(+ Discurso íntegro de Dulce María Loynaz al recibir el Premio Cervantes el 5 de noviembre de 1992)
Dulce María Loynaz (10 de diciembre 1902-27 de abril 1997) está fundida a la figura suprema de las letras hispánicas, el autor del Quijote. Abril es más que significativo para ambos. Unidos por fechas cercanas de abril (22-23 Miguel de Cervantes y 27, Dulce María) quedarán «como mirto y laurel entrelazados» (palabras iniciales de Un verano en Tenerife).
Dulce María recibió el Premio Cervantes el 5 de noviembre de 1992, hace 30 años, pero medio siglo antes ya lo merecía tanto por su obra poética como por haber escrito su novela Jardín (1951) y Un verano en Tenerife (1958).
Cervantes legó tenacidad y creación en grado sumo. En Dulce María la fidelidad a su ser ético y patriótico la condujo a permanecer consecuente con su condición de hija del General, autor del Himno Invasor. En su arte literario es difícil delinear formas elocutivas. Verso con prosa y prosa con verso. En cualquier caso, arte de cimas en lengua hispana. Recordando que la propia autora valoró su Verano…, me siento tentada a volver sobre este texto. Ella precisó: «Un verano… es mi mejor libro (…) yo creo que por primera vez pisé bien firme. (…) Los demás libros los he sacado de la imaginación. Este lo he sacado de la vida». (Simón: 1991). Y así, en su estilo singular, quiso eternizar la felicidad de su viaje de bodas. Qué mejor que con un texto lleno de sorpresas, al decir de Virgilio López Lemus, un libro tan magistral que no puede encerrarse en ninguna categoría.
La crónica de la viajera es también la de la poetisa que visita un país mitológico y que por su magia escritural deviene testimonio, lírica, historia, relato cotidiano ficcionalizado, embeleso de imágenes, inagotable fabular, con la gracia de un estilo de gajes cervantinos. Un estilo, cultivador, además, de imaginarios y construcciones lingüísticas que le permitieron enriquecer nuestro idioma desde una mirada poética siempre novedosa. Trovadora de tintes contemporáneos invita a sus interlocutores a disfrutar de su relato:
Contaré, pues, sencillamente, cómo fue, para mí, un verano en aquella poca tierra asomada a flor de agua; la primera en romper la superficie de un mar que lo era todo, y la última que contemplaron las carabelas de Colón cuando enfilaban ya sus proas al Mundo Ignoto.
Dulce María tiende puentes por encima del Atlántico hasta su arribo caribeño, sin dejar de mencionar la naturaleza insólita de Tenerife. Piensa que si la del Caribe (la isla suya desde donde escribe) sufre los embates huracanados, émulos de catástrofes, por el contrario no padece los caprichos del Teide, del volcán que cegó el Puerto de Garachico. Pero ¡maravilla!: en su marcha tenebrosa hasta el mar la lava sorteó los lindes del monasterio y lo dejó en pie. Ni con estos recuerdos dramáticos los tinerfeños dejan de disfrutar en la distancia espacial y temporal el cono enhiesto, aquel en el cual, hace siglos, los niños vieron una llamita mientras jugaban sin saber que sus vidas peligraban.
De los escenarios tinerfeños y de la cultura canaria son numerosas las impresiones loynacianas matizadas de auras mágicas. Apela la autora a los intertextos como técnica narrativa, aunque Cervantes fue maestro en su uso, una de las claves de su modernidad. La leyenda se adueña de los episodios. Entre varios, los inspirados en los salteadores del mar Caribe: «El sepulcro vacío», «El galeón enterrado» y «El último pirata». La autora mezcla oralidades con sus recreaciones. Y el pirata Ángel García, de sobrenombre Cabeza de Perro, es rescatado de la verbalidad para transformarse en figura textual de fuerza especial. ¿Y los guanches? También forman parte de las maravillas. Gallardos, peleadores, dueños de todo lo fundacional, incluida la Virgen de la Candelaria.
Si algo de lo que siento debe escribirse más es sobre la maestría de la Loynaz en el manejo de la espacialidad. Fusiones, espacios alternos, recreación de lo físico por la creatividad humana… y sobre todo la insularidad entre lo natural y lo mitificado. Una insularidad que llena los presupuestos de Bachelard y la dimensión poética del espacio, mixtura de toponimias y lo innombrado más que sugerente. El espacio como elemento identitario, acentuado con la mitificación de la insularidad multiplicada en forma de archipiélago y con el Teide, parte raigal del paisaje isleño. Espacialidad contrastada: de la paradisíaca isla San Borondón al paisaje lunar del Teide. Del juego inocente de los niños en puerto a la cúspide ardiente anunciadora de la erupción macabra. Y ruptura constante de los planos temporales subjetivados y asidos a espacialidades. Un ir y un venir sin perder coherencia, por el contrario con la dotación de mayor encanto. Es el mar y es la tierra, es el mar colindante y son las colinas y sus laderas escalonadas para cultivos. Es el mar, la isla de Tenerife y el rosario de islas. Emergido sorpresivamente, el espacio tinerfeño atisba por momentos la traviesa San Borondón que guiña engañosa desde el horizonte. Mientras tanto, desde el Puerto de la Cruz, las cimas o valles, la Isla desafía al tiempo para ver cuánto dura sobre el mar, atenida a los caprichos volcánicos.
En otra línea de pensamiento, los espacios acogen fuentes sociológicas, porque los llenan los tinerfeños volcados a recibir de la tierra sus frutos. O son plataformas de alfombras de rosas que hacen de la isla un jardín. En sus propios espacios las tinerfeñas bordan y crean un arte sin igual. El ilustrado historiador Clavijo vuelve del siglo XVIII y se inserta con la luz intencional tipo Rembrandt que le regala la ventana, y dignifica todo lo vivido.
Espacialidades alternas. El mar frontal de África Occidental, y del otro lado del Atlántico, la otra isla mágica, la de la poetisa, en donde hacen su nido los ciclones. La autora es criatura de isla, de ambas orillas del océano, escenarios de su narrativa asumida por la crítica con singular vuelo (Virgilio López Lemus, Nara Araújo, Zaida Capote y Susana Montero…). El aliento de la cosmovisión poética de Dulce María indica que todo es posible: hasta que Gelsomina, el personaje infinito de Margarita Mateo, se entregue a un jardín de islas y reviva a Julia de Burgos. Obra inagotable la de Dulce María Loynaz, un abril oferente gracias a ella y a Cervantes. Confirmo lo que pensaba años atrás. Paradigmática como pocas, Un verano en Tenerife es de tal rango que resiste las más disímiles lecturas y exégesis. Como registro múltiple testimonia la impresionante dimensión humana y estética de la autora.
Discurso íntegro escrito por Dulce María Loynaz para la ceremonia de entrega del Premio Cervantes leído a solicitud de la galardonada por el escritor cubano Lisandro Otero
Majestades, presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, señor ministro de Cultura, Autoridades Académicas, excelentísimos señores y señoras:
Constituye para mí el más alto honor a que pudiera aspirar en lo que me queda de vida, el que hoy me confieren ustedes uniendo mi nombre, de algún modo, al del autor del libro inmortal. Unir el nombre de Cervantes al mío, de la manera que sea, es algo tan grande para mí que no sabría qué hacer para merecerlo, ni qué decir para expresarle.
Un extraordinario pensador de la América Hispana, José Martí, sentenció una vez: «Los hombres se miden por la inmensidad que se les opone». Interpretando el sentir de esta máxima martiana en Don Miguel de Cervantes, cuya obra es el eje central que motiva esta solemne ceremonia, podemos decir que el glorioso «Manco de Lepanto» tuvo genio suficiente para oponerlo ante la inmensa tarea que se propuso, dar fin a ella y conocerle por ella las generaciones posteriores.
Es, pues, gran honor y un compromiso muy difícil de asumir, para quien recibe cada año este Premio, ser depositario, aunque fuese menguada, de aquella extraordinaria luz del genio Cervantino. Por lo tanto, me honra singularmente que se haya considerado mi nombre digno de acompañar, aunque sea de lejos, al del titán de las lenguas españolas.
Acepto conmovida este Premio que se me concede en la ciudad donde naciera el gran escritor, y en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, honor tanto más grato por cuanto lo recibo de manos del Rey Juan Carlos I.
En su libro Memorias de la Guerra, cuenta mi padre, el general Enrique Loynaz del Castillo cómo, recorriendo la ciénaga de Zapata durante campaña de 1895, vino a dar a un claro del bosque donde un oficial del ejército español dormía con la cabeza apoyada en un libro. Al ruido de pisadas en las hojas secas despierta el durmiente que viéndose sorprendido escapa dejando abandonados en el suelo un estuche de cuero y el libro que le sirviera de almohada. Mi padre recoge ambas cosas, entrega al oficial que le acompañaba el estuche donde brillaba rica joya y retiene el libro en cuya cubierta empieza a leer: «Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha por Don Miguel de Cervantes Saavedra».
Continuando la marcha por la inhóspita zona, mi padre y sus compañeros se extravían y tras caminar un buen trecho, rendidos de fatiga, se sientan en el tronco de un árbol derribado. Mi padre abre el libro y empieza a leer para sí, y luego se interrumpe con risa que no ha podido contener. ¡Siga, siga riendo! —dicen los otros―, que esa risa nos hace pensar que ya usted encontró el modo de salir de este infierno. Mi padre vuelve a leer el párrafo que provocó su hilaridad, esta vez en voz alta. Y todos ríen juntos, como si, en efecto, ya vieran resuelta la angustiosa situación.
La risa, cuando puede participarse, hermana a los hombres. Por otra parte, no es difícil llorar en soledad y, a cambio, es casi imposible reír solo. La risa es una sustancia casi volátil, quiero decir difícil de conservar: lo que hacía reír a nuestros abuelos ya no nos hace reír a nosotros y lo que hoy nos hace reír, no es probable que haga reír a un cuarta o quinta generación. El truco del pastel aplastado en el rostro del cómico ya no funciona con los muchachos de hoy. Por eso considero importante detenerme en resaltar esta faceta del libro inmortal a pesar de que de una u otra forma ha sido comentado por otros autores. Porque conservar fresco ese elemento volátil en palabras escritas hace siglos creo que constituye una verdadera hazaña.
Nos dicen que hay animales que ríen, pero si entendemos la risa como un fenómeno inducido por la percepción de una situación cómica es evidente que sólo el ser humano puede reír conscientemente. Porque es el único capaz de percibir la comicidad de un acto en vivo o traducido a palabras o a meras líneas.
Y como hemos ido perdiendo poco a poco las legítimas motivaciones para la risa la actual generación ha tenido que inventarse lo que llaman humor negro, que es una mezcla de azúcar y harina condimentada con gotas amargas.
Mi padre lee algunos pasajes del Quijote y ríe. Pero, ¿dónde se encontraba mi padre?, en la más difícil de las situaciones, perseguido y extraviado en plena selva tropical. Las condiciones no podían ser más adversas y sin embargo mi padre ríe tan espontáneamente que su risa es contagiada a sus compañeros. ¿Quién hizo el milagro? Un hombre que vivió hace cuatrocientos años y lo suscitó con palabras escritas en un papel.
A lo largo de los siglos este libro ha sido leído, releído y comentado. Es difícil hallar otro con tanta repercusión en los hombres de distintos tiempos y distintos países salvo, tal vez, la Biblia. Hay quien pretende que Cervantes sólo se propuso ridiculizar y por tanto erradicar los libros de caballería tan en boga en su tiempo. Rechazo esta tesis: Me parece que rebaja el mérito del gran escritor y de la gran obra. Equivaldría a decir que Cervantes apuntó a una codorniz y cobró un águila real.
Nunca me he afiliado a las teorías casuales, creo que en todo hay un origen y un propósito, pero como el tema es amplio y tal vez me llevaría a afrontar otros, prefiero terminar con los más bellos versos que a juicio mío se han dedicado al inmortal caballero andante: los versos fueron escritos a principios de siglo por un modesto poeta cubano, a quien pude conocer personalmente, y cuyo nombre era Enrique Hernández Miyares.
La más fermosa
Que siga el caballero su camino agravios desfaciendo con su lanza: Todo noble tesón al cabo alcanza fijar las justas leyes del destino. Cálate el roto yelmo del mambrino y en tu flaco rocín altivo avanza: desoye el refranero Sancho Panza. Y en tu brazo confía y en tu sino. No temas la esquivez de la fortuna si el caballero de la blanca luna medir sus armas con las tuyas osa Y te derriba por contraria suerte, de Dulcinea en asias de la muerte di que siempre será la más fermosa.
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Referencias:
Bachelard, Gastón: La poética del espacio, FCE, DF, México, 1983.
López Lemus, Virgilio: Jardín, Tenerife y Poesía: Fe de vida de Dulce María Loynaz, Pinar del Río, Cauce, 2005.
Loynaz, Dulce María: Un verano en Tenerife, Letras Cubanas, 1993.
Mateo, Margarita: Desde los blancos manicomios, Letras Cubanas, 2010.
Ricardo Garcell, Yolanda: «Confluencias cervantinas en Dulce María Loynaz», en Revista Inclusiones, v.2, n.1., Santiago de Chile, 2015.
Simón, Pedro: «Conversación con Dulce María Loynaz», en Recopilación de textos sobre Dulce María Loynaz, Casa de las Américas, 1991.
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