
Como director de la Biblioteca Nacional de Cuba, Domingo Figarola Caneda enfrentó enormes desafíos tanto en el ámbito de la conservación y custodia de los ejemplares que atesoraba la institución, como en torno a las contradicciones desatadas con responsables públicos, cuya correspondencia demuestra dichos desencuentros.
Para el trabajo con la estantería abierta, Figarola mantenía firmemente la disposición de que «En la sala de trabajo no debe haber a disposición del público libro ninguno del cual no exista, por lo menos, otro ejemplar en la Biblioteca». Es decir, se aseguraba de que en caso de pérdida, el lector pudiera en otra ocasión contar nuevamente con el mismo título.
Esto significa que Caneda no estaba ajeno a los riesgos de perder un ejemplar, principalmente si era único en el fondo y se preocupaba por establecer medidas contra ello. Es importante aclarar que la frase citada fue escrita por Caneda durante una de sus estancias en París, antes de su nombramiento como Director de la Nacional, y ello demuestra su interés temprano por las cuestiones relacionadas con la biblioteca.
Año tras año, el presupuesto asignado a la Biblioteca Nacional se hacía más escaso y disminuyó despiadadamente. En 1904, la cantidad asignada era de $ 17 260 y, en 1906 se redujo a $11 660. El 11 de junio de 1910, en la Cámara de Representantes, se discutió el presupuesto nacional. Ezequiel García Enseñat expresó en esa reunión: «No creo que en Cuba haya una Biblioteca Nacional, estimo que hay un mal depósito de libros». Enrique Collazo dijo en la misma sesión: «La Biblioteca Nacional, por su significación, debía ser una institución que debiera contar con el apoyo del gobierno para su desarrollo».
Frente a este panorama, Figarola Caneda nunca se decepcionó, por el contrario, hizo todo su esfuerzo para que la biblioteca siguiera adelante. Mientras fue su director, destinó una parte de su sueldo mensual ($125.00) específicamente para la adquisición de documentos, que para él era una actividad primordial para el desempeño de la institución. Para 1919, en vísperas de la salida de Caneda de la Nacional, la biblioteca poseía 200 000 volúmenes.
Entre las personas que apoyaban al director hay que señalar a Carlos Villanueva quien entró a la biblioteca en 1903. Se convirtió en un fiel colaborador de Caneda y trabajó en esa institución ininterrumpidamente hasta el 31 de octubre de 1969. También su esposa, Emilia Boxhorn, luchaba junto a Caneda día a día para que las condiciones inapropiadas del local no mermaran la eficiencia de las labores de la biblioteca e idearan las medidas para mejorar su funcionamiento.
Una de las dificultades más graves a las que se enfrentó Domingo Figarola Caneda al asumir la dirección de la Biblioteca Nacional, fue la del inapropiado local que le asignaron a la biblioteca. Este salón del Castillo de la Real Fuerza medía, según Fermín Peraza, siete metros de largo por treinta de ancho, era un espacio insuficiente para el desenvolvimiento de una verdadera Biblioteca Nacional.
Poco tiempo después, el 17 de julio de 1902, la biblioteca se trasladó a la antigua Maestranza de la Artillería, sitio igualmente falto de condiciones y, además, compartido hasta 1925 con la Secretaría de Obras Públicas. En el año 1938, la biblioteca se trasladó precipitadamente al Cuartel de la Fuerza, donde permaneció en deplorables condiciones hasta 1958, año en que se inauguró su nuevo edificio.
No obstante, el lamentable estado de la Biblioteca Nacional, Figarola Caneda insistía en brindar a los lectores un servicio a la altura de sus requerimientos. Como amante de los libros que era, cuidaba del estado físico y presentación de estos, y no sólo de los libros de su propia colección que eran encuadernados en Francia, sino de todos aquellos que formaran parte del fondo de la biblioteca. Caneda, un celoso guardián de la belleza del ejemplar, de su calidad de edición e impresión, era capaz de devolver un libro que llegara con errores tipográficos o editoriales, acción que para muchos parecía arrogante e inadecuada debido a las circunstancias, pero que sin dudas habla del rigor estético y material que exigía el director de sus producciones.
Mucha atención prestaba Caneda a la protección de la integridad física del libro; es más, escribió respecto a la preservación de los documentos un interesante trabajo titulado Bibliolitia moderna. En su trabajo, Figarola Caneda planteaba que además de los conocidos métodos de bibliolitia, es decir, la destrucción voluntaria de libros efectuada por personas interesadas en eliminarlos, o por los mismos editores y, hasta por los mismos autores, respondiendo a escrúpulos o pasiones de diversa índole, asociados a creencias religiosas, políticas y diversos factores sociales, existen otros enemigos, no creados con este propósito, pero que conducen a la destrucción del libro, cuando bien podrían evitarse.
Entre estos enemigos, él señalaba no sólo a los dañinos factores climáticos y a los insectos, sino también a otros maltratos a que estaba sometido el libro: desde la fabricación del papel en que se estampan, hasta el momento en que llega a manos del público, a una serie de manipulaciones que contribuyen a su desaparición más o menos pronta, pero irremediable.
El autor insistía en el efecto perjudicial de la mano del hombre, la incorrecta manipulación del libro por parte de los trabajadores de la biblioteca y los peligros que esto acarreaba. Finalmente, Caneda ofrecía una relación de los enemigos que conspiraban contra la buena conservación del libro:
– Papel de madera: material con poco tiempo de duración, que contribuye a la pérdida del documento.
– Cartón amarillo y engrudo: material que atrae a los insectos, un factor capaz de destruir colecciones completas en breve tiempo.
– Costura de alambre y de remaches: métodos que atentan contra la integridad del libro, lo daña físicamente y provoca la aparición de agujeros y manchas de oxidación.
– Periódicos enrollados: forma de almacenamiento que daña, en gran medida, su estado físico.
– Paquetes mal hechos: implican la pérdida del material, una incorrecta disposición dentro del paquete y, por lo tanto, su daño físico.
– Direcciones y franqueos sobre los impresos: las señales de cuños y sellos no sólo afean y dificultan la lectura, sino que también contribuyen a destruir el documento.
Al parecer, Figarola también solía hacer experimentos relacionados con la conservación, porque, entre sus apuntes, se encuentra un escrito que refleja procedimientos al respecto. Dice que el 30 de mayo de 1902, a las 8:40 de la mañana, echó tres onzas de bencina en un libro infestado y deteriorado, lo envolvió convenientemente y lo amarró en forma de paquete. El 7 de febrero de 1904, casi dos años después, abrió el estuche a las 4:30 de la tarde y notó que los insectos, que anteriormente ocupaban el libro, habían muerto. El ejemplar no mostraba mayores signos de destrucción que los que tenía al ser empaquetado, y el líquido que se le había echado no manchó las hojas y no desprendía olor alguno. Este sencillo experimento muestra el interés de Caneda por las cuestiones propias de la conservación de libros y las condiciones de preservación.
A partir de 1909, Figarola Caneda empezó a publicar la Revista de la Biblioteca Nacional, un hecho trascendental en la cultura cubana de la época. Al respecto Fermín Peraza señaló: «Figarola quiso hacer más que amontonar libros. Quiso incorporar la biblioteca cubana al movimiento cultural del país». Lamentablemente, el presupuesto para esta publicación se suspendió en el año 1912 y la imprenta, donada a la biblioteca por la Sra. Pilar Arazoza de Müller, expresamente para estos fines en 1904, por gestiones del propio Caneda, se envió, por orden del Secretario de Instrucción Pública, a la Escuela de Artes y Oficios. Dicho sea de paso, la publicación de la revista se renovó sólo en el año 1949.
La labor de Figarola se obstaculizaba por numerosas adversidades, pero la más dañina de todas fue la indiferencia de los gobernantes y autoridades públicas. Según Israel Echeverría y Siomara Sánchez, el 30 de junio de 1906 la institución se cerró hasta el 1ro de octubre, por reparaciones interiores y, al no realizarse, el 28 de septiembre se informó al público que la biblioteca no se abría hasta nuevo aviso.
No obstante, el trabajo de Caneda y sus dos colaboradores – Emilia Boxhorn y Carlos Villanueva – era reconocido por algunas personalidades, entre ellas por Enrique José Varona que era Comisionado Escolar de Cuba en el momento que Figarola asumió la dirección de la Biblioteca Nacional, cargo subordinado a la Secretaría de Instrucción Pública. Él y Caneda mantenían muy buenas relaciones, por lo que es válido plasmar su opinión sobre la biblioteca, expresada en una carta dirigida a Caneda el 12 de junio de 1910:
Buena; y, en algunos puntos, excelente. Hay en ella mucho de lo necesario para ir formando una verdadera biblioteca pública. La base, que está en las obras bibliográficas y en los diccionarios, me ha parecido rica.
Tal parece que fue la tensión en las relaciones con la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, departamento al que estaba adscrita la biblioteca, la que provocó la salida de Figarola Caneda de la Biblioteca Nacional. En el expediente que contiene la correspondencia dirigida a la dirección de la biblioteca, aparece una carta firmada por el entonces secretario de este departamento, Dr. Mario García Kohly, con la fecha del 25 de abril de 1910, en la que a Caneda se le orienta la confección del catálogo de la biblioteca y la clasificación de sus documentos, y se le otorga un plazo de seis meses para el cumplimiento de estas tareas y para ello, se le envían dos auxiliares de la propia Secretaría.
A partir de ese momento, comienzan a sucederse situaciones discrepantes entre la Secretaría de Obras Públicas y el Director de la Biblioteca Nacional, porque la tarea que se le exigía a Caneda carecía de los recursos materiales y humanos necesarios y que no eran puestos a su disposición por parte de las instancias gubernamentales correspondientes.
El 6 de mayo de 1918, la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, entonces representada por el Dr. Francisco Domínguez Roldán, designó a Luis Marino Pérez, bibliotecario de la Biblioteca de la Cámara de Representantes, como comisionado en la Biblioteca Nacional con vistas a ayudar a cumplir con la tarea de la confección del catálogo.
Caneda evidentemente no estuvo de acuerdo con ese nombramiento, porque veintiún días después le escribió una carta al Presidente de la República, Mario García Menocal, para asegurarle que Luis Marino Pérez era enemigo personal suyo desde que este llegó a Cuba, que su actitud era de director y no de auxiliar cuando se presentó en la biblioteca. En resumen, parece que Caneda sentía que Marino Pérez representaba una amenaza para su reputación profesional.
La misiva contiene también las quejas de Caneda de ser víctima de una campaña anónima para difamar su trabajo como Director de la Biblioteca Nacional, porque, en varios periódicos, había aparecido la crítica sobre la falta de su catálogo y que lo culpaban por su incompetencia. Dicha carta detalla las gestiones realizadas por Caneda con todos los secretarios de instrucción pública que había tenido ese departamento y recalca que estas fueron en vano.
En la misma carta que Figarola dirige al presidente, en cuanto a la clasificación y el catálogo, se explicaba que la primera tarea fue cumplida, de lo contrario era imposible brindar el servicio; y sobre el catálogo, aunque no estaba hecho, sí había muchísimas papeletas catalográficas manuscritas y que mientras la biblioteca contaba con la imprenta se publicaron, a modo de catálogo, algunos artículos en su revista para dar a conocer sus adquisiciones, algunas colecciones, etcétera.
Los amigos de Caneda estaban muy preocupados con esa situación y aunque lo apoyaron, también lo aconsejaban en su conducta. El 12 de mayo de 1918 Juan M. Dihigo le escribía:
Tengo el deber de aconsejarlo en estos momentos de contrariedad para usted en el sentido de que sea la razón y no el sentimiento el que dirija sus actos; mucha sangre fría, mucha diplomacia y le aconseja que ni piense en renunciar: es el director de la Biblioteca y tiene que oír y cumplir lo que el superior ordene y su línea de conducta a mi juicio debe descansar en que se faciliten los medios para que la persona de la comisión cumpla su cometido y U. manteniéndose en el puesto como U. sabe hacerlo.
Opina Francisco González del Valle, que Caneda «tomó el asunto como cuestión de honor. Sufrió mucho al sentirse ofendido, más aún que si le hubiese destruido su biblioteca particular y su reputación. Los que estuvimos cerca de él sabemos cuánta fue su amargura e indignación». Después de enérgicas protestas, Figarola pidió una licencia que, según Fermín Peraza, duró dos años y, en 1920, obtuvo la jubilación. Finalmente, fue sustituido por Fernando Miranda, asesorado por Luis Marino Pérez, el primero se ocupó de la administración y el segundo de las labores técnicas. Esta sustitución fue por corto tiempo porque, más tarde, se designó como Director de la Biblioteca Nacional a Francisco de Paula Coronado.
Así concluyó la experiencia de Domingo Figarola Caneda en la administración de la Biblioteca Nacional de Cuba. Después de su jubilación, se dedicó a su trabajo en la Academia de la Historia de Cuba y a la publicación de importantes obras.
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