Alberto Peraza Ceballos (Río Seco, San Juan y Martínez, Pinar del Río, 1961) es poeta, escritor para niños y jóvenes y promotor cultural, así como miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), del Movimiento de Poetas del Mundo, de la Sociedad Cultural José Martí y de la Asociación de Pedagogos de Cuba. Licencia en Educación en la especialidad Lengua Inglesa, Peraza ha obtenido el Premio Uneac de Poesía en Pinar del Río, 1990; Premio Hermanos Loynaz de poesía y de poesía para niños, 1992, y ese mismo año, el Premio Nacional Especial de Décima; el Premio Rubén Martínez Villena, 1993; Primer Premio Nacional de Glosas Nicolás Guillén, 2003; Beca de Creación Literaria Aldo Martínez Malo, 2017, entre otros. El autor tiene publicados los poemarios Escapar al olvido o De lobos y corderos (Ediciones Loynaz, 1992); Sobornos clandestinos (y otras utopías) (Ediciones Loynaz, 2006) y Máscaras interiores (Ediciones Loynaz, 2011). Textos suyos han sido traducidos al inglés, portugués y chino y aparecen en antología dentro y fuera de Cuba. Además, ha participado en Festivales Internacionales de Poesía en la Ciudad de México, así como en Ferias del Libro en Colombia, Estados Unidos y México.
Macerar, título de 94 páginas, publicado por la Editorial Letras Cubanas y Premio de Poesía Nicolás Guillén 2019, es «el pensamiento de un alma rechazada que ha dado testimonio de una corteza y una humedad, que le ha creado un cuerpo al inconsciente», al decir de Caridad Atencio en las palabras de la solapa del libro.
Asistimos a la autoafirmación dolorosa de quien, desde una identidad distinta, perdió el paraíso de la casa de la infancia —que es como perder la infancia— donde encontramos siempre las pugnas que hacen y deshacen a la vez el mundo (…) La condición efímera de la vida aquí se expresa con el verbo macerar, dando fe de una violencia omnipotente donde los sucesos y objetos del mundo dejan de ser, o se convierten en otros, atravesados por el bramido hermoso de la naturaleza.
A continuación compartimos la selección de poemas.
MACERAR el cuerpo. Separar el líquido del hueso y la carne. Poner a curar la piel. El peso de los días me hinca hasta dejarme ciego, vagabundo; un desconocido en mi propia casa, en mi propia calle, en mi propia conciencia. Macerar con la precisión de los matemáticos, el desgano de las putas, la obsesión de los psicópatas, la fe de los creyentes, el dolor de los poetas…
Macerar el cerebro, ponerlo a colar como al café. Reconstruirme luego con la paciencia de los artesanos, la perseverancia de los ilusos…
Yo soy el iluso; el poeta que pierde el control de las palabras. Macerar hasta el tuétano. Aislar los sentidos con rebeldía adolescente. Macerar la memoria. Incrustarme en las paredes, para que con huevos y piedras me fusilen. Macerar hasta perderme con los náufragos, los menesterosos, los suicidas… Macerar. Macerar. Macerar…
Yo ayudaba a mi madre a pelar DIENTES DE AJO. En agua los sumergía y flotaban. Así era más fácil que desprendieran la tela fina; y ya estaban listos para ser macerados en el morterito de piedra, herencia de mi abuela, y dejarlos caer en la sartén con grasa bien caliente y cebolla, para ser el sofrito que luego caería en la olla de frijoles negros. Me espantaba que mi padre regresara del trabajo y me sorprendiera. Cuando otros muchachos jugaban descalzos y se iban a los barrancos del arroyo con mi pistola de palo, yo prefería ayudar a mi madre. «Las guerras no son buenas ni en los juegos», apuntaba ella, y una complicidad nos sacudía los huesos. Mi madre quiso tener una hija. Cuando nació mi hermano mayor, ella estuvo a punto de perder la vida, y solo por abrigar a una niña con sus brazos lo intentó de nuevo. Pero nací yo, «un macho de ocho libras y una bolsa de huevos colgando entre las piernas», alardeaba mi padre orgullosamente. Entonces mi madre me acunaba con sus canciones y sollozaba, nunca supe si por amor o rabia. Yo me dormía pegado a su teta izquierda, la que perdió en la sala quirúrgica de un hospital de oncología. No sé si alguna vez fui joven, porque a los diecisiete curaba las heridas de mi madre, la inyectaba, le daba de comer y tapaba el frío de su corazón macerado. Ahora ya no ayudar, ya no temor de ser descubierto en plenas labores caseras. Fui cocinero y experimenté el mismo olor del sofrito ejercitado en la infancia, como si aquellas lecciones de mi madre marcaran mi existencia y yo fuera un diente de ajo listo para desproveerme de cáscara, y enseñarle al mundo mi carne nauseabunda.
TODO O NADA. Las medias tintas me vuelven quebradizo. Que el sol abreve sobre mi cuerpo con sus manchas y explosiones; su permanencia, aunque sea la noche y a tientas busque en la cama otro cuerpo donde sumergirme en busca de la luz. Arrancar de cuajo el miedo de pensar el holocausto, viendo en la televisión sucesos catastróficos y escuchar a los ancianos balbucear «se está acabando el mundo». Las casas dispuestas a ambos lados del camino son el mundo. En cada una hay un descalabro, una culpa por los que no pudieron retener, una enfermedad terminal, un ajuste de cuenta, una familia destruida, y los hijos creciendo en la desesperanza; las paredes transparentes dejando entrar el caos de las tormentas, las siembras ruinosas bajo el agua, la pobreza irrumpiendo por cada ausencia. En medio del todo y la nada las voces contenidas, la conformidad porque «esto es lo que nos toca», mientras la vida es un trago de ron desclasificado, y una novela, como droga, nos hace adictos, ciegos en la espera de que pase el día y el sol que ayer dejó algo en nosotros, venga a salvarnos. Yo quiero todo o nada. Las medias tintas me vuelven quebradizo. Rompo la inercia en el juego atroz de empujar mi flecha hacia la meta, aunque parezcan inciertos todos los rumbos.
Crezco SILVESTRE como los pájaros. Como ellos migro en busca del calor, tratando de encontrar un cuerpo donde pasar la noche sin que vengan a la soledad de mi cuarto, los recuerdos. Aunque tenga cerrados los ojos, ellos transitan sus ruidos persistentes, igual que campanadas llamando a misa. Migro sin moverme. Recorro estaciones y me dejo envolver por los vientos que corren. Veo alejarse los horrores en cualquier dirección; los condenados persiguiendo a otros condenados, dueños de una mudez espantosa en medio de las tempestades del hambre y la desidia. Migro y la mente lo agradece. Espanto a los espíritus y salgo a comer frutas silvestres que a esta hora me construyo. Avanzo con la certeza del regreso bajo el brazo. Conmigo llevo una brújula porque todos los caminos no van al sur, como las palomas, y podría extraviarme entre la gente, sin un mapa para encontrar la carne con que estamos hechos los humanos y limpiarla, ahora que nadie puede dar señales. Crezco silvestre como los pájaros. Es tanto el peso de mis alas que el mundo puede dejarme sin amparo y, en el más mínimo descuido, devastarme.
Macerar las PALABRAS para hacer el poema. Palabras que cortan como el filo de una daga. Soy yo el desangrado; quien se autodestruye cada vez que escribe un poema. He padecido males que el papel no soporta porque pesan como años, que debo llevar hasta el sitio a donde van los condenados en espera del juicio al final de los días. Son estas las palabras que tengo que decir. Me cansé de usar la máscara, que me sigan reconociendo quienes no van a padecer por mí y hacen de sus vidas una gran apoteosis; y el caos irrumpiendo por las paredes de mi carne. El vaho del poema corroe hasta la pudrición, pero me da una libertad que desconocía. Macerar las palabras, sofreírlas como cuando hacía el caldo de frijoles de mi niñez, y tragar. Construir la bala, cargar la pistola. No quitar el dedo del gatillo porque nunca se sabe quién puede aparecer. No son de nadie estas palabras mías. Nadie ha de pedirme cuentas por usarlas, como nadie va a pedir cuentas por mi casa que también es mía, aunque un día sea de otros, como ocurre con ciertas cosas que duran más que uno. Algo que no va a suceder con mis palabras porque de ellas soy el único dueño. Yo las construyo y administro. Busco el blanco y disparo.
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