¿Cómo se identifica a un monstruo? ¿Cuál es la seña, la marca que lo define y lo distingue de otros hombres? ¿Acaso el monstruo guarda la apariencia típica de lo que es monstruoso? A esta última pregunta se podría responder con un no rotundo. Con un no que hiciera eco sobre la conciencia del lector, sobre su procesamiento activo de la síntesis, mientras Préndelo por goloso, el minicuento que hoy les presento en esta columna, construye y fragmenta la idea de Eros y Thánatos como principios rectores de la conducta humana. En el breve espacio que la narrativa nos permite develar, esta historia resalta por la adecuada exploración sobre la conciencia del personaje protagonista y, sobre todo, por el ejercicio de riesgo que entraña el hecho de que el escritor haya asumido el punto de vista del monstruo, del sádico, del psicópata, para desarrollar su edificio fabulante.
La brevedad del relato no nos permite una alta vinculación o empatía con el narrador personaje pero, no obstante, aunque sea a pinceladas, no se puede evitar cierto posicionamiento del lector, cierta mirada que abarca e interpreta la realidad según lo que el personaje protagonista concibe. Como lectores, somos entonces incapaces de cortar el lazo entre la patología del personaje y nuestra propia patología como observadores: solo nos queda, y no es salvación, el acto de contemplar los acontecimientos como mansos animales, como voyeurs del horror que se devela, tan naturalmente, frente a nosotros. Ese horror que percibimos ahora como parte de lo común. Ese horror que nos parece lógico y no aberrante. Esa circunstancia dramática —el destino de Rubia y Morena— teñida del ludismo de la psicopatía, que solo la elección del punto de vista del narrador personaje podría habernos ofrecido en toda su dimensión.
Es también resaltable lo siguiente: cómo el autor logra el efecto de síntesis propio de un minicuento sin renunciar por ello al desarrollo de la atmósfera narrativa, oprimente y opresiva, sobre todo cuando el protagonista regresa a casa y alimenta a sus «presas». El efecto del final sorpresa llega a ser, en cierta manera, repelente, cuando el lector activo descubre que el manto de cierta realidad comienza a descorrerse y que la verdad queda develada; que empatía y punto de vista se han aliado en contra del propio lector, y que el golpe de efecto ha impactado directamente en su blanco: nosotros.
Préndelo por goloso nos recuerda aquella canción infantil cuyo eco percute en las memorias de varias generaciones, y por momentos el título es una sinonimia irónica (paródica incluso, si se quiere) de la situación que enfrentan los actantes de este cuento: el protagonista que teme ser apresado y que abandona el refugio de su casa y de su mente para buscar alimento; Rubia y Morena, reducidas de la condición humana a la condición animal (peor aún, de fieras, de perras de pelea). La ironía del título condimenta muy bien el guiso de este relato donde el horror es el principal ingrediente, aunque solo se revela a cucharadas, solo se revela como parcialidad progresiva, que se apropia de nuestras conciencias como un golpe de efecto.
Javier Antonio Argüelles Montesinos, el joven autor de este relato, indaga con buen tino en el diseño de los personajes y se concentra, además, en ofrecernos las manos de una Sombra que nos persigue, que invariablemente nos domina. Thánatos ha ganado la batalla, al menos por hoy, y no es posible atraparlo ni aunque coreemos todos, a una sola voz, préndelo, préndelo por goloso, ha escapado, sí, y se encuentra ya fuera de nuestro alcance.
Javier Antonio Argüelles Montesinos (La Habana, 1996). En la actualidad cursa el quinto año de la Licenciatura en Educación en Lenguas Extranjeras, Inglés como Segunda Lengua de la Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique José Varona. Fuera del ámbito universitario, se ha despeñado como traductor en dos ocasiones para el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Esta es su primera publicación.
Préndelo por goloso
Esa noche, la falta de provisiones me hizo arrastrarme hacia el supermercado. Fue entonces cuando la vi, una chica más menos de mi edad, de cabello corto y tan rellena como un pavo de acción de gracias. Vaya morsa, pensé. La maldad en su sonrisa me puso los pelos de punta, pues recordé aquello que me esperaba en casa. Corrí a toda prisa para escapar de la situación.
Fui directo a la cocina de casa y bajé las escaleras hasta el sótano, con sus paredes cubiertas de moho, iluminadas a la perfección por una bombilla. Donde trastos y sabanas viejas servían de refugio a mis mascotas, encadenadas una frente a la otra justo en el fondo.
—¡Hora de cenar! —les dije al liberar las cadenas de un chasquido. Mis preciosas se abalanzaron una sobre la otra: Rubia mordisqueaba el brazo de Morena mientras esta le arrancaba los ojos a su compañera, gimiendo de placer y dolor al saborear el festín.
Me acomodé para disfrutar el espectáculo. A mi mente llegó el pensamiento de que pronto necesitaría una cadena más gruesa
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