La décima es poesía, o es nada. Si no llega al poema, si no besa la falda insomne de la poesía, es nada. Puede ser una nada bella, o una nada graciosa, pero si no le toma los diez dedos a la poesía y los besa ungidamente, no entra en tierra sagrada, no se realiza el milagro de tocar al cielo con sus octosilábicas yemas. No se toca el cielo con palabras: sólo se puede con la mirada. La imagen es la palanca mayor para la representación artística de lo humano. Es la vía celeste. La palabra sirve para estructurar el silencio. La palabra es una estructura, pero la imagen es el silencio mismo, la simultaneidad de lo que puede ser visto únicamente con una mirada, la manera en que los poetas verdaderos trazan sus signos en el cielo.
Para dibujar el cielo un poeta genuino no mira hacia arriba: dirige sus ojos con atención diligente, que parece extraña cacería, hacia las vísceras de su espíritu. Es hacia su espíritu donde se inclina, y al enfocarsecon oblicuidad tan delgada e incisivase asemeja a un caracol nocturno en un rectángulo de agua, como lo dejó descrito el Poeta. Se encaracola para enderezarse, se encorva para ascender, en un milagro dinámico del salto sobre el abismo en que se anudan, por obra y gracia de la poesía, la raíz y la estrella, los dos emblemas básicos.
Es, sin dudas, una apoteosis: no se puede mirar de este modo si no hay adentro una abundancia y una generosidad que se enamora de todo, en especial de los límites. Es un raro abrazo del límite, donde el caracol espiralea el silencio y el agua sacude su interior sonoro con lo insondable. Como en todo esto hay algo desusado, que padece una geometría trágica, se alcanza en un santiamén la profecía, se adivina el episodio que ya sobreviene en lo oscuro como un golpe de agua en el socavón de lo que ha de ocurrir dentro de los límites del silencio.
Se está solo frente al destino, pero muy acompañado frente a la realidad. La realidad y el destino vienen de afuera y entran, están adentro y salen, y el caracol canta misteriosamente en su caja de agua, con vibración tan honda que rebasa las palabras, y ellas se muestran desconocidas, aunque desciendan una a una con sus trajes comunes. Pero tienen un modo molecular de llegar a los ojos o los oídos de los que aman la poesía: arriban con una vibración conjunta que rompe todas las distancias y pareceres, y que se multiplica en alucinantes esferas de silencio.
Es la poesía. Sea versicular o decimística. Avance espasmódicamente como en el fraseo que usa el lenguaje artístico en boga, o se desplace en el aire en un arrebatador cimbreo de trabadas sílabas como si fuese un mural de Angkor o el frontispicio de un templo hindú lleno de oscilantes doncellas. Se puede cantar a gritos como es frecuente en la poesía fraseada actual, o se puede gritar a puro canto como en las décimas más conmovedoras de muchos poetas cubanos de hoy.
Eduard Encina, el rapsoda de corazón martiano, el pequeño mambí que caerá de continuo sobrelo que nos desdore desde una ramazón de Baire, el inquieto cimarrón que sabía circundar arbustivamente a su familia y amigos, manejó con eficacia todos los instrumentos de la sensibilidad. En el incanjeable vivir, en las relaciones humanas, en el incremento de la dulce matria, en el despliegue del oikos profundo, en sus imaginaciones plásticas, en sus lacerantes versos, en sus palabras acerca de la poesía, exhibió una autenticidad que conseguía adeptos de inmediato, una sabiduría que fue acumulando en verbo y en acto para la hora refundante de la muerte, cuando los ceremoniales de la naturaleza y la religión alzaron hacia la eternidad la tempranía de su frente de Juan peleador y visionario.
El grueso de su poesía es versicular, y de un vigoroso trasunto dramático. Se oye su voz en cada línea, pues supo tener voz en la escritura, tarea difícil en la representación artística de la identidad. Plasmó con sencillez y vigor ángulos recónditos de nuestro inconsciente colectivo, y su vivencia personal se funde con los horizontes de la especie. Algunos poetas cubanos se abisman con frecuencia en el amor desmedido a lo supuestamente novedoso y el apego a las raíces costumbristas de nuestra literatura, tan llena de periodismo lírico. Toda su creación insiste en la intensidad, que es la única novedad trascendente, y ama la síntesis de vivir, que implica ir al fondo simbólico de la experiencia.
Una brújula especial para la verdad lo conducía de continuo a Argos, de donde regresaba siempre con el vellocino entre las manos. Quien lo lee detenidamente capta que en su sensible encarnadura interior se aceleraba un doloroso golpear rítmico, bajo cuyas colisiones púgiles narraba, como un rapsoda, su diálogo con la realidad y el destino. Si se miran sus versos desde la rotundidad de su muerte, por todas partes se le advierte la prisa en esculpir su grávido y vigilante testimonio, se le admira el cruce telúrico y broncíneo de su relampagueante existencia.
Así como su poesía más frecuente, las décimas de Eduard Encina ostentan una energía y una coherencia de gran relieve moral. El tramado veloz de su enunciación lanza sus cuerdas coloridas hacia todas las áreas de la realidad. Puesto a escribir, lucha por juntar. Ya que se escribe —parecen decir los mecanismos suyos de movilizar el discurso— hay que decir la verdad, y hay que articularla desde la médula ardiente, y con los acerados cabellos de la cólera, los revueltos tendones de la angustia, los puños racionales de la justicia. Le parece la mayor probidad poner la voz en el fondo de todo, y siempre habla como un río que va trasegando piedras y ramas, desde un agua que corre hacia la luz y la ternura.
Como la décima es criatura renacentista, y su diseño obliga a una oculta simetría, y por su propia naturaleza empuja el pensamiento a lo escultórico, parecía poco probable que el estro de Eduard Encina se desplegara con fluidez en un artefacto de tan cerrada música. Pero el talento verdadero entra en cualquier arcilla, y modifica cualquier ánfora hacia la riqueza profunda de sus propios vinos o aceites. Con elegancia y flexibilidad, se instala en la décima: con sus específicas pulsaciones discurre, monologa, interpela, salta compositivamente para reentrar de nuevo en el primer punto, trasvasa la enunciación hacia las cúspides versales, con lo que las unidades y los conjuntos rematan vigorosamente.
Mucho se siente en estas décimas, pero mucho más se medita: siempre fue buena la décima para una sentenciosa visión del mundo. Pero aquí no es el usual cantar opinando, sino la representación del fluir del pensamiento mientras se vive directamente, y se ve vivir, y se intuye la vida que nos espera, y hay en el dolor profundo de la vida una urgencia de comunicación y verdad que no puede esperar. Todo sin olvidar que la poesía es imagen, y es símbolo, y es un diorama de rica plasticidad de nuestro enfebrecido y complejo mundo interior.
En todas partes está Eduard Encina de pie, y entero. Tanto en la llamada poesía libre, que realmente no lo es, como en la llamada poesía pautada, que tampoco lo es como muchos suponen. Allá y acá, como siempre en todas las manifestaciones que cultivó, su única pauta es la libertad, que es la pauta mayor, por la responsabilidad a que obliga su ejercicio espiritual. La poesía es el más alto ejercicio espiritual de la libertad. En sus décimas el poeta se muestra libre, pero responsable; no abandona ni un solo reclamo de la función, pero atiende todas las solicitudes de la forma; se expande dentro de una contracción; alrededor del eje de su vivencia intransferible, entrelaza poderosamente al universo. Gracias a sus décimas dialogamos de nuevo con su fraterna y dolorosa voz de poeta eterno.
ROBERTO MANZANO
Presentación del libro Estructuras del silencio, de Eduard Encina, Sala Lezama Lima, La Cabaña, el 12 de febrero de 2019.
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