Texto leído por Roberto Méndez en la presentación de la novela Chérie de Dazra Novak este Sábado del Libro, como parte de las actividades realizadas para celebrar el centenario de Italo Calvino, al resultar este título ganador en 2020 del Premio de Novela que lleva el nombre del célebre escritor italiano y del que Méndez fuera jurado. Acompaña a este texto una versión radial de la presentación.
Durante las difíciles jornadas de la pandemia me tocó en suerte formar parte del jurado del Premio Italo Calvino 2020. La mayoría de los participantes optaron por presentar sus textos en formato digital, sin embargo, entre las pocas novelas en soporte de papel que pusieron en mis manos los organizadores del certamen había una, voluminosa y de aspecto severo por su oscura cubierta, que exhibía en su primera página el lacónico título Chérie.
No creo necesario evocar aquellos días angustiosos marcados por el aislamiento, el temor racional y hasta irracional al contagio y una vecindad con la muerte que nunca sospechamos. En medio de esas circunstancias los jurados pudimos, sin vernos las caras, leer los textos, compartir puntos de vista, realizar sucesivas rondas eliminatorias y concedernos espacios para la duda dentro de una dilatada espera que rebasaba cualquier invención metafísica de Samuel Beckett. Al fin, la plaga se marchó un día tan misteriosamente como llegó, los miembros del jurado pudimos estrecharnos las manos y firmar un acta definitiva donde Chérie resultaba vencedora.
Ahora, un par de años después de celebrada la premiación, he vuelto sobre el texto y lo he leído con un interés y una complicidad crecientes. Es innegable que esa obra no solo resulta original, forjada con sabiduría y sutil elegancia, sino que posee una especial capacidad de seducción.
Dazra Novak se acerca a la vida y obra de una artista plástica contemporánea, Rocío García, con la voluntad de ofrecernos una biografía imaginaria de la creadora, donde el peso esencial está dictado no por la sucesión de hechos verificables en la cronología de su existencia, sino por el desciframiento de su obra artística.
La escritora establece una relación interdiscursiva con las creaciones de Rocío. Se inmiscuye en el espacio pictórico, se inserta como voyeurista en ese mundo onírico donde coinciden el exhibicionismo, la sensualidad y una violencia controlada pero omnipresente. Es un espacio donde el erotismo se traduce en provocación y el espectador comprueba que la artista agrega una presión especial a sus imágenes para generar una crisis en ciertos tabúes sociales.
Novak reinventa a García. Su narración deja trazas de lo que llamaríamos una vida real, tangible de la pintora, pero pasadas por el tamiz de su obra. Recrea esas superficies iluminadas a medias, esos ambientes marginales donde los límites del bien y el mal se difuminan gracias a una ambigüedad que deja al margen, al menos en primera instancia, cualquier juicio moral.
Esta singular hermenéutica de la imagen obliga a la escritora a estructurar un discurso en el que el lenguaje literario procura emular desde sus recursos propios con la imagen pictórica. Es allí donde la autora ejerce un particular virtuosismo, porque sortea los riesgos de ofrecernos una novela demasiado estática o ilegible. Podría hablarse de la dramaturgia que Dazra ejerce sobre su material para alternar escenas de luz y de sombra y conducir al lector por el dédalo de rutas que su protagonista recorre en una aventura artística ciertamente arriesgada.
Los que hemos leído recientemente otra novela de la autora, Niñas en la casa vieja, podemos verificar ciertas semejanzas y diferencias entre ambas creaciones. En las dos la escritora muestra habilidad para concebir un ambiente, que aunque derivado de la realidad inmediata, resulta particular y hasta teñido de cierto exotismo, tanto por la plasticidad del escenario, como por la singularidad de los personajes. Sin embargo, en Niñas ella se vale de una convención supuestamente realista, en la que lo maravilloso resulta siempre una sorpresa para el lector. La casa donde convergen esas vidas parece existir realmente, aunque sus habitantes, estables o detenidos un momento en su errancia, contengan demasiada poesía como para juzgarlos figuras típicas. En Chérie resulta diferente: la obra se desenvuelve en un espacio elusivo, el tiempo no parece sucesivo sino cíclico y el lenguaje se encarga de sumergirnos en las superficies ilustradas de García para ofrecernos atisbos de una vida que no puede ser contada de manera lineal, sino exhibida como momento de contemplación o reflejo dramático.
Más de una vez durante mi primera lectura de este libro me interrogué sobre su posible condición de novela de aprendizaje. Algo de eso hay en ella, aunque no se eche mano de los recursos habituales del género. Más bien se nos hace entrar en una realidad peculiar que el personaje —que es Rocío y no es Rocío— aprenderá a traducir en un espacio diferente, el artístico, aunque las violencias y manquedades del mundo palpable, la asedian ahora en imágenes que ella puede concebir como proceso de purificación, pero no puede controlar ni evadir.
En último caso prefiero hoy, tras una nueva lectura, contemplar a Chérie como una novela interdiscursiva, que va hacia el arte y se transforma ella misma en arte.
No es este un texto para leer apresuradamente. No se trata de una historia leve y conmovedora. Es un libro para paladear, para regodearse en su cualidad plástica y para llenar los ojos y la mente de esas imágenes inquietantes y exquisitas.
Versión radial
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