No estuvo entre los objetivos priorizados de la metrópoli el fomento sostenido de la educación en sus colonias. ¡Ni aunque se tratara de la siempre fiel Isla de Cuba! Pero eminencias individuales las hubo siempre, que hallaron primero en la capital cubana y luego en el extranjero —Europa— el modo de acrecentar conocimientos.
Sin pretender ser categóricos, nos atrevemos a afirmar que fue don Tomás Romay el primer cubano en merecer de sus semejantes y de las generaciones posteriores, el calificativo de sabio. Y su muerte el 30 de marzo de 1849, tras una larga vida de 85 años, estremeció a la sociedad habanera.
Nació el día 21 de diciembre de 1764 en la muy antigua calle de Empedrado —vivienda hoy marcada con el número 360— y fue el primero de los científicos cubanos con trascendencia más allá de su tiempo y entorno geográfico.
Romay hizo estudios de gramática, retórica y filología en el Seminario de San Carlos; en la Facultad de Filosofía de la Real y Pontificia Universidad de La Habana alcanzó el grado de bachiller en Artes en 1783.
Después, cuando algunos consideraban que por el camino del conocimiento había avanzado lo suficiente para llevar una vida decorosa, prosiguió estudios hasta titularse bachiller en Medicina en 1789, a los 25 años, que completó con la licenciatura y el doctorado, pasando a ocupar la cátedra de Patología de la Universidad habanera.
El doctor Romay fue hombre amante de las letras y con facilidad para la redacción, algo que puede apreciarse en su Memoria sobre la fiebre amarilla —traducida al inglés y al francés— de resonancia en los centros científicos de entonces, lo cual determinó su admisión como socio corresponsal de la Real Academia de Medicina de Madrid.
En 1804 llegó al punto máximo en cuanto a prestigio y renombre, al redactar su trabajo sobre la Introducción y Progreso de la Vacuna Antivariólica. De tal forma, fue el introductor de la vacunación en Cuba, y médico sin remuneración de la Real Casa de Beneficencia, Casa de Dementes y Hospital General. A él se debió la supresión de una práctica un tanto bárbara: el enterramiento en las iglesias.
Defendió sus avanzadas concepciones médicas e higiénicas a contrapelo de las costumbres de la sociedad habanera de finales del s. XVIII, influida por el escolasticismo aristotélico, que obstaculizaba la adopción de ideas revolucionarias en el campo del saber. Se le reconoció su condición de primera eminencia médica cubana y precursor de la medicina preventiva. La fama del doctor Romay le hizo merecer un título de gran significación: el de médico honorario de la familia real española.
Aunque su nombre se asocia invariablemente al desarrollo de la medicina, tuvo un muy vario desempeño intelectual. Con Manuel de Zequeira fundó en 1791 el Papel Periódico de La Habana, del que fue redactor, por lo que aparece además entre los pioneros de la prensa cubana. Figuró como socio fundador de la Real Sociedad Patriótica de Amigos del País y presidió su Sección de Ciencias Médicas.
Dejó también escritos diversos —memorias, discursos, informes — y poesía, incluidos sonetos; en ocasiones utilizó el seudónimo «Matías Moro». Entre sus trabajos más conocidos figura un elogio a Don Luis de las Casas y se afirma que «ningún escritor fue más celebrado por sus contemporáneos: sin duda influía en este hecho la gran estimación de que Romay gozaba por sus cualidades de carácter y por sus servicios eminentes a la sociedad en que vivía».[i]
En 1858 se publicó un volumen de sus Obras escogidas, en tanto que sus Obras Completas fueron publicadas en 1965-1966 por la Academia de Ciencias de Cuba.
La literatura fue su violín de Ingres y si bien su obra como literato no es lo que lo hace perdurar en nuestra historia, esta vocación humanista —en la cual sí ocupa un espacio importante su trabajo literario— sirvió de acicate a su quehacer como ilustre hombre de ciencias.
[i] La cita corresponde al crítico Max Henríquez Ureña, en su Panorama histórico de la literatura cubana, tomo I, p. 94, Edición Revolucionaria, 1967.
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