Desde que tengo uso de razón vivo rodeado de médicos. En mi más temprana infancia, en el pueblo de Zulueta, el doctor Manuel Vicente Mortera era presencia permanente en mi casa para atender mi condición de niño asmático desde los tres meses de nacido. Era este señor un médico sumamente singular, nacido en 1905 y fallecido en 1992: filántropo y benefactor por convicción; a las familias pobres no les cobraba, y también acudía a los campos aledaños cuando era llamado para un parto o para atender alguna dolencia. Con vocación de historiador y promotor cultural lideró, en la dura época republicana, numerosas iniciativas en favor de la cultura local. El sitio Ecured consigna una amplia reseña de su vida y obra. El calificativo de «médico de pobres» se lo aplicaron algunos colegas de la época, no precisamente como elogio.
En mi propia familia, mi hermana Ana María Riverón Rojas (ya fallecida) y mis primas Martha Rojas Pérez y Mercedes Pérez Rojas, graduadas después del triunfo revolucionario, han formado parte de la tropa de médicos que me viene acompañando desde siempre. Gracias a mi hermana, comenzó también mi vida literaria –como lector– pues fue ella la que puso delante de mis ojos las mejores obras de la literatura universal cuando apenas contaba yo doce años. Las había adquirido a precio de regalía en la primera feria del libro que se desarrolló en el Parque Vidal de Santa Clara, quizás por 1962.
Fue así como entré a las páginas de Papá Goriot, Crimen y castigo, Madame Bovary, Cecilia Valdés, Memorias del Club Picwick, Moby Dick, Veinte mil leguas de viaje submarino, así como a los cuentos de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Horacio Quiroga y Robert Louis Stevenson, aunque ya antes de eso, en 1960, mi tío Abelardo Rojas había adquirido la edición cubana de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y yo la había leído, sin que, por razones de edad le sacara todas sus enseñanzas. Ese tío materno, quien había nacido en 1923, terminó el bachillerato en 1942 y se vio privado de estudiar Medicina, para lo cual manifestaba poderosa vocación. Fue por razones económicas que se convirtió en el médico frustrado de la familia, pero para mí era una eminencia.
Durante mi adolescencia y correrías de la primera juventud viví en el Central Carmita, municipio de Camajuaní. El médico más cercano radicaba en Vega Alta, a cinco kilómetros. Como el asma mía era nocturna, mi madre fue mi doctora. Ella trataba de calmarme la falta de aire pasándome una plancha tibia por el pecho y un cepillo por la espalda. La aplicación de esa terapéutica tuvo su impacto, si no en mi salud, sí en mi obra literaria, pues mi libro El ungüento de la Magdalena (humor en la medicina popular cubana) se compuso transcribiendo, con el mayor respeto posible a la oralidad, los relatos, siempre jocosos, sobre las curaciones que aplicaban aquellos sabios populares, todos médicos por designación propia.
Con el tiempo mi asma mejoró y, viviendo ya en la ciudad, me vinculé con la vida literaria. Cuando empecé a compartir mis primeras letras en un taller, me encontré con esa curiosa tipología que es el médico escritor. En el mismo año de mi debut, 1975, asistían a las sesiones, ya como aventajados, el gineco-obstetra Miguel Martín Farto y el cirujano Virgilio Hernández López, el primero de mi edad y el otro un poco mayor. Miguel Martín Farto (Miki) publicó tempranamente La parrandita, pues, como buen natural del pueblo de Remedios, cuna de las parrandas de barrios, no pudo sustraerse a esa temática. Virgilio Hernández López, de Caibarién, obtuvo el premio David en 1976, en el género Teatro, con El pastor de Orihuela. Cultivaba el teatro biográfico; pocos años después falleció,por lo que, lamentablemente, no tuvimos más entregas suyas.
En mi largo camino literario, de más de cuarenta y cinco años, siempre me han acompañado médicos. Al respecto recuerdo haber escrito y publicado un artículo titulado «Del escalpelo del verso», donde celebraba esa doble condición, aunque una buena parte de mis médicos-colegas abandonaron la primera condición en algún momento a favor de la segunda. Entre los que entonces celebré están: Antón Chejov, Arthur Conan Doyle, William Somerset Maughan, François Rabelais y Friedrich Schiller.
Otros médicos a quienes les agradezco la compañía en el azaroso viaje son: Arístides Valdés Guillermo (Corralillo, 1960), Eduardo González Bonachea (Camajuaní, 1963), Rubén Artiles (Santa Clara, 1964-2015), Geovannys Manso (Vueltas, 1974), Laidi Fernández de Juan (La Habana, 1961) y César López (Santiago de Cuba, 1933-2020).
Durante aquellas búsquedas de relatos para el ya mencionado El ungüento de la Magdalena (humor en la medicina popular cubana) también tuve acceso a décimas cuyo tema era la medicina y la labor del médico. No todas pude incluirlas, porque el libro es de relatos testimoniales, no de poesía. Pero entre las que debí dejar fuera por ser, evidentemente, de ficción están estas que a continuación transcribo, y con ello propongo que también con el humor hiperbólico de la décima criolla rindamos homenaje a esos profesionales humanistas que tantos elogios merecen, sobre todo en estos tiempos de pandemia.
Cuando llega la vejez
Alberto Arteaga
Cuando llega la vejez
dan señales: la esclerosis
la menopausia, la artrosis
la próstata y el estrés.
Cualquier catarrito es,
aunque sea transitorio,
para el viejo algo notorio,
y si lo van a buscar
para un rato conversar,
está para el consultorio.
Ahí empiezan las carreras;
si tus hijos se preocupan
vas a ver cómo te chupan
la sangre, las enfermeras.
Te ponen unas mangueras
y te indican una placa;
si ven una mancha opaca
te inducen una docena
de agujas por cada vena,
estudio de orina y caca.
Unos viejos en Fomento
mal de próstata refieren
y, sin embargo, no quieren
ir al reconocimiento.
Fui al urólogo y lamento
que él hiciera su trabajo
aceptando de guanajo
bajarme los pantalones.
No doy más explicaciones;
aquello fue del carajo.
También allá por Falcón
un médico principiante
me quiere hacer un trasplante
del hígado, de un riñón.
Ponerme otro corazón,
y si yo lo resistía
más órganos me ponía,
pero lo que me enfadó
es que nunca mencionó
el que más falta me hacía.
(Santa Clara, 20 de marzo de 2021)
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