Escribiendo a propósito de la poesía de Alpidio Alonso-Grau, a quien no duda en llamar «poeta a carta cabal», Roberto Manzano nos advierte que, en sus versos, «entiende con facilidad que basta un pétalo para imaginar íntegra la flor». Si nos atenemos al alcance infinito de la figuración del sentido y no a la lógica estricta de la figuración retórica, veremos que ese poder de la gracia metonímica concentra la sustancia expresiva que condensa y expande –a un mismo tiempo– la poética del autor de Tótem, poemario publicado por Ediciones Cubanas en 2022.[1] Manzano llama además «extraña sapiencia» a la virtud de no acentuar dicotomías, sino «ganarlas esféricamente para la sensibilidad, en un manejo de la enunciación lírica que reúne modestamente muchas grandezas». E insiste en el valor metonímico de la concreción de su escritura: «¿cómo demostrar que la montaña se encuentra entera en su cúspide?».
No es la primera vez que Manzano prologa un poemario de Alonso-Grau. Lo hizo antes con Idas, reconociéndolo como «un poeta de penetrante visión y de voz singularísima», «cuyos libros anteriores son hermosas estaciones del espíritu».[2] Superlativas son, en efecto, la fuerza de su voz y la honda visión que reconoce y nombra. Con su poético modo de sapiencia, Manzano arrastra la producción anterior de Alonso-Grau y la separa del torrente poético cubano, concediéndole un puesto de vigía, «pues sabe plasmar ergonómicamente lo que la Luz mira y lo que el Silencio escucha», «para atisbar la refriega solar de los cuerpos en la noche, el giro humoso de los pájaros que avanzan hacia olas de mayor relumbre». Luminosas metáforas, y prosopopeyas, que un poeta ve en otro, emocionado al advertir «una voz, algo semejante a una voz, que queda esculpido en el tiempo del poema como una hebra de la eternidad».
Son esas hebras de eternidad las que entretejen los poemas de Tótem, con desprejuicio absoluto y reivindicación de las formas y los modos. Cuaderno hermoso en su visualidad, deliciosamente ilustrado por José Luis Fariñas, consta de solo tres poemas: «Hojas del ansioso noviembre», «Trovas del iluminado» y «Libro donde se glosan las estrofas que encabezan los versos al túmulo de la señora muerte, entre ilustraciones aparecidos en las páginas finales del ya famoso Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña». Ni más ni menos. Cada uno de ellos se trenza como un río que despliega su corriente y se desliza en afluentes subterráneos, para ramificarse en el don de plenitud que va del todo a la parte, o viceversa.
¿No es un prejuicio elitista, o populista, descalificar determinadas formas? Y ese prejuicio, que lo es, lleva a la afasia, a confundir, en propia mente, el referente estructural con el producto que viene en su envoltura. Mucho prejuicio ha llovido sobre la cuarteta de arte menor, y sobre la décima, como para que no sea un riesgo asumirlas. Más si reverencian fuentes tan únicas como las de Martí, Machado, o Manrique, en un arbitrario desorden cronológico. Tan limpia y auténticamente lo hace Alonso-Grau en «Hojas del ansioso noviembre», que cada estrofa, en total veinte y cada una un poema independiente, desdibuja la manía de tachar del que sospecha. De modo que ya hay un juego complejo en la aparente sencillez, pues lo que suponíamos un poema, se va a ramificar en veinte.
La estrofa, o poema I, abre el cuaderno con una paradoja:
Contemplo el estrellerío
de la noche, el vasto cielo,
y quedo, todo ya anhelo,
mudo, mirando al vacío.
Frente al estrellerío de la noche, vocablo que da fe, como declaración de principio, de la auténtica raíz campesina del hablante, la mudez y el vacío se conjugan para ceder al anhelo la expresión. Al declararse mudo, habla, se expresa, se anuncia en la esencia misma de la paradoja. De inmediato, en el poema II, la estampa del poeta que contempla y anhela ante la noche vasta, salpicada de estrellas, va a deslizarse en preguntas inquietantes, en sentencioso presagio de que esa contemplación será, como la forma misma de la estrofa, un giratorio diván que lleva a agudas reflexiones, a un universo de dudas y certezas y al ulular del entorno que es a veces hostil y a veces personal y cálido.
¿Qué mástil, qué mares fríos
me crecen en los presagios?
¿Qué islas, qué ajenos naufragios
me sostienen?, hijo mío.
Preguntas y dudas que revelan, a la postre, un interlocutor preciso. No es a mí, como lector, a quien ha estado interpelando, sino al hijo, que acaso no puede responder en ese instante, al fruto más cálido de la intimidad que se proyecta en el futuro y, como él mismo ante su paradoja, se expresa en la mudez de los asombros. Poesía que coloca al artificio estructural del discurso en función del sentido. Todo con una concreción de pensamiento que, en lugar de cerrarse hacia su misma propuesta, se ramifica en posibilidades. Y además con desborde de recursos poéticos que dan vida de connotación trascendente a sucesivas metáforas. No es poco para un par de cuartetas, digo yo.
A lo largo de «Hojas del ansioso noviembre» predominan los poemas en cuartetas (14), complementados con los poemas en décimas (5) y uno de seis versos –el X–, que no solo es pórtico al desfile de las décimas, híbrido entre cuarteta desbordada y décima trunca, sino además guiño con el que se sugieren marcas de recursos formales, esfuerzo arduo que en esmerados juegos con el verso va a plasmarse. Expresión y contenido, o forma y fondo, están tan imbricados que juegan todo el tiempo a intercambiar las funciones metonímicas, o los giros metafóricos, o las profundas sinestesias. Desde esa estrofa que el elitismo formal discriminó, hasta dejarla como inútil, un desafío se levanta en el poema VI.
Anda el poema entre tantas
flores y rumor perdido
que es pájaro en los sentidos
y es otoño en las gargantas.
Con una ligera resonancia de la ironía epigramática de Nicolás Guillén, el desafío va a devenir en autoafirmación poética en el poema inmediato, menos figurativo en su norma expresiva, pero definitorio y firme en su desiderátum.
Mis palabras ya no ceden
a otro brillo –otra belleza–
que el que la naturaleza
y mi dolor les conceden.
Naturaleza y dolor como fuentes legítimas de la belleza, es decir, la poesía.
Si intentáramos una clasificación temática de los veinte poemas de esta primera parte de Tótem, nos sorprendería la abrumadora mayoría de aquellos que focalizan el motivo y porqué de la expresión poética. Fuente, esencia y modo de la poesía es, en la poética de Alpidio Alonso-Grau, la poesía misma. Es sustantiva y vital, como la Luz y el Silencio que Manzano ha sustantivado. Y no viene de alardes y piruetas, sino del éxtasis contemplativo que se atreve a nombrar, y del dolor existencial que en la condición humana se genera. Su oficio revierte esos asombros en un lenguaje pulcro, de hermosa y sugerente concisión, que es, como se apunta en las palabras del prólogo, plenitud. Y es singular, y escasa, la plenitud en nuestro panorama poético de las últimas décadas.
«Trovas del iluminado», segundo poema que se ramifica en quince, nos coloca de nuevo frente a un vasto campo de estrellas en su número I. Como si no se hubiera movido del sitio en que empezó, confiesa, acaso dolido por la acción:
Uno cuenta estrellas
y no aparta las vivas
de las muertas.
La belleza y el brillo de la naturaleza activa en la prosopopeya total, abarcadora, de un entorno que es vida, más que objeto. La muerte, temida y amablemente presentida, una vez más en buen uso de la paradoja, señorea, temáticamente, en el conjunto, sin llegar a la extrema gravedad ni complacerse de plano con el guiño irónico.
Los poemas de «Trovas del iluminado» se conectan, en su visión sentenciosa y asertiva, en ocasiones axiológica, con los del cuaderno Idas. Pero también se diferencian, sobre todo a partir de las marcas de lo trascendente que se comunican con la herencia de las formas estróficas de la más digna lírica española y dan un giro crucial a las anunciaciones que ya contenía La casa como un árbol, su primer poemario.[3] Son tercetos rimados en primero y último, con privilegio de la rima asonante y predominio de versos octosílabos y, en ese orden, pentasílabos. Muestran un ritmo veloz y cadencioso en sus formales ejercicios de combinaciones, para integrarse, también en plenitud, a ese filosofar contemplativo, inexcusablemente interrogado, sometido a dudas. El ritmo y la métrica del verso, la consistencia de la rima, y la «camisa de fuerza» de la estrofa, son instrumentos del sentido más que ejercicios pirotécnicos. Hasta que nos despide en el poema XV con una mezcla de ironía lírica:
Qué vacía
mi sombra ya sin cuerpo
ese día.
Será la muerte, personificada una vez más, quien domine el entorno del último poema –que abreviaré como Glosas al Libro de las maravillas de Boloña–. El antecedente principal de esta sección, extendida a nueve décimas, se halla en libro de Eliseo Diego Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña, específicamente en su sección penúltima, «Versos al túmulo de la señora muerte», donde aparecen las estrofas que Alonso-Grau ha glosado.[4] En este pasaje de su fabuloso poemario Eliseo Diego dialoga con los cuartetos, o quintetos octosílabos, a través de décimas endecasílabas. Insisto en que dialoga, guardando respetuosa distancia en la contemplación.
El autor de Tótem, por su parte, completa cada una de las nueve estrofas hasta obtener igual número de décimas octosílabas. No duda en desafiar a la muerte, e increparla incluso, dejando fuera el intervalo de prudente respeto del maestro. Así, del todo que es el referente de la voz lírica, brillante y atrevida de Diego, para mí la más alta de su generación, Alonso-Grau se presenta humildemente como parte, aunque su decisión axiológica da un paso agigantado, retador. Y esto no lo hace a la altura del 2022, sino en su poemario Alucinaciones en el jardín de Ana, publicado por Ediciones Capiro en 1995, del cual las décimas se trasladan a Tótem.[5]
Una vez más, ya desde sus primeros libros, cada artificio estructural debe obrar en función del pensamiento, de la razón poética cuyo propósito esencial es expresar, convocar, y desafiar. Justo así: el desafío como norma de renovación, como parte que lanza al todo el reto. Viajero constante e incansable de la poesía, quisquilloso, murmurarán algunos de sus allegados y editores, Alonso-Grau va de la flor al pétalo, seguro acaso de que la plenitud que profesa no se da en regadíos, sino en la apuesta que le puede exigir cada vocablo, cada sílaba o ritmo. Basta con eso, que no es poco, para ser un poeta en plenitud, y a carta cabal, como lo firmara ese pensador cabal que es Roberto Manzano, para mí la más alta de las voces poéticas de su generación, quien bien ha percibido la justa plenitud de Tótem.
- [1] Alpidio Alonso-Grau: Tótem, Ediciones Cubanas, 2022, 50 pp. Las valoraciones de Roberto Manzano, salvo que se indique otra fuente, en «La plenitud del cantar», prólogo a esta edición, pp. 7-11.
- [2] Roberto Manzano: «La elocuencia del ala en la luz», prólogo a Alpidio Alonso-Grau: Idas, Ediciones Unión, La Habana, 2012, 84 pp.
- [3] Aunque inéditos hasta este momento, «Trovas del iluminado» pertenece a una etapa cronológicamente anterior a la escritura de Idas, dato que agradezco al propio autor.
- [4] Eliseo Diego: Muestrario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña, Ediciones Unión, La Habana, 1969, pp. 133-143.
- [5] Alpidio Alonso-Grau: Alucinaciones en el jardín de Ana, Ediciones Capiro, 1995, 70 pp.
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