunto desde la feroz historia machista del hombre —seguramente entendida así por Hemingway— el miedo, el pánico, la derrota… son comensales que acaban por sentarse a la misma mesa y resultan igual de abominables. Quizás más de un personaje faulkneriano nadaba en estas aguas; Hemingway hombre, no… Aunque quizás debiéramos preguntarnos mejor: «¿Hemingway hombre, no?» A veces los miedosos y perdedores —Tosca nos lo recuerda— son más creíbles que sus opuestos.
En Las derrotas el miedo está ahí, saltando de verso en verso, y no siempre de modo discreto o en sordina, por las páginas de un libro «tan sincero que asusta», tal como lo calificó ese poeta franco y magnífico nombrado Rafael Alcides . «A otros los felicitaron por sus victorias; a ti, por Las derrotas», le señala sonriente (más bien con angustia sonriente) Alcides en el enjundioso prólogo a la edición del sello editorial UNIÓN, en 2008, con portada vestida de un absoluto y ceremonial color negro, color emparentado casi siempre —para bien o para mal— con todo aquello que remita a lo tenebroso, lo sórdido… el miedo, precisamente.
Dividido en cuatro secciones, donde se nombra cada día de la semana en cada una de los poemas que las componen, remite a una suerte de círculo vicioso, de vueltas en redondo, como dentro de un recinto penitenciario o de un desconocido círculo de infierno. En Las derrotas se asoma, alguna que otra vez, un zumo de piadoso amor hacia la madre, lúcida y directa mujer, o hacia los seres humanos, hacia esos mismos que, definitivamente, no serán parte de ninguna épica o monumento, sino materia absolutamente prescindible y olvidable… mal que nos pese.
Conocí a Alberto Rodríguez Tosca mucho antes de que se fuera a residir en Colombia y mucho después de publicar Todas las jaurías del rey (Premio David 1987), un libro tan memorable como cualquier libro antológico de la poesía cubana, solo que algunos críticos —como era de esperarse— no se han dado aún por enterados y, en su momento, casi lo dejan sin premio… ¿por puro miedo?
Fue en un encuentro de ocasión, vertiginoso, cuando lo conocí. Recuerdo bien que muy bien le recordé la versión que para la radio había realizado del cuento «El poeta asesinado», del francés Gillaume Apollinaire, y el modo en que me había impresionado esa versión, al punto de creer que aquella monstruosidad estaba sucediendo en algún lugar de este mundo, pues había comenzado a escuchar la versión radial varios minutos después de comenzada su trasmisión.
Alberto sonrió con esa flema aparente que lo caracterizaba. Definitivamente, todo poeta suele estar en peligro… y no solo en el relato de Apollinaire. Por eso si el miedo y la derrota irrumpen impetuosos en su pluma, razones de sobra tendrán para alimentar sus temores… y para terminar escribiendo ciertos libros como Las derrotas.
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