Sobre el autor
Alfonso Daniel Manuel Rodríguez Castelao (Rianjo, 29 de enero de 1886-Buenos Aires, 7 de enero de 1950) fue un narrador, ensayista, dramaturgo, dibujante, médico y político español, considerado uno de los padres del nacionalismo gallego.
Como escritor, Castelao comienza dedicándose a la narrativa, más tarde inicia su labor como ensayista y, por último, como dramaturgo. Su obra se caracteriza por la crítica social, el humor ácido, y el lirismo; y su prosa, por la concisión y brevedad, desechando todo lo innecesario.
Se inició en la narrativa con «relatos curtos» publicados en la prensa de la época a partir de 1919. En Cousas, Retrincos, Un ollo de vidro y Os dous de sempre establece un conjunto único en la narrativa gallega que culmina con la colección de ensayos Sempre en Galiza, conectando literatura, política y teoría del galleguismo. Su visión literaria intenta desmitificar los tópicos costumbristas con un humorismo sarcástico y, de vez en cuando, esperpéntico.
Su obra dramática, considerablemente más breve, está constituida por solo una obra: Os vellos non deben de enamorarse (Los viejos no deben enamorarse), representada en Buenos Aires en 1941 y publicada en 1953. Se trata de una comedia que cuenta los amores tardíos de tres viejos con tres jóvenes, donde incorpora tendencias renovadoras del teatro europeo junto a la tradición popular gallega.
Castelao también cultivó la ensayística, siendo Sempre en Galiza su ensayo más importante, construido desde un punto de vista nacionalista. As cruces de pedra na Bretaña y As cruces de pedra na Galiza desarrollan el tema del arte popular.
Y como dibujante desarrolló variadas técnicas en sus ilustraciones, fiel a múltiples influencias de la plástica, y referencias a diversos artistas como Olaf Gulbransson, Heinrich Heine. Fue influenciado por sus viajes a América, tendencias orientales, y se mostró cautivado por el costumbrismo, modernismo, folclore, además de combinar elementos gráficos y lingüísticos en un proceso de arte simbólico.
Sus dibujos, complementados con textos agudos, nos muestran la Galicia agraria y el caciquismo. Representados por personajes populares, labriegos y marineros, ciegos y desamparados, las ilustraciones transmiten el sufrimiento que estos padecen, siempre desde una perspectiva crítica y realista, pero con un fino toque de humor.
Dos cuentos
El retrato
Para tranquilizar la conciencia eché mi título de médico en el fondo de la gaveta y busqué otro tipo de trabajo para vivir. Las gentes ya no sabían que yo era dueño de tan terrible licencia oficial; pero una noche fueron solicitados mis servicios.
Era domingo. Melchor, el tabernero, me esperaba junto a la puerta. Me dio las «buenas noches» y rompió a llorar, y por entre los sollozos le salían las palabras tan estrujadas, que solamente logró decirme que tenía un hijo a punto de morir.
El pobre padre tiraba de mí, y yo me dejaba llevar, cautivado por su dolor. ¡En realidad, yo era médico titulado y no podía negarme! Y tuve tan fuertes ansias de complacerlo, que sentí brotar en mis adentros una gran ciencia…
Cuando llegamos a la casa de Melchor, conseguí desprenderme de sus manos, y con disimulada pena le confesé que sabía poco de la carrera…
-Piensa que hace muchos años que no visito enfermos.
Y entonces Melchor, haciendo un esfuerzo, me dijo pausadamente:
-Mi hijo ya no necesita médicos. Yo ya sé que el pobre no sale de esta noche. ¡Y se me va, señor; se me va y no tengo ningún retrato suyo!
¡Ay!, yo no había sido llamado como médico, yo había sido llamado como retratista, y al instante sentí ganas amargas de echarme a reír.
Y por verme libre de trabajo tan macabro le dije que una fotografía era mejor que un dibujo, le aseguré que por la noche pueden hacerse fotografías, y echando mano de muchos razonamientos logré que Melchor se apartase de mí en busca de un fotógrafo.
La cosa quedaba arreglada, y me fui a dormir con mil ideas enredadas en la cabeza.
Cuando estaba cogiendo el sueño llamaron a mi puerta. Era Melchor.
-¡Los fotógrafos dicen que no tienen magnesio!
Y me lo dijo temblando de angustia. La cara muy pálida y los ojos como dos pezones de carne roja de tanto llorar.
Jamás vi un hombre tan deshecho por el dolor.
Suplicaba, suplicaba, y me cogía las manos, y tiraba de mí, y el desdichado decía cosas que me abrían las entrañas:
-Tenga consideración, señor. Dos trazos de usted en un papel y ya podré mirar siempre la carita de mi niño. ¡No me deje en la oscuridad, señor!
¡Quién tendría corazón para negarse! Cogí papel y lápiz y allá me fui con Melchor dispuesto a hacer un retrato del muchacho moribundo.
Todo estaba en calma y todo estaba silencioso. Una luz mortecina alumbraba, en amarillo, dos caras estremecedoras que olfateaban la muerte. El niño era el centro de aquella pobreza de la materia.
Sin decir nada, me senté a dibujar lo que contemplan mis ojos de tierra, y solamente al cabo de algún tiempo conseguí acostumbrarme al drama que presenciaba y aun olvidarlo un poco, para poder trabajar, entusiasmado, como un artista. Y cuando el dibujo estaba ya en su punto, la voz de Melchor, agrandada por tanto silencio, me hirió con estas palabras:
-Por el alma de sus difuntos, no me lo retrate así. ¡No le ponga esa cara tan cadavérica y tan triste!
Confieso que al volver a la realidad no supe qué hacer y me puse a repasar las líneas ya trazadas del retrato. El silencio fue roto nuevamente por Melchor:
-Usted bien sabe cómo era mi niño. Haga memoria, señor, y dibújemelo riendo.
De repente surgió en mí una gran idea. Rompí el trabajo, concentré mi mirada en un nuevo papel blanco y dibujé un niño imaginario. Inventé un niño muy bonito, muy bonito: un ángel de retablo barroco sonriendo.
Entregué el dibujo y salí huyendo, y, en el momento de poner el pie en la calle, oí que lloraban dentro de la casa. La muerte había llegado.
Ahora Melchor se consuela mirando mi obra, que está colgada encima de la cómoda, y siempre dice con la mejor fe del mundo:
-He tenido muchos hijos, pero el más bonito de todos fue el que se me murió. Ahí está el retrato, que no miente.
En la noche de la última novena de difuntos (Cousas, 1926)
En la noche de la última novena de difuntos, la iglesia estaba poblada de miedos. En cada vela brillaba un ánima, y las ánimas que no cabían en las velas encendidas se escondían en los sombríos rincones y, desde allí, miraban a los chiquillos y les hacían carantoñas[i].
Cada luz que el sacristán mataba era un ánima encendida que se deshacía en hilos de humo, y todos sentíamos el olor de las ánimas en cada vela que moría. Desde entonces, el olor a cera me trae el recuerdo de los miedos de aquella noche.
El abad cantaba un responso[ii] delante de una caja llena de huesos, y, en el momento de terminar el paternoster, daba comienzo el llanto.
Cuatro hombres se adelantaban apartando a las mujeres enloquecidas de dolor y, con una mano, agarraban el ataúd y con la otra empuñaban un cirio encendido.
La procesión se terminaba en el osario del atrio. Los cuatro hombres llevaban el ataúd rozando el suelo, y el cirio inclinado rociaba cera encima de los huesos. Detrás seguía un enjambre de mujeres soltando gritos lastimeros, mucho más horripilantes que los de un llanto en un entierro de ahogados. Y si las mujeres plañían, los hombres lloraban en silencio.
En aquella procesión todos tenían por qué llorar y todos lloraban. Y también lloraba Baltasara, una chiquilla criada por la caridad pública, que apareciera dentro de una cesta, al lado de un crucero, que no tenía ni padre ni madre ni por quién llorar; pero la epidemia del llanto la contagió, y también se deshacía en gemidos con todas sus fuerzas. Camino de casa, una vecina le preguntó a la chiquilla:
-¿Por quién llorabas, Baltasara?
Y ella le respondió, gimoteando:
-¿No le parece bastante desgracia no tener por quién llorar, señora?
[i] Carantoña: Caricia, palabra o gesto afectuoso que se hace a una persona, a veces con la intención de conseguir algo de ella.
[ii] Responso: Responsorio que, separado del rezo, se dice por los difuntos.
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