
¡Sorprendente! Tal es la palabra apropiada para calificar el volumen de la obra escrita por Don Carlos de la Torre y Huerta, cuya celebridad como naturalista tiene alcance mundial y a quien justamente se aplica el calificativo de sabio —que entre los cubanos acompaña al nombre de no muchas figuras, por lo general de las ciencias, con un quehacer avalado por el tiempo y reconocido extrafronteras—.
A que Matanzas sea bien llamada la Atenas de Cuba contribuyen de manera decisiva sus hijos ilustres, Carlos de la Torre y Huerta entre ellos, nacido el 15 de mayo de 1858, a quien todos en la casa veían como un futuro médico, pero que al marchar hacia La Habana y tener su primer encuentro con Felipe Poey, terció el rumbo hacia el estudio de las ciencias naturales.
En 1881 presentó su colección de caracoles en una exposición organizada en el Ateneo de Matanzas y de la calidad de la muestra da fe la medalla de plata del premio. Decidió entonces estudiar la carrera de Ciencias Naturales, que concluyó en Madrid, en 1883, con la presentación de su tesis Distribución geográfica de los moluscos terrestres de la Isla de Cuba, en sus relaciones con las tierras vecinas, valorada con calificación de sobresaliente por el tribunal. Era ya algo más que un naturalista en ciernes.
Pudo quedarse en la Península, donde se le propuso como profesor en la Universidad de Sevilla, pero prefirió regresar al Caribe para dictar clases en el Instituto de Segunda Enseñanza de Puerto Rico, donde su prestigio le ganó el calificativo de sabio sin canas con que lo bautizó la poetisa Lola Rodríguez de Tió.
De la Torre regresó a Cuba para ocupar en la Universidad de La Habana la cátedra de Anatomía Comparada. Colabora entonces en revistas científicas; recolecta ejemplares en sus exploraciones por el país; observa y describe nuevas especies.
El interés de sus estudios lo vincula con la geología y la arqueología, la mineralogía, la geografía y la paleontología, disciplinas que no quedan al margen de sus aportaciones.
En su juventud, tuvo aficiones literarias, incluida el cultivo de la poesía, que con los años abandonó. La relación completa de los trabajos publicados —folletos, conferencias, libros— resultaría demasiado extensa, citándose muchos en inglés, editados por instituciones científicas, museos y revistas de Norteamérica y Europa, pues su reputación como malacólogo era mundial, siendo una de sus obras más celebradas la titulada Fauna Malacológica Cubana, que se publicó parcialmente en el siglo XIX.
A la redacción del sabio se deben varios de los primeros libros de texto escritos en el país al nacimiento de la República, entre ellos el Manual o Guía para los exámenes de Maestros. También preparó libros de lectura y fue uno de los gestores de la organización del sistema escolar.
No se olvide que Carlos de la Torre fue ante todo maestro de varias generaciones de estudiantes de diversos niveles de enseñanza. En la literatura científica y en la literatura pedagógica, fue uno de los autores más laboriosos y útiles.
Se le nombró miembro de honor de la Academia de Ciencias de Washington, presidente de la Unión Malacológica Americana y el gobierno francés le entregó la Legión de Honor con el grado de Caballero. En su patria se le condecoró en 1935 con la Gran Cruz de la Orden Nacional de Carlos Manuel de Céspedes.
También se le entregó el título de Doctor Honoris Causa en Ciencias de la Universidad de Harvard e igual distinción le otorgó la Universidad Schiller de Jena, Alemania. La Universidad de La Habana, de la que fuera rector, lo designó Profesor Emérito en 1938, reconocimiento que se confería por vez primera a un catedrático de esa institución.
El doctor Carlos de la Torre fue un vehemente independentista. Separado de su cátedra universitaria por decisión del capitán general Valeriano Weyler, marchó al extranjero. El Generalísimo Máximo Gómez lo honró con su amistad, al igual que el doctor Fermín Valdés Domínguez y otros patriotas. Por un breve tiempo se dedicó a la política, pero su popularidad era tal que llegó a ocupar la alcaldía de La Habana a comienzos del siglo XX.
Murió nonagenario, el 19 de febrero de 1950, como para demostrar que en la vida activa y de servicios puede, tal vez, hallarse el secreto de la eterna juventud. Es su caso uno más, entre los numerosos hombres de ciencias que hicieron de la letra escrita una de las mejores herramientas para la divulgación y permanencia de sus obras.
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