Sobre el autor
Miguel Delibes Setién (Valladolid, 17 de octubre de 1920-12 de marzo de 2010), escritor y periodista español, considerado uno de los más importantes de la literatura española en el siglo XX. La sombra del ciprés es alargada, novela de concepción tradicional galardonada con el Premio Nadal en 1948, da inicio a su labor de novelista impenitente.
Su obra revela una clara fidelidad a su natal Valladolid y a la vida rural, y entraña la observación directa de tipos y situaciones desde la óptica de un católico liberal con una visión crítica hacia los excesos y violencias de la vida urbana que irá incrementándose a lo largo del tiempo. De ahí que entre las temáticas recurrentes de su obra destaquen la ironía frente a la pequeña burguesía, la denuncia de las injusticias sociales, la rememoración de la infancia y la representación de los hábitos y el habla propia del mundo rural, muchos de cuyos términos y expresiones recupera para la literatura.
En 1973 fue elegido miembro de la Real Academia Española, en la que ocupó el sillón e minúscula. Ha sido merecedor de numerosos premios como el Fastenrath de la Real Academia Española (1957), el Príncipe de Asturias (1982) y el Premio Cervantes (1993). En 1998 vio la luz la que puede considerarse su novela más ambiciosa e incluso su obra cumbre, El hereje, un alegato en favor de la libertad de conciencia desarrollada en el Valladolid del siglo XVI. Con esta obra Delibes obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Narrativa en 1999.
Como homenaje en su natalicio, compartimos el «Preludio» de esta novela.
Fragmentos de su obra
Preludio
El Hamburg, una galeaza a remo y vela, de tres palos, línea enjuta y setenta y cinco varas de eslora, dedicada al cabotaje, rebasó lentamente la bocana y salió a mar abierta. Amanecía. Se iniciaba el mes de octubre de 1557 y la calima sobre la superficie del mar y la estabilidad de la nave presagiaban bonanza, una jornada calma, tal vez calurosa, de sol vivo y suave viento del norte. Era el Hamburg un pequeño barco de carga, dotado con cincuenta y dos marineros, al que su capitán, Heinrich Berger, con un agudo sentido de la economía personal, superponía en el buen tiempo dos pequeñas tiendas de campaña sobre las cuadernas de toldilla para alojar a cuatro posibles pasajeros de confianza, mediante un módico estipendio.
En la primera de estas tiendas, viniendo de proa, viajaba ahora un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero, con calzas, jubón y ropilla de Segovia, que, acodado en el pasamanos de babor, oteaba con un anteojo el puerto que acababan de abandonar. Una bandada de gaviotas que sobrevolaba la estela del Hamburg se reunía, graznando destempladamente, preparando el regreso a puerto. Por la amura, sobre la silueta de tierra, la bruma comenzaba a rasgarse y permitía divisar, entre los flecos, fragmentos del cielo azul que la calma chicha de la madrugada auguraba. El hombre menudo y aseado hurgó con su mano pequeña y nerviosa en el bolso de la ropilla, extrajo el papel plegado que le había entregado un marinero al embarcar y leyó de nuevo el breve mensaje que contenía: «Bienvenido a bordo. Le espero a almorzar en mi camareta a la una del mediodía. El capitán Berger».
El Doctor le había hablado con afecto del capitán en Valladolid. Aunque hacía mucho tiempo que no se veían, entre el Doctor y Heinrich Berger se anudaba una vieja amistad de lustros. El Doctor confiaba de tal modo en el capitán que hasta que no supo su propósito de regresar a España en el otoño no se determinó a autorizar el viaje a Alemania de su correligionario Cipriano Salcedo. El hombre menudo contemplaba la mar mientras reconstruía mentalmente la imagen del Doctor, tan taciturno y medroso en los últimos tiempos, advirtiéndole de los riesgos de su estancia en Europa. La reciente prohibición de salvar las fronteras concernía, es cierto, a clérigos y estudiantes, pero era sabido que cualquier viajero que decidiera moverse por Alemania en estos días sería sometido a una discreta vigilancia. El Doctor había dicho discreta vigilancia, pero de su tono de voz dedujo Cipriano Salcedo que la vigilancia sería estrecha y conminatoria. De ahí sus precauciones a lo largo del viaje: sus repentinos cambios de medio de transporte, el miramiento en la elección de posada o de lugares de encuentro para sus citas, y aun en sus simples visitas a los libreros. Cipriano Salcedo se sentía orgulloso de que el Doctor le hubiera elegido a él para tan delicada misión. Su decisión le liberó de viejos complejos, le permitió pensar que todavía podía ser útil a alguien, que todavía existía un ser en el mundo capaz de confiar en él y ponerse en sus manos. Y el hecho de que este ser fuera un hombre sabio, inteligente y prudente como el Doctor satisfizo su incipiente vanidad. Ahora Salcedo, en la cubierta, pensaba que estaba a punto de rendir viaje; que durante la penúltima etapa, en el Hamburg, patroneado por el capitán Berger, podía dormir tranquilo, y que los encargos del Doctor Cazalla habían sido cumplidos.
Oyó voces en cubierta y se volvió con el anteojo en su mano pequeña y velluda. Media docena de marineros descalzos transportaban hacia popa unos maderos y las correspondientes estachas para unirlos. Detrás de ellos, otros tres cargaban con una estructura de madera, adaptable a la popa de la nave, en la que podía leerse, en letras grandes y doradas: Dante Alighieri. En pocos minutos, con una eficacia que revelaba una práctica habitual, el equipo descolgó los tablones por la popa y afianzó los cabos que los sujetaban a la mesana. Dos marineros saltaron a la guindola, mientras el resto dejaba resbalar con cuerdas el gran cartel que los de abajo superpusieron al nombre de Hamburg. Desde el andamio colgante, ajustaron con puntas y pasadores la estructura con el nuevo nombre y de esta manera, en apenas media hora, la galeaza quedó discretamente rebautizada.
Dos horas más tarde, en la camareta del capitán, donde un marmitón les servía el almuerzo, aquél precisó que el cambio de nombre era una elemental medida de precaución que se adoptaba cada vez que la nave frecuentaba países enemigos de la Reforma de Lutero. Pero como el hombre menudo y aseado se mostrase dubitativo, el capitán Berger, que hablaba siempre con los ojos entrecerrados como si permanentemente escudriñase el horizonte, agregó, con la voz apolillada y bronca frecuente en los hombres que han vivido en el mar:
—El riesgo se evita fácilmente. El Hamburg tiene doble matrícula, en Hamburgo y en Venecia. Ambos nombres son, pues, legítimos. Usar uno u otro depende de nuestra conveniencia.
Acababan de tomar asiento alrededor de la mesa y Cipriano Salcedo reparó por vez primera en el tercer comensal, su vecino en la otra tienda de toldilla, a quien el capitán Berger había presentado como don Isidoro Tellería, sevillano, un hombre alto y flaco, rasurado, vestido totalmente de negro, que reconoció haber pasado en Ginebra el último medio año. Cuando el capitán inició la conversación, él guardó silencio y tan sólo levantó la vista del plato cuando aquél preguntó a Salcedo por el Doktor.
Cipriano Salcedo carraspeó. Vaciló al empezar a hablar. Era la reliquia que le había dejado el miedo al padre, a su mirada helada, a sus reproches, a sus toses espasmódicas en las mañanas de invierno. No era tartamudez sino un leve tropiezo en la sílaba inicial, como un titubeo intrascendente:
—E… el Doctor está bien de salud, capitán. Si es caso un poco más magro y desencantado, las cosas distan de ir bien allí. Teme que Trento devuelva el problema a su origen, que no consigamos nada. Éste ha sido el motivo de mi viaje: informarme. Conocer de cerca la realidad alemana, entrevistarme con Felipe Melanchton y adquirir libros…
—¿Qué clase de libros?
—De todo tipo, especialmente los últimos editados. Hace tiempo que no entran libros en España. El Santo Oficio acentúa su vigilancia. En este momento está revisando el Índice de libros prohibidos. Leer esos libros, venderlos o difundirlos constituyen de por sí graves delitos.
Hizo un alto Salcedo pensando que el capitán no se conformaría con su vaga respuesta y, en vista de su silencio, añadió:
—La que murió fue la madre del Doctor. La enterramos en el Convento de San Benito con cierta pompa, guardando debidamente las formas. Así y todo hubo murmullos y protestas en el funeral.
—¿Doña Leonor de Vivero? —inquirió el capitán.
—Doña Leonor de Vivero, exactamente. En cierto modo ella fue en tiempos el alma del negocio en Valladolid.
El capitán Berger denegó con la cabeza, sonriendo. Tendría doce o quince años más que su interlocutor, una roja perilla y un pelo muy rubio, casi albino, más propio de un escandinavo que de un alemán. Seguía observando las pequeñas manos de Salcedo con viva curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente, elevó la mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y profundos. Para escapar de la sugestión del personaje, bebió medio vaso de vino de Burdeos, de una jarra colocada en el centro de la mesa, levantó los ojos y precisó:
—Creo que el alma del negocio en Valladolid fue siempre el Doktor. La madre fue uno de sus apoyos. Tal vez la que acogió la doctrina de la justificación con mayor entusiasmo. Al Doktor le conocí en Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista. Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya la lepra consigo.
Salcedo se revolvió inquieto. Le ocurría siempre que creía haber dicho algo improcedente, tal vez otra reminiscencia de su temor filial:
—En realidad, lo que quería decir —aclaró— es que doña Leonor era la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas bajas y daba vida y sentido a los conventículos.
El capitán Berger prosiguió como si no le hubiera oído:
—No le devolví la visita al Doktor hasta ocho años más tarde. Fue aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el honor de asistir a un conventículo presidido por el Doktor junto a su madre, doña Leonor de Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara de las cosas, una idea inequívoca de lo esencial, aunque en sus modales mostrase un cierto autoritarismo.
La línea azul del mar subía y bajaba en la portilla, acorde con el leve balanceo del navío. También acompañaba a los comensales un reiterado crujido del mamparo de madera que separaba el pequeño refectorio de la camareta del capitán. Dijo Cipriano Salcedo asintiendo:
—Todos sus hijos la veneraban. Les confortaba su fe. Uno de ellos, Pedro, párroco de Pedrosa, compartía con ella la afición de Lutero por la música porque entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, deben marchar unidas.
El joven marmitón les servía ahora un plato de carne y, al concluir, colocó sobre la mesa otra jarra de tinto de Burdeos antes de ausentarse. El capitán vertió vino en el vaso de Salcedo. Tellería aún no lo había probado y seguía observando a Berger con una curiosidad de entomólogo, mientras cargaba de tabaco la cazoleta de su pipa, una pipa india, de barro, que los matuteros de los galeones introducían en Sevilla, junto con el tabaco, cuyo consumo empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga de la Inquisición. El capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta corredera para decir:
—Al referirnos a Valladolid no debemos olvidar a un hombre clave, don Carlos de Seso, encarnación perfecta del macho veronés: apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi entender, don Carlos de Seso es una figura imprescindible en el despertar del luteranismo castellano.
Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su corta barba. Asentía de una manera mecánica, un poco forzada:
—Don Carlos de Seso es un hombre interesante, muy leído, pero hay algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué marchó de Verona? ¿Por qué recaló en España? ¿Huía tal vez de algo o por simple espíritu de misión?
El capitán Berger no ocultaba ningún detalle que pudiera interpretarse como desconocimiento de la realidad luterana:
—Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuentan con él. Incluso lo enviaron a Trento, al Concilio, acompañando al obispo de Calahorra. Algún malintencionado llegó a decir que iba de intérprete simplemente, pero esto no es cierto. El propio obispo le dijo a Carranza, cuando preparaba el viaje de regreso a España, que con don Carlos de Seso iba en buena compañía, que era un caballero afable e ilustrado y que se hablaba de él con satisfacción y sin ningún escándalo en todos los círculos intelectuales. Por medio estuvo su famosa entrevista con el gran teólogo Carranza en Valladolid, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurrió allí.
La galeaza empezó a cabecear ligeramente y Tellería, que acababa de dar una profunda fumada a su pipa, miró hacia el ojo de buey sorprendido, como si estuviera jugando a las cartas y hubiera advertido de pronto que le estaban haciendo trampas. Por su parte, Cipriano observaba con una viva desconfianza al sevillano, aquel hombre hierático y enlutado que fumaba su pipa sin inmiscuirse en la conversación. Pero la abierta actitud del capitán Berger hacia él, el irónico desdén con que le miraba, disipaba de antemano todo recelo. Sus ojos grises, tan conscientes y responsables, parecían decirle: Hable sin temor, amigo Salcedo. Nuestro invitado, don Isidoro Tellería, tiene más motivos que nosotros para callar. No obstante, el capitán miró a Tellería antes de aclarar lacónicamente:
—Hemos entrado en el Canal.
Retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra. Isidoro Tellería, que seguía sin probar el vino, observaba a sus contertulios con una mezcla de estupor y escepticismo. Por contra, el capitán Berger ganaba en locuacidad a cada vaso que bebía:
—Me interesa el viaje de vuesa merced —dijo a Salcedo—. Comprar libros, buscar apoyos, visitar a Melanchton, dice que eran sus objetivos. ¿Ha podido usted cumplirlos? ¿Cómo ha viajado por el país?
¿Qué ciudades ha visitado?
Salcedo asentía a las palabras de Berger:
—El 13 de abril salí de Valladolid —respondió—. Salvo la cada día más problemática conexión con Sevilla, llevábamos meses aislados. Después de largas charlas, el Doctor reconoció que necesitábamos información de primera mano. Le interesaba mucho el pensamiento de Melanchton una vez muerto Lutero. No sabía exactamente de qué pie cojeaba.
—Y ¿cómo se las arregló vuesa merced?
—Era delicado —admitió Salcedo, que aún consideraba a Tellería con suspicacia—. El Santo Oficio acababa de prohibir las salidas de España a clérigos e intelectuales. Viajé, pues, a caballo hasta Pamplona y un experto me ayudó a pasar el Pirineo. Después combiné todos los medios de transporte imaginables: calchona, barco, a pie, a caballo. Era aconsejable no seguir una línea recta y cambiar a menudo de alojamiento y medio de locomoción. Así recorrí el sur de Francia: Burdeos, Toulouse hasta Lausana. Francia tiene buenos caminos a pesar de la densidad de tráfico.
El capitán se mostraba impaciente:
—Y ¿en Alemania?
—Continué con mis precauciones. Decían que había espías por todas partes y me dejaba ver lo menos posible. Tomaba contactos en las ciudades importantes. Visité Hamburgo, Erfurt, Eisleben y Wittenberg, el meollo luterano, con escapadas frecuentes al entorno rural. Pero fue en Wittenberg donde compré los libros y pude, al fin, entrevistarme con Felipe Melanchton.
Los ojos amusgados del capitán Berger animaban a Salcedo en su relato, le estimulaban. Prosiguió:
—Wittenberg me sorprendió por su actividad editorial. Había imprentas y librerías por todas partes. Recorriendo la ciudad entendí aquello de que «Lutero era hijo de la imprenta», porque, bien mirado, su fuerza estaba en ella. Era el primer hereje que disponía de un medio de comunicación tan eficaz, tan poderoso, tan rápido. Por otra parte advertí que la mayoría de los tipógrafos eran secuaces suyos, y, como seguidores fieles, se mostraban diligentes en aquellos trabajos que interesaban al reformador y, por contra, se demoraban y llenaban de erratas aquellos otros que venían de sus adversarios. Fue allí, en Wittenberg, donde pude hojear Pasional, ese libelo antipapista, lleno de textos torpes e ilustraciones groseras en las que conciben la figura del Papa como un asno defecado por el diablo.
Isidoro Tellería terminaba de fumar su pipa y sacudía la cazoleta de barro en un plato, cuando el capitán Berger atajó a Salcedo:
—Esos papeluchos no son la Reforma. No debe juzgar la Reforma por ellos. En toda revolución hay excesos. Es inevitable. En la crítica revolucionaria nunca hay matices.
Se le había calentado la boca y Salcedo hablaba y hablaba sin la menor vacilación, desapasionadamente, como si juzgase algo ajeno a sus ideas, completamente obvio:
—No son la Reforma, capitán, pero operan contra ella. Ante estas cosas, el visitante extranjero en Alemania tiene la impresión de que Lutero fue demasiado lejos. Con razón consideraba la imprenta invento divino, pero sospecho que no hubiera aprobado el mal uso que una vez muerto se está haciendo de ella, siquiera sus primeros libros Cautividad de Babilonia y El Papado fundado por el demonio tampoco fueran cuentos de hadas.
—Pero piense en su Biblia, no olvide lo fundamental.
—Lo sé, capitán. La Biblia alemana, un monumento ¿no? Según algunos intelectuales españoles este libro justifica por sí solo la célebre frase de que
«Dios ha hablado en alemán», tan bello es, tan eufónico. Lutero y su Biblia universalizan el idioma alemán sacralizado. Es evidente.
Se acentuaba el balanceo del Hamburg y don Isidoro Tellería se sujetaba la cabeza entre las manos como con temor de que se le despegara de los hombros en uno de aquellos vaivenes. El marmitón, que había retirado los platos, recogía ahora las migas de la mesa en una bandeja y, al concluir, sirvió unas copas de aguardiente. El capitán Berger contempló compasivamente a Isidoro Tellería y aguardó a que el pinche saliera y cerrara la puerta corredera para añadir:
—Es significativo que Lutero utilizara la música y la imprenta. Esto dice más a su favor que sus explosiones montaraces; al menos es más convincente. Y cuando dice: «No quiero retractarme de nada porque no es honrado actuar contra la propia conciencia» está hablando de sus tesis, no de sus escarnios y agravios. La mirada fija, escrutadora, del capitán Berger desconcertaba a Salcedo. Le recordaba la mirada helada de su padre ante don Álvaro Cabeza de Vaca cuando éste le delataba: «Está ausente; no logro concentrarlo, señor Salcedo».
—Pero —advirtió rascándose la barba— en la Cautividad de Babilonia Lutero afirma que los sacramentos instituidos por Nuestro Señor son sólo dos: bautismo y comunión. Probablemente no es más que eso lo que se proponía decir pero aprovecha la ocasión para soltar la lengua, zaherir e insultar. Algo semejante sucede con El Papado de Roma.
El capitán alzó la mano derecha:
—Por favor, permítame una palabra. Las burlas de los papistas contra esos libros y contra el matrimonio de Lutero con una monja son aún más despiadadas que las de Lutero contra ellos.
Era un duelo verbal que Salcedo proseguía para sondear al capitán, para ver hasta dónde le dejaba llegar, para poner a prueba la ductilidad luterana. No le respondió porque notaba que algo le quedaba aún por desembuchar. Le miró fijamente a la punta de la nariz que era, según decía el padre Arnaldo en los Expósitos, lo que había que hacer con el desalmado para hacerle vomitar todo lo que ocultaba. El capitán Berger dijo:
—Insisto en que lo justo es poner en el otro platillo la sensibilidad del reformador, su amor a las bellas artes, el hecho de que utilizara la música en la liturgia. Concretamente el himno Un castillo inexpugnable es nuestro Dios tuvo más resonancia en Centroeuropa que el Tedeum.
La voz del capitán Berger cobraba trémolos emotivos como los de los nuevos predicadores. Se acaloraba. Deliberadamente Salcedo suavizó el tono:
—Lutero debe responder de todo, también de los luteranos, de sus ultrajes. Yo he aceptado la doctrina de la justificación por la fe, capitán, como todo el grupo de Valladolid, porque creo que la fe es lo esencial y que el sacrificio de Cristo tiene mayor valor para redimirme que mis buenas obras por desprendidas que sean.
Como un perro de caza siguiendo un rastro, Cipriano Salcedo no alzaba la nariz del suelo. Un rastro partía de otro y Salcedo hallaba un raro placer en levantar la pieza antes de tomar el nuevo. Todas sus denuncias respondían sin duda a un mismo origen pero él gozaba parcelándolas, atribuyéndolas motivaciones distintas, sacando al capitán del habitual proceso mental seguido en sus normales discusiones:
—Otra cosa, capitán; la furia de los campesinos de Turingia. Veinte años después de los «profetas de Zwickau», todavía aletea allí la violencia. El cambio religioso no lo entienden sin un cambio social. El mal ejemplo vino de los príncipes al adueñarse de los bienes del clero. Para los campesinos un cambio religioso sin dinero carece de interés.
El capitán Berger dejó el vaso sobre la mesa:
—La religión tiene inevitablemente un aspecto social —dijo midiendo las palabras, como queriendo poner las cosas en su sitio––: «Los profetas de Zwickau» eran los reformadores de la Reforma. Rompían imágenes sagradas y anhelaban dinero por encima de todo. Eran humanos. Aspiraban a que la religión los redimiera; luchaban por una religión práctica. Por esa razón provocaron la guerra. Franz von Siecbingen, con todo su prestigio, se puso al frente de ellos, pero Lutero pudo más, los derrotó. Y no porque le parecieran mezquinas sus aspiraciones, sino porque no era bueno el camino escogido para alcanzarlas.
—Tampoco yo apruebo ese camino.
—Todo es humano y comprensible. Los campesinos, los menestrales, los mineros no contaban con grandes cabezas, tan sólo disponían de cuatro ideas elementales pero bastaban para enardecerles. Así se extendieron por Alsacia. Ante todo el Derecho Divino, se decían. Pero ese Derecho debería prevalecer sobre la servidumbre, el privilegio de la caza, o el derecho de pernada… en suma, sobre todos los abusos señoriales. Y, al propio tiempo, aspiraban a elegir sus párrocos, a modificar el diezmo que les exigía su Iglesia y a vivir una vida evangélica. Para ellos, todo era religión.
Cipriano Salcedo no pensaba lo contrario pero hallaba cierto placer en desbaratar los planteamientos de su interlocutor:
—Hasta aquí, así fue. Más tarde pudo más la política.
—¿Se refiere vuesa merced a la pretensión de crear un Parlamento de campesinos? ¿Le parece excesiva esa aspiración de los desheredados? ¿No la considera cristiana? Thomas Müntzer, creyéndose un iluminado, decidió formar una teocracia, pero fue aniquilado en Frankenhausen. Más de cien mil muertos, una matanza. Y todavía hay quien afirma que Lutero firmó panfletos «contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos», pero no se ha demostrado que así fuera. Lutero detestaba la algarada pero amaba la justicia.
—Pero lo de los anabaptistas fue algo parecido.
—Lo que hizo impopulares a los anabaptistas fue el hecho de retrasar el bautismo de los niños. A la gente le asustaba la amenaza del limbo. Por lo demás fue un grupo idealista que enarboló el anarquismo como bandera; Hubmaier lo llevó a Turingia. Pero además de la anulación del Estado, pretendían suprimir la Iglesia, la jerarquía, los sacramentos y la propiedad privada. Todo un programa revolucionario. Tenga usted en cuenta que Hutter, por hacer esto mismo, fue quemado en Austria en esos años. A la postre el pueblo mismo acabó levantándose y católicos y protestantes unidos los derrotaron en Münster. Después de tanta sangre ¿cómo le puede extrañar a usted que aún haya huellas de violencia en Turingia? La voz apolillada de Berger se enardecía. «Hay veces en que parece un canónigo magistral», le había dicho bromeando el Doctor en una de las conversaciones anteriores a su viaje. «Hombre bueno, fundamentalmente bueno, e instruido», añadía inmediatamente ante el temor de estar atribuyendo a su amigo una imagen que no le correspondía. Salcedo advertía que el capitán conocía al dedillo la reciente historia alemana, los pros y los contras de la revolución de Lutero y que, probablemente, le consideraba a él un pobre intruso, un párvulo ayuno de toda formación. La nave continuaba moviéndose, cabeceaba, a ratos insistentemente, y don Isidoro Tellería, imperturbable, llenaba de nuevo la cazoleta de la pipa. Cipriano Salcedo hizo una pausa, miró a los ojos claros de Berger y prosiguió:
—Estas cosas y otras del mismo tenor avivaron mi deseo de conocer a Melanchton. Lutero y él no siempre habían marchado de acuerdo pero los partidarios de uno y otro le reconocen ahora como la cabeza del protestantismo. Al fin conseguí ser recibido en Wittenberg. Se mostró afable y comprensivo conmigo. Me habló de Lutero con exaltada devoción, con afecto filial. Habló del Lutero reformador y del Lutero exclaustrado, fiel esposo y padre amantísimo. Se interesó por los grupos luteranos españoles y me transmitió un saludo para ellos. Luego se sometió sumisamente a mi interrogatorio, un largo interrogatorio que arrancó de la Guerra de las hogueras en 1521, y terminó con la derrota del Emperador en Innsbruck y la división de Europa en dos bandos: católicos y protestantes.
—Y ¿no le habló a vuesa merced de su actuación personal?
—Naturalmente. Melanchton reconoció que él mismo alentó a los estudiantes de Wittenberg a quemar la bula papal y aludió luego a sus posteriores diferencias con Lutero en las dietas de Worms y de Spira que, en el fondo, no sirvieron más que para acrecentar la tensión entre ambos bandos. Melanchton se mostró en aquellos momentos humanista y conciliador, pero Lutero desaprobó su postura. Según me dijo expresamente, con un punto de añoranza, Roma y la Reforma estuvieron a punto de entenderse incluso en aspectos muy delicados como el del matrimonio de los clérigos y la comunión en las dos especies, pero ni Lutero ni los príncipes aceptaron tales propuestas.
—Y ¿de su papel de sistematizador?
—Me habló de ello también. Mencionó a Lutero, a la necesidad de crear unos códigos de fe y de conducta. Lutero mismo, con una clara visión del problema, redactó dos catecismos, uno para predicadores, muy elevado, y otro para el pueblo, más simple; ambos resultaron sumamente eficaces. También creó una bendición bautismal y otra nupcial para sustituir a los sacramentos del bautismo y el matrimonio sin provocar escándalo en el pueblo sencillo, que pensaba que con la nueva liturgia los cónyuges y los niños quedaban espiritualmente desamparados, eran un poco como animales sin alma. Personalmente
—me dijo—, para participar en la organización del sistema, escribí el libro Hogares comunes que tuvo buena acogida. La formación dogmática era elemental: sólo Cristo, sólo la Escritura, sólo la gracia; basta la fe. El luteranismo falló a la hora de hacer de la Iglesia un ente invisible, sin estructura. Semejante cosa no fue posible y en este aspecto tanto Zuinglio como Calvino le desbordaron.
Isidoro Tellería tosió dos veces, dos toses secas y ásperas tras una larga fumada. Había sido tan hermético su silencio que el capitán Berger se volvió hacia él sobresaltado. Había olvidado por completo su presencia y su vozarrón oscuro, tan abrumador como su atuendo, atronó ahora en la pequeña camareta:
—Estoy de acuerdo —dijo, jugueteando con la pipa encendida a sabiendas de que iba a sorprender a sus contertulios—: Lutero creó una Iglesia en el aire; Calvino ha sido más práctico: ha hecho de Ginebra una ciudad-iglesia. He viajado mucho estos meses por Ginebra, Basilea y París, pero fue en una comunidad parisina, oyendo cantar el salmo Levanta el corazón, abre los oídos, cuando me sentí tocado por la gracia. Salí luterano de Sevilla y regreso calvinista.
El capitán Berger, por no enfrentar descaradamente su mirada a la de Tellería, volvió a observar las pequeñas manos inquietas de Salcedo tabaleando sobre la mesa:
—¿Cree vuesa merced en el poder absoluto? —inquirió.
—Amo la disciplina. Calvino acepta el beneficio de la fe y nos facilita un orden, una Iglesia y un modo de vida austero, vigilado discretamente por el Consistorio.
—Y ¿no ve usted en esa discreta vigilancia una réplica de la Inquisición?
Isidoro Tellería traía la lección bien aprendida:
—La fe sola no basta —dijo—. Debe ser servida. En este aspecto discrepo de Lutero. El calvinismo tiene espíritu misionero, algo que le falta al luteranismo y crea un concepto de Iglesia un tanto exasperado y radical.
—Usted lo dice: exasperado y radical.
—Entiéndame, no me refiero tanto a las normas en sí como a la exigencia de su cumplimiento: Calvino amenaza con la excomunión a todo aquel que no las acepte, que no acepte las normas. ¿Excesivo? Tal vez, pero un hombre tiene que estar muy seguro de lo que dice para adoptar una medida semejante. Creo que el asunto bien merece una reflexión. Y Calvino se somete voluntariamente a ella en Estrasburgo, durante tres años, el tiempo que permanece en la ciudad como capellán de la colonia francesa. Al mismo tiempo aprovecha para darle un empujón al libro que trae entre manos, Institución Cristiana, tan largo como edificante. En Estrasburgo, la posición de Calvino es pasiva, de simple espera.
—¿Cree usted que esperaba la llamada de los ginebrinos?
—La esperara o no, la llamada se produce. Ginebra se pone en sus manos y se somete al experimento. Los ginebrinos están arrepentidos de haberle expulsado. Entonces Calvino inicia la formación de una Iglesia. Esto es esencial. Pertenecer a ella, a esa Iglesia, es algo así como la fe para ustedes, una garantía de salvación. Calvino organiza una verdadera teocracia, el gobierno de Dios. A partir de ese momento en la pequeña ciudad apenas funciona otra cosa que la predicación y los sacramentos. El creyente viene obligado a ser devoto. El mundo es un valle de lágrimas y debemos acomodar la vida a una idea religiosa y a una actitud de servicio.
—Y todavía va más allá. Todo lo que no aparece en la Biblia está de más, queda prohibido.
—Cierto, pero este rigor, alejado de las frivolidades luteranas, es lo que en principio me atrajo del calvinismo; un poco más tarde vino la caída del caballo, en París. Cuando regresé a Ginebra, la ciudad me edificó. Era como un templo gigantesco en contraste con las ciudades luteranas: nombres bíblicos en los niños, catequesis, estudio, oraciones, prédicas… El juego fue declarado maldito y a los jóvenes se les prohibió cantar y bailar. Se les imponía el espíritu de sacrificio. Naturalmente se produjeron algunas protestas, pero, al cabo, prevaleció la razón: el mundo no estaba hecho para gozar y el pueblo aceptó de grado la autoridad de Calvino.
La luz del portillo languidecía. Cipriano Salcedo consideraba a don Isidoro Tellería con una remota piedad. Le roían la cabeza sus escrúpulos de infancia, su azarosa vida espiritual, el nacimiento de su pesimismo. Las negras palabras de Tellería le habían abstraído de tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para reintegrarse a la realidad, volver a notar el balanceo de la nave, el crujido de las cuadernas maestras y del mamparo. Vagamente tomó conciencia de que, de una manera u otra, todos buscaban a Dios en aquella extraña reunión en alta mar. Se sintió en la necesidad de intervenir:
—Pero en Francia —dijo, recordando su paso por este país— los hugonotes bautizan a sus hijos en católico a escondidas y, a escondidas, asisten a las misas papistas en París. Es decir, la doctrina de Calvino, aun siendo éste francés y francesa su lengua, no ha uniformado religiosamente a Francia.
Cuando se le contradecía, la voz oscura de Tellería se tornaba más opaca y brumosa, fruto del acaloramiento:
—No es lo mismo —sonrió rígidamente con media boca—. No es lo mismo una pequeña ciudad como Ginebra que un reino entero como Francia. Francia es un vasto mundo por conquistar y Calvino ha aceptado este desafío: ha enviado allí grandes contingentes de misioneros. He aquí otro tanto a su favor. De este modo, y poco a poco, el calvinismo se va afirmando: Francia, Escocia, Países Bajos… Son los intelectuales, formados en la Academia de Ginebra, los que han catequizado estos países. Yo vengo de Ginebra, he pasado seis meses allí y puedo asegurarle que la ciudad es un ejemplo de religiosidad para cualquier persona que sepa verlo sin prejuicios.
La tez de Isidoro Tellería había empalidecido y los ojos amusgados del capitán Berger se posaban en él con evidente escepticismo. Se diría arrepentido de haberle dado acogida en su galeaza. Volvió la mirada hacia el ojo de buey:
—Señores —dijo de repente, dando por terminada la reunión que empezaba a pesarle demasiado—, está anocheciendo.
Se puso en pie torpemente. El taburete, sujeto a las planchas del suelo, le obligaba a flexionar las piernas para salir. Cipriano Salcedo le imitó. Cuando, a su vez, fue a hacerlo Isidoro Tellería dio un traspiés, se sujetó a la mesa y se llevó la mano derecha a la frente sudorosa:
—Se mueve mucho este barco —dijo—. Estoy un poco mareado.
El capitán Berger se aplastó contra la mampara para dejar pasar a su invitado:
—Es el encierro —corrigió—. Y la pipa. El tabaco hace más daño a la cabeza que el mar. ¿Por qué ese empeño en imitar a los indios?
Cipriano Salcedo ayudaba a un trémulo Isidoro Tellería a subir a cubierta por la escotilla de proa. Contra el cielo se divisaba un marinero inmóvil en la cofa y, por babor, muy diluida, la tenue silueta de la costa francesa. Isidoro Tellería inspiró profundamente el aire puro y sacudió la cabeza de un lado a otro:
—Olía intensamente a brea, ahí abajo —protestó—: olía a brea como si acabaran de calafatear el barco.
Con el mareo, Tellería había perdido su austera apostura. Ante un rollo de cuerdas en cubierta, Salcedo le animó a sentarse, a hacer un alto en su camino hacia toldilla, donde se levantaba la tienda. Las pequeñas manos peludas y vitales de Cipriano Salcedo sujetaban a su compañero de travesía por un brazo. Entre los celajes, una luna menguante exhibía un resplandor desvaído, sin contrastes. Un jirón suelto de lona azotaba la vela mayor con violencia intermitente. Tellería renunció a sentarse. El cambio de postura habría acrecentado su sensación de inestabilidad:
—Puedo llegar a mi cama —dijo—. Prefiero acostarme.
El tiempo había refrescado y, cuando alcanzaron su tienda, Tellería se metió por la rendija de la puerta y se tumbó en el coy sin descalzarse. Apenas había luz dentro y Tellería, apoyándose en el codo, encendió el candil que tenía a la cabecera. A su lado, amontonados, estaban los fardos del equipaje. Salcedo se sentó en el arcón que, con el coy, componía el mobiliario de la tienda. El viento traía la voz de un marinero que cantaba, lejos, en alguna parte. A la luz del candil, y en contraste con sus ropas fúnebres, Isidoro Tellería estaba verde, desencajado. Salcedo se incorporó y se inclinó sobre él:
—¿Le traigo algo para cenar? Tellería denegó:
—No debo comer. En mi situación no sería conveniente.
Extendió la manta sobre el estómago y el vientre.
Cipriano Salcedo dijo a media voz:
—Le dejo descansar. Volveré dentro de un rato.
Salió de la tienda y entró en la suya. Divisó en el rincón el fardillo de los libros y, casi ocultándolo, los tres del equipaje. Llevaba varios meses en esta incómoda provisionalidad, con la ropa enfardada, de fonda en fonda. Soñaba con verse estabilizado en una casa, la ropa limpia y planchada, bienoliente, ordenada en un gran armario. Faltaban poco más de treinta horas para arribar a puerto y confiaba en que Vicente, su criado, no faltara a la cita concertada cuatro meses antes. Si Vicente había cumplido sus indicaciones, dispondría de alojamiento en Laredo, en la posada del Fraile, y de un caballo y una mula para llegar a Valladolid. Dudó un momento sobre si tenderse también en el coy, como Tellería, pero finalmente desistió y salió de nuevo a cubierta. Era, efectivamente, el marinero de la cofa el que canturreaba y el jirón de vela continuaba azotando a la mayor mientras dos jóvenes se encaramaban descalzos por las jarcias con ánimo de reparar el pequeño estropicio. Infló el pecho y una bocanada de aire salino ventiló sus pulmones. Paseó despacio por cubierta pensando en sus cofrades de Valladolid, en su casa, en el taller de confección de la Judería, en sus propiedades de Pedrosa, donde su amigo Pedro Cazalla, el párroco, seguiría armando el tollo cada tarde, a la entrada de La Gallarita, para cazar con el perdigón. Por asociación de ideas pensó en el Doctor, su hermano, tan pusilánime y abatido en los últimos tiempos, como si barruntara una tragedia, en el empeño con que le propuso este viaje y sus cautelas exageradas. Salcedo estaba ese invierno enredado en mil asuntos, pero le conmovió la confianza del Doctor, el hecho de que le antepusiera a los demás miembros del grupo, más antiguos que él. Entonces le expuso su temor de que la Inquisición tuviera alguna sospecha de la existencia del conventículo. Al Doctor hacía tiempo que le desazonaba la actividad de Cristóbal de Padilla, el criado de los marqueses de Alcañices, su torpe proselitismo en Toro y Zamora. En líneas generales estaba satisfecho del grupo, de su alto nivel intelectual, su posición social, su discreción, pero desconfiaba de la gente baja, de algunos pobres analfabetos, decía, que se habían infiltrado en el mismo. «¿Qué puede esperarse —le decía a Salcedo días antes de marchar— de ese impenitente correveidile haciendo proselitismo?» En la carta a Erfurt había vuelto sobre el tema. Salcedo compartía su temor en cierto modo, pero recelaba aún más de Paula Rupérez, la mujer del joyero Juan García, aunque no perteneciera al conventículo. Ello le llevó a pensar en Teo, su propia esposa, el extraño fracaso de su matrimonio, la disparidad física entre los dos, su incapacidad para hacerla madre y su hundimiento final. Teo carecía del calor maternal que ingenuamente le había atribuido al conocerla. De esta manera, la soledad de Cipriano se había acrecentado con el matrimonio. Había admitido impávido la separación de lechos, de habitaciones, de vidas. A Pedro Cazalla, párroco de Pedrosa, le habló un día del asunto: no sólo no quería a su mujer sino que la despreciaba. Era un grave pecado y Nuestro Señor se lo tendría en cuenta. Con su padre, don Bernardo, le había sucedido algo parecido. ¿Es que había seres que nacían solamente para odiar? Fue entonces cuando Pedro Cazalla le dijo que confiara en los méritos de Cristo y no diera tanta importancia a sus sentimientos. Una nueva luz apareció en su angosto horizonte. Así que no todo estaba perdido, la Pasión de Cristo valía más que sus propias obras, que sus sentimientos mezquinos. Detrás vino don Carlos de Seso y, más tarde, el Doctor, a profundizar en la misma idea: el purgatorio no era, pues, necesario. La secta venía a ofrecerle una fraternidad que no había conocido hasta entonces. Se entregó a ella con fruición, con entusiasmo. El viaje a Alemania formaba parte de esta entrega.
Pero ahora, mientras recorría en la noche la cubierta del Hamburg, el tierno recuerdo de Ana Enríquez no podía impedir que se encontrase solo e insignificante. Costeaban Francia y, de cuando en cuando, una luz vacilante y mortecina hacía guiños desde tierra, señalaba los difusos límites del mar. La galeaza se aproximaba al litoral, esperando hallar mar planchada, pero, pese a todos los esfuerzos, no cesaba de cabecear. Salcedo pensó en Tellería y pasó por las cocinas. Un pinche grueso y rosado, con el torso desnudo y las tetillas rojizas, le dio dos manzanas para «el pasajero español que se sentía indispuesto». Isidoro Tellería se las comió sin mondarlas, a grandes mordiscos, sentado en el coy, a la luz del candil. Tenía mejor aspecto que por la tarde y, al concluir, sopló la llama, se arrebujó en la manta y se despidió hasta la mañana siguiente.
Salcedo madrugó. Lo primero que advirtió fue que la costa francesa había desaparecido de la amura y un viento terral desmelenado sacudía las velas frenéticamente. Hacía frío. Salvo una alargada franja azul a poniente, los nimbos grises entoldaban el cielo. Media docena de marineros descalzos baldeaban con bruzas y lampazos la cubierta de estribor y, a intervalos, vaciaban los cubos de golpe y el agua burbujeaba en los imbornales antes de perderse en el mar. Paseó por cubierta para estirar las piernas y, al cabo, pasó por las cocinas donde el marmitón de las tetillas rojas le facilitó una tisana para don Isidoro Tellería.
Lo encontró despierto, más entonado, pero se negó a levantarse. Lo mismo le ocurrió a la hora del almuerzo —un caldo y dos manzanas— de lo que Salcedo dedujo que, así durase un mes la travesía, el sevillano permanecería tumbado en el coy sin moverse. Salcedo le acompañó un rato, sentado en el arcón, y casualmente descubrió el Nuevo Testamento de Pérez de Pineda, como libro de cabecera, junto al candil, a su lado.
Cipriano Salcedo dedicó la tarde a recorrer las dependencias del pequeño navío: el sollado de los remeros, vacío ahora, las sentinas de carga, la duneta, el puente, los pañoles, el castillo de mando… Apenas reposó la comida unos minutos. Había pasado mala noche y se sentía intranquilo y nervioso. Le asaltaban temores infundados que se incrementaban cuantas más vueltas les daba en la cabeza. Recelaba que Vicente, su criado, por ejemplo, no saliera a esperarle al muelle al día siguiente y él se encontrase solo, sin medio de transporte, en el amarradero, con un fardo de libros prohibidos en la mano. Después de cenar, se serenó contemplando la puesta de sol, aun resistiéndose a admitir que aquel astro brillante y húmedo que se acostaba en el mar fuese el mismo que Pedro Cazalla y él veían desaparecer tras los ardientes rastrojos desde los cerros de Pedrosa. Ya anochecido, se acodó en la popa, mirando distraído los dibujos de la estela dividiendo el mar, y no oyó llegar al capitán Berger. Lo vio alzarse, de repente, a su lado, las anchas manos en la baranda, inquiriendo con acento burlón:
—¿Descansa nuestro amigo, el ínclito calvinista? Cipriano Salcedo señaló con un dedo la tienda silenciosa. Luego se acodó de nuevo en el pasamanos e informó al capitán de sus motivos de preocupación. Le inquietaba la posibilidad de que su criado hubiera tergiversado sus instrucciones y no le aguardase en el puerto al día siguiente. Le inquietaba, asimismo, que, durante su ausencia, el Santo Oficio hubiese decretado nuevas normas para impedir la circulación de libros peligrosos. Ambos recelos, unidos, le producían una profunda desazón.
El capitán Berger no pareció dar a sus temores excesiva importancia. Los guardas y alguaciles del Santo Oficio vigilaban la carga de los barcos, destripaban los toneles o los fardos si les parecían sospechosos, pero no solían molestar a los viajeros. Al concluir le preguntó si traía muchos. Cipriano Salcedo levantó la cabeza hacia él:
—¿Libros? —inquirió.
—Libros, claro.
—Diecinueve —respondió Salcedo y, abriendo un hueco entre sus manos, precisó—: Un fardo pequeño… pero lo arriesgado es el contenido: Lutero, Melanchton, Erasmo, dos Biblias y una colección completa del Pasional. —Algo impensado le vino de pronto a la cabeza y añadió con alguna precipitación—: ¿Sabía usted que la censura de Biblias impuesta en Valladolid hace tres años supuso la recogida de más de cien ediciones distintas del libro de libros, la mayor parte de autores protestantes?
Los dientes del capitán Berger brillaban en la oscuridad al sonreír:
—Los capitanes de barco somos expertos en ese tema. Los últimos veinte años los hemos vivido en perpetuo sobresalto. De una de las Biblias de las que usted habla introduje doscientos ejemplares por el puerto de Santoña el año 28 en dos toneles. No pasó nada. Entonces los toneles eran una cosa inocente. Hoy meter un libro en una cuba es como fabricar un explosivo.
—Y ¿en qué momento cambió la situación?
—En el año 30 diez grandes cubas con libros llegaron al puerto de Valencia en tres galeazas venecianas. Fueron interceptadas y el descubrimiento puso en guardia al Santo Oficio. Lo más acre de Lutero, todo lo escrito en Wartburg, en docenas de ejemplares, estaba allí. La Inquisición montó un verdadero auto de fe. Los capitanes de las galeazas fueron apresados y en la plaza de la ciudad ardieron cientos de libros en una pira gigantesca, entre el griterío y el entusiasmo del pueblo analfabeto. Al Santo Oficio siempre le atrajeron los grandes alijos para montar con ellos un espectáculo popular.
La noche queda, de luceros brillantes, invitaba a la confidencia. Salcedo no se movió. Esperaba que el capitán Berger prosiguiera. Estaba seguro de que lo haría y lo esperaba mirándole el entrecejo:
—Las quemas de libros han sido en España pasatiempos habituales —dijo al fin—. De la quema de Salamanca todavía se está hablando. La ciudad más culta del mundo quemando los vehículos de la cultura; no deja de ser un contrasentido. Dos años más tarde hubo otra quema aparatosa en San Sebastián… Pero no vaya usted a pensar que España tuviera la exclusiva. Miles de ejemplares de La libertad del cristiano, traducido al español, fueron incinerados en Amberes con toda pompa y solemnidad. Yo estuve allí, viví el acontecimiento.
Salcedo emitió una apagada sonrisa:
—La Inquisición —dijo— se muestra cada día más intolerante. Ahora exige a los confesores que obliguen a los penitentes a denunciar a los que ocultan libros prohibidos. Y al que se niega no se le absuelve. Ni los obispos, ni el mismo Rey están exentos de esta medida.
El capitán Berger, que había estado recostado en la barandilla, dio media vuelta y se acodó en ella:
—Tengo entendido —dijo— que cada vez que la Inquisición condena a un hombre por causa de un libro, este libro queda en entredicho. Y no me refiero solamente a obras anticristianas. El Catálogo de Lovaina, por ejemplo, prohibió hace seis años la Biblia y el Nuevo Testamento traducidos al castellano. Es cosa sabida que el pueblo español está condenado a desconocer el libro de libros.
Cipriano Salcedo miró de reojo al capitán antes de hacer esta observación:
—La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso. Siendo analfabeto es fácil demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable casta de los cristianos viejos.
Se abrió un alto silencio entre los dos hombres que hizo perceptible el leve murmullo de la estela bajo las estrellas. Para el capitán Berger no pasó inadvertido el ademán de Cipriano Salcedo de aproximar el reloj a los ojos:
—Es tarde —anticipó.
—Son casi las dos, capitán —dijo Salcedo—. Una hora muy oportuna para retirarse a descansar.
El nuevo día amaneció con calima. Desde su tienda Salcedo divisó a Isidoro Tellería en cubierta fumando una pipa. Se había quitado el luto. Calzaba unos borceguíes de badana hasta media pierna y, sobre la camisa fruncida y el jubón, vestía una ropilla de paño fuerte. Incomprensiblemente, parecía más alto y delgado que vestido de negro, tal vez a causa de las calzas, muy ajustadas, o a que realmente había adelgazado por mor de la sobria dieta mantenida a bordo durante la travesía. Salcedo se aproximó a él y le saludó. Había dormido bien —le dijo. Los trastornos habían desaparecido, se encontraba recuperado. Él no abandonaría la galeaza en Laredo sino que continuaría viaje hasta Sevilla.
La bruma iba levantando y la costa, de nuevo visible y ahora muy próxima, cobraba animación y relieve bajo un sol desfallecido. En las leves ondulaciones del terreno se alzaban pequeños caseríos diseminados, ceñidos por bosques de hayas y fresnos, y vacas y yeguas pastando en los prados colindantes. La línea del mar se detenía en los acantilados y, poco más allá, en la vasta playa dorada, sobre la cual se extendía el pueblo con las chimeneas de sus casas humeantes.
El Hamburg viró en redondo a babor y su proa hendió las aguas de la bahía con el malecón al fondo. Una tropilla de marineros abatía las velas desde las jarcias y el barco se deslizaba suavemente sobre la superficie para detenerse, minutos después, en la bocana, junto al espigón. Isidoro Tellería y Cipriano Salcedo se habían aproximado al puente, bajo el cual impartía órdenes el capitán. De pronto, sonó la campana del portalón, la nave se detuvo y un marinero descolgó una escala por la borda, por la que ascendió el práctico que se hizo cargo del timón. Los costados del velero se habían erizado de remos que bogaron rítmicamente tan pronto el capitán Berger dio la orden por el tubo acústico. El Hamburg avanzó hasta el ostial lentamente. El capitán se aproximó a Salcedo y le señaló un hueco en los muelles del fondo, a lo largo de los cuales se extendían los almacenes de lana:
—Ahí tiene vuesa merced nuestro atracadero— dijo.
La nave se deslizaba sobre la superficie del agua y, poco más allá, viró de nuevo a babor, colocándose paralela al muelle. El capitán Berger oteaba los alrededores con el anteojo, dos charrúas empujaban la nave contra el atracadero mientras cuatro marineros arrojaban por el costado las defensas al tiempo que desaparecían los remos de babor. En tanto amarraban la nave al bolardo, el capitán dejó de mirar y sonrió a Salcedo entregándole el anteojo:
—No parece que haya moros en la costa —dijo. Salcedo enfocó el anteojo a la dársena y fue recogiendo la mirada hacia los diques: los veleros desmantelados, el pueblo, una reata de mulas por el camino de la playa. Al abocar al bosquecillo de hayas, su ojo retornó poco a poco por la línea de galeazas atracadas, el muelle, los almacenes y, súbitamente, lo descubrió: un hombrecillo desmedrado ante la puerta número 2, vestido con un humilde sayo de cordilla y calzado de cuerda, que miraba sin pestañear el navío recién atracado. Sostenía dos caballos por las bridas y, detrás, atada a una argolla del almacén, una mula pateaba el empedrado con impaciencia.
Salcedo le señaló con un dedo:
—Ahí está —dijo sin cesar de mirar al capitán—. Ese muchacho de los caballos que está a la puerta del almacén es Vicente, mi criado. ¿Podrá subir a bordo a hacerse cargo del equipaje?
***
Fragmento tomado de la versión digital publicada por la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí
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