Un libro publicado hace ya algún tiempo recogió las respuestas que cuatrocientos escritores de veinte y ocho países dieron a lo largo de los años a una sola pregunta. ¿Por qué escribe?
Hubo de todo en las contestaciones entresacadas de muy diversas entrevistas y confesiones. Así, mientras García Márquez lo hace “para que me quieran más”, y Julio Cortázar dijo que escribió Rayuela porque no pudo “bailarla, ni cantarla, ni esculpirla”, ese monstruo de la creación que fue William Faulkner confesaba paladinamente que escribía “para ganarme la vida”. Aunque allí no se dice, el autor de Mientras agonizo y El sonido y las furias, carretillaba carbón cuando conoció al novelista Sherwood Anderson y “al percatarme de lo bien que vivía comprendí que escribir era lo mío”. Si Hemingway llegó a tener un yate, Faulkner tuvo avión particular. Fue un hombre con suerte. El éxito monetario o de otro tipo no siempre acompaña al talento. Dostoyevski vivió en la miseria, y Balzac, que era un esclavo de la pluma, escribió asaeteado por las deudas en que lo sumía el afán desmedido de vivir por encima de sus posibilidades. Cuando murió, a los 51 años de edad, luego de legar las noventa y siete novelas de La comedia humana, no había podido redimir compromisos económicos que contrajo en la temprana juventud y que con especial deleite se ocupó de incrementar a lo largo de su vida.
Nunca se sabrá bien por qué escriben los escritores, el chileno Nicanor Parra afirmó que lo hacía por envidia, por qué una obra pasa a la posteridad y otra no, ni por qué a veces un solo libro basta para inmortalizar a un escritor. Entonces, por qué no hablar ahora sobre cómo escriben los escritores. Cada vez más el lector, en el que existe siempre el deseo y la posibilidad de escribir la obra que lee, se interesa por ese tema. Esto es, el revés de la creación. El revés de la trama.
Víctor Hugo escribió Los miserables, de pie y lo hacía en la misma habitación donde dormía. No desperdiciaba una sola cuartilla; las numeraba al comienzo de la jornada y las arrojaba al piso a medida que las llenaba para que no le estorbaran en la reducida superficie que utilizaba para el trabajo. El cubano Fernando Ortiz, en cambio, escribía sentado en su cama. Colocaba el papel en una tablita que apoyaba en sus muslos. Escribía en cuartillas sesgadas al medio y, para ahorrar, lo hacía preferiblemente en el reverso de las cartas que recibía. En su pulgar derecho había una zanja del grueso de un lápiz. Ortiz escribía de noche, hasta bien entrada la madrugada.
Alejo Carpentier comenzaba su jornada a las cinco y treinta de la mañana y trabajaba hasta las ocho. Al final de la tarde pasaba a máquina lo que había escrito a mano anteriormente. Lezama Lima lo hacía a la hora del crepúsculo y se iba a “una segunda noche”, si el asma no lo dejaba dormir. Apoyaba una libreta larga y estrecha en el brazo de su sillón de siempre y llenaba la página de signos aljamiados. Luego, su esposa María Luisa sacaba tres copias mecanográficas de cada texto, copias que eran cosidas, no presilladas, en una misma carpeta.
Leonardo Padura, uno de los cubanos más leídos del momento y Premio Princesa de Asturias, aunque a mucha gente se le olvide, escribe todos los días posibles, de lunes a lunes, por las mañanas. Se sienta muy temprano delante de su computadora y trabaja hasta entrado el mediodía. Hace una primera versión de una novela, y después hace tantas versiones como crea necesario, cinco o seis versiones es la media. No trabaja en más de un libro a la vez. Espera concluirlo y, entre novela y novela, hace periodismo o acomete un guión de cine. El mexicano Paco Ignacio Taibo II, otro renovador, como Padura, del policial contemporáneo, sí suele trabajar en dos o tres proyectos al mismo tiempo hasta que se decide por uno que lleva hasta el final. Prefiere la noche, lo que quiere decir que aprovecha también la mañana y la tarde. Tiene más de cincuenta títulos publicados y todos de éxito. Tras la biografía de Che Guevara, con 250 000 ejemplares vendidos, acometió la de Pancho Villa y luego estuvo tras las huellas del cubano Antonio Guiteras, uno de los revolucionarios, dice, menos conocidos de toda la historia americana.
El narrador Lisandro Otero, autor de, La situación, Temporada de ángeles, Árbol de la vida…, que escribía un artículo diario para la prensa mexicana, hacía su periodismo entre las seis y las ocho de la mañana, por lo que el día le quedaba libre para avanzar en algún proyecto de novela. Comenzó a escribir a los catorce años de edad en una vieja Remington que su padre, un destacado periodista, dejó de usar al cambiar para una Underwood. El último libro que Lisandro hizo totalmente a máquina fue En ciudad semejante. Después comenzó a escribir a mano porque esa manera, pensó, le posibilitaba una reflexión mayor y enriquecía su prosa. Pero desde fines de los 80 escribió directamente en una computadora y no se explicaba cómo pudo hacerlo de otra forma durante tanto tiempo.
Lisandro y Padura fueron de los primeros escritores cubanos que utilizaron el ordenador de palabras. También el historiador Newton Briones Montoto, que descubrió el invento en una visita a El Corte Inglés, de Madrid, y comprendió de golpe que era ese el aparato que necesitaba para domeñar su caos. Leonardo Acosta continuó escribiendo a máquina hasta el final. Antón Arrufat se resistió a la nueva tecnología y siguió tecleando sus narraciones en la tipiadora de siempre, hasta que cayó la tentación. Miguel Barnet, en cambio, no da su brazo a torcer. Escribe todavía a mano y con una gorra puesta para abrigarse la cabeza. Dice que toda la gran literatura es manuscrita, y teme al ordenador porque cuando una frase aparece en la pantalla empieza a verla como algo lapidario, definitivo, que no lo deja avanzar. Lo priva del placer de la hoja en blanco que se llena con sus signos, del goce de estrujar una cuartilla entre las manos, que es como matar una criatura imperfecta para dar vida a otra saludable. Así rompió, no sin dolor, las trescientas cuartillas de una primera versión de Oficio de Ángel, iniciada en 1975. Sabía que alguna vez la retomaría y años después, en 1987, lo hizo, cuando en un feo hotel de Valencia, España, agarró un pedazo de papel y escribió: “Y comenzó el tiempo fluvial. Y el agua de la superficie no volvió a ser calma. Y la noche se tornó día…” Nadie nunca supo bien, dado lo intenso de su vida social, a qué horas escribía Pablo Armando Fernández. Confesó en una ocasión que cuando se sentaba a hacerlo escuchaba voces que le dictaban lo que escribiría.
Cortázar hacía la prosa directamente a máquina (eléctrica) y escribía los poemas a mano; de ahí la huella digital que se advierte en ellos. Revisaba poco porque era muy severo a la hora de escribir y los muchos años en el oficio lo enseñaron a desconfiar de las palabras. Por eso, mientras escribía ejercía una especie de control y una vez que lograba el texto apenas le hacía enmiendas. De los cuentos hacía una sola versión que aceptaba o rechazaba en función de su poder hipnótico, que es condición inherente a todo buen cuento. Todo cuanto escribió Nicolás Guillén, verso y prosa, lo hizo a máquina. Escribía mientras tenía ganas de hacerlo. Cuando esas ganas desaparecían, no daba un teclazo más.
El puertorriqueño José Luis González, el gran cuentista de En Nueva York y otras desgracias y Las caricias del tigre, decía que tan pronto tenía la idea ya el cuento estaba hecho. “Los cuentos jamás se escriben por el comienzo, sino por el final. A un cuentista se le ocurre la idea y ya se le ocurrió el cuento. Busca entonces un buen comienzo y enseguida arma el andamiaje para llegar al final, que es la idea que tuvo primero. A un cuentista no se le ocurre un cuento sobre el adulterio, se le ocurre un cuento sobre un adúltero”, me dijo una vez el autor de En el fondo del caño hay un negrito y La noche en que volvimos a ser gente.
Augusto Monterroso, que se dedicó a la literatura porque tenía poca habilidad para la vida y no sabía bien cómo conquistar a una muchacha, decía que se enfrentaba a un texto como cualquier buen artesano a su trabajo. No tenía método, horario, ni disciplina. Le pregunté una vez como escribía y me dio una contestación lapidaria, “Tachando”. Por cierto, y esto no es chisme y fue el propio escritor quien me contó, Monterroso tenía un tío que se dedicaba a falsificar dinero y abandonó ese “oficio” cuando, al poner en claro sus cuentas, se percató de que falsificar le representaba una inversión de un peso con veinte centavos…
Para el chileno Antonio Skármeta, Ardiente paciencia, Soñé que la nieve ardía, La chica del trombón…, mirar, oír, comprender, sentir, son formas preliterarias de la escritura, y de esa manera escribe siempre, aunque no tenga delante una hoja de papel. Solo se pone a hacerlo cuando siente que tiene madura la historia y entonces trabaja a cualquier hora del día, con la condición de que sea en su casa, y no le importan los ruidos, la música ni la gente que se mueve a su alrededor. No lo entorpecen, más bien lo estimulan. El poeta español Juan Ramón Jiménez, en cambio, buscaba el aislamiento con ansiedad enfermiza. Escribía en una habitación a prueba de ruidos, sin embargo, un intercomunicador lo mantenía en contacto con la calle, y cuando alguien preguntaba desde la acera por el poeta, era el propio autor de Platero quien respondía: “De parte de Juan Ramón, que no está en casa”.
Eduardo Galeano es un trabajador paciente e infatigable. En una ocasión afirmó que su periodista preferido era Carlos Quijano, que fuera director de Marcha, y que el escritor que más admiraba era Juan Rulfo, “por lo que escribió y porque supo callarse”. La soltura que logra en sus textos es fruto de un trabajo duro: como promedio, reescribe cada página ocho veces. En varias ocasiones manifestó que Memoria del fuego fue “una fiesta de la mano y un tormento del culo”.
No cree en la inspiración, por supuesto, sino en un proceso en que la razón labora de un modo fundamental, pero una razón que viene desde muy adentro, con su carga de misterio, animada por un influjo que ni ella misma es capaz de explicar. Aspira a ser cada vez más diáfano en sus textos, a decir cada vez más cosas con menos cantidad de palabras porque, precisa, “el hermetismo no es el inevitable precio de la profundidad, y sospecho que el aburrimiento sirve a menudo al orden establecido”. Escribir es para él una forma de sobrevivir, una forma muy solidaria de sobrevivir.
Jorge Amado se quejaba de lo continuo de las interrupciones, pero insistía en escribir en el portal o en la sala de estar de su casa de San Salvador de Bahía, con todas las ventanas abiertas. Si alguien llamaba a la puerta cuando estaba escribiendo, era él quien atendía al llamado e insistía en contestar el teléfono. A veces dejaba la máquina de escribir y se iba a la cocina a interesarse por el almuerzo y, como presumía de buen cocinero, no era remiso a dar instrucciones a la sirvienta; indicaciones que a veces arruinaban la comida.
El argentino Mempo Giardinelli, capaz de teclear ciento veinte palabras por minuto y que piensa que la novela debe ser entretenimiento y reflexión, trabaja todos los días y escribe solo cuando tiene ganas. A veces, en una semana, escribe una única cuartilla, y otras en un día le sale un aluvión. Escribe más en verano que en invierno, y lo hace completamente desnudo, con una toalla enrollada al cuello para enjugarse el sudor.
Isabel Allende, por su parte, necesita vestirse y maquillarse como para una fiesta antes de sentarse a escribir. Si no lo hace así, se desmoraliza. Corrige sus textos hasta el infinito, lo que, reconoce, no siempre es bueno, ya que se corre el riesgo de que la historia se ponga rígida y pierda encanto. Le parece el colmo de la impudicia leerles a los allegados pasajes de un libro en proceso, “es como desnudarse en público o peor”. Es muy supersticiosa. Un ocho de enero comenzó La casa de los espíritus. Desde entonces ha comenzado todos sus libros un día como ese.
Sobre su método de trabajo conversó largo el cronista con el portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura. El autor de Memorial del convento no buscaba la anécdota de sus novelas, más bien las encontraba, se le cruzaba en el camino, como un flirt, y esa idea llevaba consigo una propuesta de título que resumía el sentido de la obra. Pero no se ponía a escribir con la obra pensada en su totalidad. Cuando la comenzaba, lo único claro era el punto al que quería llegar. Precisaba: “En el trayecto me salen al paso personajes, situaciones, asuntos, subtramas, y los asumo o no, les doy una mayor o menor importancia. Cuando acometo una novela, lo hago en plena libertad, sin que ningún esquema previo predetermine su desarrollo, abierto a todo aquello que pueda enriquecer mi idea inicial y que en el texto quedara ubicado en un punto lógico. Un crítico dijo en una oportunidad, y tenía razón, que mi escritura es desprogramada. Es un camino que no se escoge nunca de antemano”.
Tres o cuatro horas de trabajo al día le eran suficientes. No era nada romántico; no creía que en las noches las ideas afluyeran con más facilidad, ni creía en los amaneceres inspirados. Trabajaba entre las tres y la siete de la tarde o entre las cuatro y las ocho, y comentaba que escribía porque almorzó y cenaba porque había escrito. No creía en la inspiración sino en el trabajo y en su concepto la rutina no era mala si uno sabía exigirse lo mejor. Dedicaba a una novela el tiempo que requiriera. Como norma ocho o diez meses de trabajo le eran suficientes para un libro de cuatrocientas páginas. “Toda mi vida transcurre dentro de mi casa. De manera que soy lo que se llama un animal doméstico”.
¿Qué tiempo pasa desde que tiene la idea para una novela y el momento en que decide escribirla?, inquirí.
Respondió el autor de Levantado del suelo que por lo general andaba uno o dos años con la idea en la cabeza, un tiempo en que de seguro estaba enfrascado en otro libro y en el que se contentaba con hacer apuntes de la obra que escribiría después. Cuando decidía hacerlo ya la obra había madurado lo suficiente y sabía bastante de su historia, sin cerrarse a lo que pudiera surgir de manera inesperada. Puntualizó: “Eso de sentarse a escribir una novela es algo terrible. Cuando me decido, eso sí, no me detengo hasta el final, pero cada vez pospongo más el día en que debo comenzarla”.
A lo largo de su carrera Saramago escribió con pluma de fuente y con computadora, pasando por una tipiadora mecánica. Lo hizo a mano hasta 1971.
No solía leer sus libros una vez publicados. Los escribía, los revisaba, los entregaba al editor y no volvía a leerlos nunca más. Tampoco enmendaba un texto con vistas a una redición, consciente de que una novela pertenecía a un tiempo. Si sospechaba que en alguna de las que publicó se quedó algo sin decir, no lo decía en una nueva edición, sino que escribía otra novela para hacerlo.
“Para mí, decía, una novela es como una puerta que se abre y luego se cierra. Y ya está”, sentenciaba.
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