Domingo Del Monte no nació en la Isla. Llegó a la ciudad de Santiago de Cuba en febrero de 1810, cuando no había cumplido aún seis años. El padre, don Leonardo, acababa de ser designado auditor de la Real Audiencia de esa ciudad y allí estaba con los suyos.
La familia Del Monte tenía sus raíces afincadas en Santo Domingo, de donde se mudaron para Maracaibo, con la cesión de esa isla a la corona francesa. En esta última ciudad nació el 4 de agosto de 1804 un niño que llevaría por nombre Domingo María de las Nieves del Monte y Aponte.
A poco de instalarse en Santiago, a don Leonardo lo trasladaron, con igual cargo, a La Habana, donde terminó sus días en 1820. De tal forma, el pequeño Domingo cursó estudios en la capital, primero en el Seminario de San Carlos, siendo discípulo del presbítero y filósofo Félix Varela. Después pasó a la Universidad donde en 1821 se recibió de bachiller en Derecho Civil. Años más tarde se graduó de licenciado y con ello cerró el ciclo universitario. Aunque, a decir verdad, le correspondería mejor ser recordado por un título nada fácil de merecer: el de humanista.
Del Monte llevó una vida de lecturas intensas y programadas que le aseguraron una sólida formación cultural, desde temprano aparejada al ejercicio de la crítica literaria. Tuvo, entre muchos, el mérito de ser quien primero anticipara la irrupción de un poeta auténtico en la lírica cubana: José María Heredia, cuando así lo expresó en 1823 a través de las páginas de El Revisor Político y Literario.
Desde su posición económica ventajosa, ya fuera en las ciudades de Matanzas o de La Habana, Del Monte ejerció una influencia fructífera en el desarrollo de las letras. Sus tertulias, idóneas para la discusión abierta y el flujo irrestricto del pensamiento, estimularon la materialización de la obra de escritores importantes del siglo XIX cubano. El Conde Alarcos, de José Jacinto Milanés, y El espetón de oro, de Cirilo Villaverde, entre otras, se fraguaron y debatieron en el seno de estos cónclaves y al amparo del mecenazgo de su propulsor Domingo del Monte.
En 1827 emprendió nuestro hombre un viaje de conocimientos por Estados Unidos y Europa. Nuevas vivencias nutrieron su cultura de un mayor cosmopolitismo, arraigado con solidez en las lecturas de los autores clásicos y modernos del Viejo Mundo, algo factible en quien podía leer en francés, inglés, portugués, italiano y latín.
En La Habana se hallaba de regreso en 1829, ahora con renovados afanes de socializar conocimientos y experiencias: presta libros, recomienda lecturas, escucha los textos de quienes aprecian su crítica. Su casa deviene centro de actividades literarias.
Él mismo gustó de escribir —poesía incluida— y fue un colaborador pródigo de la prensa. Produjo una abundante correspondencia, el famoso Centón epistolario, recopilado en siete tomos por la Academia Cubana de la Historia.
Otro hito lo marcó su ingreso en la Sociedad Económica de Amigos del País, una institución que si bien signada por cierto elitismo, contribuyó al desarrollo cultural y científico de la nación. Del Monte fue secretario de la Comisión Permanente de Literatura de dicha sociedad, e hizo de la Revista Bimestre Cubana la joya de las publicaciones de su tiempo.
Controversial en ocasiones, poseedor de esclavos y reformista en su pensamiento político, nunca militó en el movimiento anexionista y, por el contrario, al igual que su amigo José Antonio Saco, combatió esa corriente, así como la trata o comercio de esclavos.
Llama la atención en Del Monte que algunas de las obras de más marcado aliento antiesclavista producidas en esa época —la novela Francisco, de Anselmo Suárez Romero, a manera de ejemplo— contaran con su apoyo entusiasta.
«La tarea que efectúan el padre Félix Varela y José de la Luz y Caballero en el terreno educativo filosófico, la labor que realiza José Antonio Saco en el campo de la sociología y la economía, están justamente acompañadas por la actividad que Domingo del Monte impulsa en la dimensión literaria», comentó con acierto el profesor Salvador Bueno.
En medio de un panorama político convulso por los procesos que la metrópoli promovió contra todo aquel implicado en conspiraciones antiesclavistas, Del Monte decidió embarcar hacia Europa, reunirse con la esposa y los dos hijos.
Nunca más las autoridades coloniales le permitieron regresar a Cuba. O mejor dicho, nunca más en vida, pues falleció el 4 de noviembre de 1853 en Madrid y solo al año siguiente sus restos se trasladaron a La Habana.
Martí lo calificó como «el más real y útil de los cubanos de su tiempo», un elogio que nos da idea de cuánto significó su múltiple hacer para los cubanos de la primera mitad del siglo XIX.
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