Sobre el autor
Ernesto Che Guevara (Rosario, Argentina; 14 de junio de 1928-La Higuera, Bolivia; 9 de octubre 1967), es conocido mundialmente en su condición de revolucionario universal por su entrega desde la teoría y la práctica, en aras de hacer del mundo un lugar más digno para el ser humano. Sin embargo, pocas veces se conoce el vínculo visceral que lo unió a la literatura como lector y también como escritor.
Evocar la relación entre Ernesto Che Guevara y la literatura implica, necesariamente, remontarse a su niñez cuando, de la mano de la madre, aprende las primeras letras y con ellas descubre, fascinado, la literatura, compañera inseparable y refugio en sus frecuentes crisis de asma. Esa pasión de lector impenitente iniciada en la infancia lo lleva a disfrutar de igual modo de las aventuras de Julio Verne y de las andanzas de Don Quijote y otras lecturas más sorprendentes para un joven de esa edad, como confirma el testimonio de su entrañable amigo Alberto Granado, quien recuerda que con apenas 14 años, «Ernesto se había apasionado por Baudelaire, leía a Verlaine y Mallarme en su lengua original, gustaba de leer a Lorca y a Machado, y de nuestro continente sentía profunda admiración por el poeta chileno Pablo Neruda, de quien había transcrito íntegro su Canto General».
Pero más allá de los recuerdos del ávido lector que conservaron quienes le conocieron desde sus años formativos quedan, como constancia ineludible de esa relación vital, los manuscritos de lo que Ernesto dio en llamar Índice de Libros, donde en medio de un catálogo ecléctico de autores, lenguas y géneros (cuyo único orden posible fue el alfabético) destaca la poesía con obras como El Paraíso Perdido de Milton, la selección realizada por Menéndez Pelayo de las 100 mejores poesías de la lengua castellana, tres poemarios de Rubén Darío (Cantos de vida y esperanza, Baladas y Canciones y Canto a la Argentina), así como dos de Amado Nervo (El arquero Divino y Los jardines interiores).
Además de la lectura, la escritura fue una práctica habitual, sobre todo aquella de corte testimonial en la que iría plasmando cada etapa de su vida y gracias a la cual conocemos de primera mano de sus viajes por Latinoamérica, la gesta liberadora de la Sierra Maestra, los acontecimientos del Congo y las circunstancias vividas en la selva boliviana. Practicó con notable calidad la crónica como confirman sus textos tras las visitas a las ruinas arquitectónicas precolombinas o al Amazonas y que fueran publicados por la prensa de los años 50; y no le fue ajena la poesía, aunque se considerara un «poeta fracasado» como le confesara al español León Felipe.
Poseía el arte de narrar y a la par de diarios y crónicas escribió una serie de relatos atesorados en el Archivo Documental del Centro de Estudios Che Guevara, incluido en el registro de la Memoria del Mundo de la UNESCO en el año 2013. De ellos compartimos hoy «La piedra», escrito tras conocer la noticia del deplorable estado de salud de su madre mientras él se encontraba clandestino en el Congo belga.
Considerado el «más crudo, intenso y conmovedor» escrito por el Che Guevara, «La piedra» se presenta como un testimonio de notable valor literario y profunda sensibilidad, que revela la dimensión infinitamente humana de su autor. Sirva a lectura de este relato como homenaje, en el 55 aniversario de su asesinato en Bolivia.
Fragmentos de su obra
La Piedra
Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un responsable, y lo agradecí. No me mintió preocupación o dolor y traté de no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple!
Además había que esperar la confirmación para estar oficialmente triste. Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez.
—Fue un amigo de la familia, le telefonearon avisándole que estaba muy grave, pero yo salí ese día.
—Grave, ¿de muerte?
—Sí.
—No dejes de avisarme cualquier cosa.
En cuanto lo sepa, pero no hay esperanzas. Creo.
Ya se había ido el mensajero de la muerte y no tenía confirmación. Esperar era todo lo que cabía. Con la noticia oficial decidiría si tenía derecho o no a mostrar mi tristeza. Me inclinaba a creer que no.
El sol mañanero golpeaba fuerte después de la lluvia. No había nada extraño en ello; todos los días llovía y después salía el sol y apretaba y expulsaba la humedad. Por la tarde, el arroyo sería otra vez cristalino, aunque ese día no había caído mucha agua en las montañas; estaba casi normal.
—Decían que el 20 de mayo dejaba de llover y hasta octubre no caía una gota de agua.
—Decían… pero dicen tantas cosas que no son ciertas.
—¿La naturaleza se guiará por el calendario? No me importaba si la naturaleza se guiaba o no por el calendario. En general, podía decir que no me importaba nada de nada, ni esa inactividad forzada, ni esta guerra idiota, sin objetivos. Bueno, sin objetivo no; solo que estaba tan vago, tan diluido, que parecía inalcanzable, como un infierno surrealista donde el eterno castigo fuera el tedio. Y, además, me importaba. Claro que me importaba.
Hay que encontrar la manera de romper esto, pensé. Y era fácil pensarlo; uno podía hacer mil planes, a cual más tentador, luego seleccionar los mejores, fundir dos o tres en uno, simplificarlo, verterlo al papel y entregarlo. Allí acababa todo y había que empezar de nuevo. Una burocracia más inteligente que lo normal; en vez de archivar, lo desaparecían. Mis hombres decían que se lo fumaban, todo pedazo de papel puede fumarse, si hay algo dentro. Era una ventaja, lo que no me gustara podía cambiarlo en el próximo plan. Nadie lo notaría. Parecía que eso seguiría hasta el infinito.
Tenía deseos de fumar y saqué la pipa. Estaba, como siempre, en mi bolsillo. Yo no perdía mis pipas, como los soldados. Es que era muy importante para mí tenerla. En los caminos del humo se puede remontar cualquier distancia, diría que se pueden creer los propios planes y soñar con la victoria sin que parezca un sueño; solo una realidad vaporosa por la distancia y las brumas que hay siempre en los caminos del humo. Muy buena compañera es la pipa; ¿cómo perder una cosa tan necesaria? Qué brutos.
No eran tan brutos; tenían actividad y cansancio de actividad. No hace falta pensar entonces y ¿para qué sirve una pipa sin pensar? Pero se puede soñar. Sí, se puede soñar, pero la pipa es importante cuando se sueña a lo lejos; hacia un futuro cuyo único camino es el humo o un pasado tan lejano que hay necesidad de usar el mismo sendero. Pero los anhelos cercanos se sienten con otra parte del cuerpo, tienen pies vigorosos y vista joven; no necesitan el auxilio del humo. Ellos la perdían porque no les era imprescindible, no se pierden las cosas imprescindibles.
¿Tendría algo más de ese tipo? El pañuelo de gasa. Eso era distinto; me lo dio ella por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso. La dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta en la muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y tal vez saldría en el Life con una mirada agónica y desesperada fija en el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a qué negarlo.
Por el humo, anduve mis viejos caminos y llegué a los rincones íntimos de mis miedos, siempre ligados a la muerte como esa nada turbadora e inexplicable, por más que nosotros, marxistas—leninistas explicamos muy bien la muerte como la nada. Y, ¿qué es esa nada? Nada. Explicación más sencilla y convincente imposible. La nada es nada; cierra tu cerebro, ponle un manto negro, si quieres, con un cielo de estrellas distante, y esa es la nada—nada; equivalente: infinito.
Uno sobrevive en la especie, en la historia, que es una forma mistificada de vida en la especie; en esos actos, en aquellos recuerdos. ¿Nunca has sentido un escalofrío en el espinazo leyendo las cargas al machete de Maceo?: eso es la vida después de la nada. Los hijos; también. No quisiera sobrevivirme en mis hijos: ni me conocen; soy un cuerpo extraño que perturba a veces su tranquilidad, que se interpone entre ellos y la madre.
Me imaginé a mi hijo grande y ella canosa, diciéndole, en tono de reproche: tu padre no hubiera hecho tal cosa, o tal otra. Sentí dentro de mí, hijo de mi padre yo, una rebeldía tremenda. Yo hijo no sabría si era verdad o no que yo padre no hubiera hecho tal o cual cosa mala, pero me sentiría vejado, traicionado por ese recuerdo de yo padre que me refregaran a cada instante por la cara. Mi hijo debía ser un hombre; nada más, mejor o peor, pero un hombre. Le agradecía a mi padre su cariño dulce y volandero sin ejemplos. ¿Y mi madre? La pobre vieja. Oficialmente no tenía derecho todavía, debía esperar la confirmación.
Así andaba, por mis rutas del humo cuando me interrumpió, gozoso de ser útil, un soldado.
—¿No se le perdió nada?
—Nada —dije, asociándola a la otra de mi ensueño.
—Piense bien.
Palpé mis bolsillos; todo en orden.
—Nada.
—¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.
—Ah, carajo.
Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada necesario, vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario? Vegetativamente sí, un ser moral no, creo que no, al menos.
Hasta sentí el chapuzón en el recuerdo y me vi palpando los bolsillos con rigurosa meticulosidad, mientras el arroyo, pardo de tierra montañera, me ocultaba su secreto. La pipa, primero la pipa; allí estaba. Los papeles o el pañuelo hubieran flotado. El vaporizador, presente; las plumas aquí; las libretas en su forro de nylon, sí; la fosforera, presente también, todo en orden. Se disolvió el chapuzón.
Solo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato este, ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo.
¿Era clemente o vengativo, o solo impersonal como un jefe, el arroyo? ¿No se llora porque no se debe o porque no se puede? ¿No hay derecho a olvidar, aún en la guerra? ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo?
Qué se yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: «mi viejo», con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese «mi viejo»…
—¿Está fuerte? A mí también me hace efecto; ayer casi me caigo cuando me iba a levantar. Es que no lo dejan secar bien parece.
—Es una mierda, estoy esperando el pedido a ver si traen picadura como la gente. Uno tiene derecho a fumarse aunque sea una pipa, tranquilo y sabroso ¿no?…
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