Las palabras y los días1 sale a la luz casi simultáneamente con la muerte de su autora, Beatriz Maggi. La tensa sobriedad de su título remite desde luego a la inmemorialmente poética obra de Hesíodo, como si la ensayista nos sugiriera con este su libro final que, en efecto, la palabra fue su labor fundamental y marcó todas las jornadas de su vida. Pues nos lega, junto con sus libros y artículos dispersos, un recuerdo imborrable para varias generaciones de estudiantes universitarios en los que ella imprimió sello peculiar, reconocido por muchos, como se advierte en la emotiva dedicatoria que el cineasta Fernando Pérez le hizo de su extraordinario filme José Martí, el ojo del canario. Creo que, por magnéticos que puedan resultar los libros de ensayo de Beatriz Maggi, ninguno puede recuperar con la vibración oral y gestual específica de sus clases en tanto fascinantes comentarios de lectura. Decía Roland Barthes que “El placer del texto no es forzosamente un placer de tipo triunfante, heroico, musculoso”.2 Cada uno de los textos de la ensayista, particularmente los de este libro con que se cierra su vida, trasunta una ensimismada fruición, un diálogo —por momentos pasional— con el texto objeto de valoración.
Pues Beatriz Maggi vivió la experiencia estética de la literatura con una intensidad muy poco común. Lejos de ella estuvo el escribir como manera de “hacer carrera literaria”, como tantos seudocríticos que, por más disfraces que asuman, siempre transparentan propósitos mezquinos. Esta mujer vivió para la palabra literaria en sí y por sí; me siento incluso tentado a decir que, como el Hesíodo de Los trabajos y los días, parece implícitamente advertirnos contra los mercaderes de la palabra, los jueces injustos y los que practican la usura, que en el mundo literario tiene que ver con el sórdido trueque de textos por lugar social. Muy lejos de tales miserias, la Maggi —como siempre se refirieron a ella sus alumnos— se concentró en el valor y la multifuncionalidad de la palabra. Precisamente en este libro final uno de los ensayos de mayor fuerza es “Algunos usos de la palabra”,3 donde figuran varias de las claves mismas de su ensayística, de su magisterio y, posiblemente, de su personalidad; véase lo que escribe al meditar sobre la relación entre la palabra literaria y la belleza: “Cuando la palabra logra lo bello, una flecha se aloja en el corazón del pájaro que somos, y detiene su vuelo en el aire”.4 Es, sin duda, una imagen de estremecida espiritualidad, pero su quintaesenciado refinamiento se integra con una perspectiva por completo realista:
La palabra, mal que nos pese, es un ser real y con vida autónoma. Nace en nosotros, pero coge vuelo, se independiza de nosotros. OJO CON ELLA, que puede perdernos. Casi somos en ella y por ella, pero se desenlaza y se desata: puede ser perniciosa, y más lo es cuanto más elocuente.5
Diría yo que en este pasaje está, entera, la Maggi. Y no me refiero al filo de las ideas o a la obvia pasión al expresarlas. Lo que aparece en ese mínimo fragmento es su cualidad esencial: tenía estilo. Y no lo digo por fascinación frente a un término que, lo sé muy bien, parece haber sido desterrado de nuestra contemporaneidad. Sí, la Maggie tenía estilo, como profesora y como ensayista, es decir, proyectaba en sus discursos su propio ser, operación magnánima cuanto peligrosísima en nuestros días, donde ese vocablo se destierra como signo de la proliferación de farsantes de las letras, puros cazadores de nimiedades y de ingenio sin clase, vale decir, sin cabal pertenencia humana. Beatriz Maggi siempre, y en particular en Las palabras y los días, se muestra y habla desde sí misma. En pura hipótesis, puede uno discrepar de lo que dice: tal vez no nos parezca cabalmente sustentada su valoración de Hamlet o pensar que no fue justa con una obra tan impresionante como El luto le sienta a Electra, de O´Neill.
Y sin embargo también allí nos moviliza y emociona, alcanza esos adentros del alma del lector… y nos arrastra al diálogo desde la superficie estremecida y no siempre impoluta de sus páginas —pues no le importó nunca el vano refinamiento de la lengua académica, y una vez más en una muestra de estilo bien plantado, se entreveró de coloquialismos de puntería formidable—. Sí, tenía estilo, en ese sentido que nos descubrió y hemos olvidado tanto: el estilo es el ser humano mismo, libre y desnudo ante el lector. Por eso en este libro que es su último legado enarbola, con su maravillosa extravagancia de siempre, una frase de Rabelais, esgrimida como mandamiento esencial: “Ríe, ríe, que la risa es propia del hombre”.6 Sus clases, sus ensayos todos son una excavación en lo esencial del hombre, sin otra pretensión que la de leer. Creo que no olvidaré nunca un juicio que solo ella tuvo el valor de expresar:
Martí tuvo que estrangularse a sí mismo, tuvo que inmolarse, hacer un nudo con su existencia, autoaniquilarse, destruirse como indivi-dualidad en toda la sed legítimamente egoísta de la literatura y de la vida, y ahí está la génesis de su gran poesía.7
Su modo de expresión, a veces brutal —como en esa iluminación suya sobre el Apóstol— le permite mostrar en magnitudes inesperadas de-terminadas verdades del texto literario, como cuando nos confirma, pero en su estilo angustioso, que Martí creó una obra que “es grande por el quehacer histórico que él sintió en sus manos”.8
Las palabras y los días, como toda la obra —magisterial y ensayísti-ca— que nos deja, aparece jalonada además por una plasticidad inesperada en alguien cuya apariencia personal nunca fue precisamente atildada: es que su visión se encandilaba, una y otra vez, con la palabra literaria. Su sentido de la belleza se desbordó siempre no en sí misma, sino en el infini-to universo de la expresión artística. Véase este pasaje inimitable:
Si quisiéramos calificar de alguna manera la obra poética de Whit-man, diríamos que es extraña. Más que como ola, su estrofa avanza como una mar gruesa, una marejada, pleamar que, cual grupa colo-sal, avanza diseminadamente hacia un “yo” estentóreo agresivamente plantado que espera el abrazo cósmico para, avanzando juntos, inundar toda su tierra.9
El libro casi póstumo de Beatriz Maggi, último adiós de una lectora excepcional, es también una advertencia similar a la que cierra un filme prodigioso de Andrzej Wajda, El director de orquesta (1980): que nadie se dedique nunca al arte a menos que pueda consagrarle, ensimismado, toda su pasión y su vida entera. Ese es el valor final —que ninguna institución podría premiar realmente— de Beatriz Maggi, voz especialísima, estilo atormentado y perdurable.
Notas:
1 Beatriz Maggi: Las palabras y los días. Ed. Unión, La Habana, 2017.
2 Roland Barthes: El placer del texto. ed. Siglo XXI Editores, México, 1993, p. 32.
3 Beatriz Maggi: ob. cit., pp. 238-249.
4 Ibídem, p. 240.
5 Ibíd., p. 241.
6 Ápud ibíd., p. 244.
7 Ibíd., p. 248.
8 Ibíd., p. 249.
9 Ibíd., p. 184.
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