El texto siguiente es un fragmento del libro que la editorial Letras Cubanas publicó para sumarse al homenaje que la Feria Internacional del Libro de La Habana 2019 dedicó al Premio Nacional de Literatura 2014, Eduardo Heras León. Descrito por Darcy Borrero, es un volumen nacido como tesis de Licenciatura en Periodismo y es un testimonio que explora «mediante entrevistas a personalidades de las letras cubanas —Abel Prieto, Senel Paz, Francisco López Sacha, Cira Romero o Guillermo Rodríguez Rivera—, las líneas de la política cultural cubana del último medio siglo y más. Pero no es su intención ofrecer una visión elitista y para ello, la autora y su tutor se valieron de otros recursos: el análisis de la prensa de cada una de las épocas que atraviesa la vida y obra de Eduardo Heras, y el diálogo con personas cercanas a él, más allá del ámbito intelectual. Vecinos, amigos de su infancia, compañeros de clases y su esposa Ivonne Galeano fueron imprescindibles. También lo fueron las cartas, fragmentos de canciones, periódicos, revistas, dedicatorias, carnets y sus propios libros. Las horas hablando de literatura y literatos; las conversaciones interminables, entre poemas y café».
Los (primeros) pasos
Eduardo Heras
«Al parecer yo nací en la calle Cádiz, en el Cerro; pero unos días después de nacido, nos fuimos a vivir en medio de una miseria bastante grande a la calle Diez de Octubre, número 10. Era una casa de vecindad, no exactamente un solar, sino una casa enorme de dos plantas dividida en cuartos y nosotros vivíamos en el último cuarto de la planta baja. No era un apartamento ni mucho menos; eran dos “localcitos” donde vivíamos nueve personas y la cocinita —de kerosene— estaba allí dentro también. Los cuartos no tenían baños independientes, sino baños generales, como si fuera un solar, donde tenías que ir, llenar tu cubito de agua y pedir un turno para poderte bañar. Ahí vivimos, que yo recuerde, casi hasta el año 60. O sea, desde que yo tengo razón de ser, prácticamente desde que nací, viví ahí en Diez de Octubre, número 10. Era una casa de gente muy pobre, donde vivía todo el mundo en esas mismas condiciones de miseria. Todavía existe esa casa».
José Ramón González Figueredo (Pepito)
«Vivíamos en una cuartería donde mi casa quedaba justo sobre la de Eduardo y teníamos muy buenas relaciones. Incluso nuestras familias eran muy cercanas. Imagínate, éramos vecinos… A él lo llamaban Eddy y a mí, Pepito. Además, estaban sus hermanos Héctor y Nelson, así que formamos un cuarteto. Y siempre jugábamos juntos a las bolas, a la pelota (dos vs. dos); como Eduardo y yo éramos zurdos, y sus dos hermanos, derechos, nos dividíamos para el juego… También fabricábamos carretillas por las noches y jugábamos a las postalitas, con álbumes que hacíamos con las postales que venían en la envoltura de los caramelos de la fábrica La Estrella… De entonces recuerdo que Eduardo tenía un carácter muy afable, era muy buen “amiguito”, y su padre Agustín era un hombre introvertido…».
Eduardo Heras
«Mi padre trabajaba como empleado del ministerio de Hacienda, un cargo de oficina bastante pobre; en sus buenos tiempos había sido inspector, pero por avatares de la política jamás pudo volver a ese cargo. Era un hombre de una honestidad y una ética ejemplar en la vida. Todos sus compañeros que fueron inspectores en determinada época, se hicieron ricos después. Y él no, él jamás… Lo que nos enseñó siempre fue que “ni un centavo que no sea suyo usted tiene que usarlo”. Te cuento algo para que tengas una idea de la miseria en que vivíamos: aunque no lo creas, la merienda nuestra eran dos centavos para cada uno. Yo tenía hermanos mayores (tres hijos del matrimonio anterior de mi padre que, cuando se casa con mi madre, ella los asume, tenían doce o trece años y mi mamá los terminó de criar), más nosotros, que éramos cuatro (tres varones, de los que yo era el más chico y una hembra, que sí era la más pequeña de todos). Allí quienes único trabajaban eran mi padre y mi hermano Agustín, el mayor de los hermanos del primer matrimonio de mi padre, que trabajaba en una cafetería.
»Una cosa simbólica de la época, de mi vida —me lo contó mi madre— , es que cuando yo nací no tenía pañales y como se dice: nací en cueritos; y mi padre, que en ese momento estaba sin trabajo, consiguió dos o tres pañalitos y se los llevó a mi madre a Maternidad… Así que imagínate cómo era nuestra vida».
PARA LA MADRE Y PARA EL HIJO: JABÓN NEUTRO PURO. PURO Y NEUTRO. A BASE DE ACEITES VEGETALES. PRODUCTO: SEYDEL.
PALMOLIVE. POR ESTAR HECHO CON ACEITE DE OLIVA. POR ESO FUE ESCOGIDO COMO EL ÚNICO JABÓN PARA LAS QUÍNTUPLES DIONNE. 5₵, 7₵ Y 10₵.
(Revista Bohemia, marzo 1940).
Eduardo Heras
«Mi madre era ama de casa, no trabajaba. Mi padre, un hombre hecho a la antigua usanza, no la dejaba hacer nada, él hacía todos los mandados, todas las gestiones y mi madre en la casa, con los muchachos, que éramos bastantes y nos tenía que atender.
Realmente fue una infancia muy triste, muy triste porque vivíamos en un lugar espantoso, aquella casa con baño colectivo era terrible, pero bueno, no había más remedio, allí teníamos que vivir… Afortunadamente nunca tuvimos esos problemas existenciales de padres e hijos, no, todo lo contrario».
Eva González Suárez
«Eran personas sanas, sencillas, lo mejor de lo mejor. Nunca tuve queja de ellos como vecinos; no tenían nada que ver con el bandolerismo, sino que yo siempre los recuerdo con libros en las manos, estudiando. Llevaban una vida normal, en medio de esta cuartería en que vivíamos cerca de 20 familias. Eddy era igualito a como tú lo ves ahora, callado, serio, delgadito. El cuarto de ellos era el del fondo, en la primera planta».
PARA EL GATO ESTE PECECITO ES UN PREMIO GORDO… PARA USTED UN PREMIO GORDO SON 50.000. LOTERÍA NACIONAL DE CUBA.
(Diario de la Marina, julio 1940).
Eduardo Heras
«Si me preguntas cuál es el recuerdo más grato que tengo de mi niñez, te diría que fue cuando cumplí cinco años. Me hicieron una fiesta en uno de los dos patios de la casa de vecindad (en el segundo, que era el que nos correspondía). Pusieron un cake, velitas y me hicieron una fiesta. Era la primera fiesta de cumpleaños que me hacían y la impresión fue tan fuerte que colmó mi sensibilidad de niño. Es que, posiblemente, si me preguntas de un recuerdo anterior a los cinco años, no tendría casi nada que decir. Porque fue tan fuerte la imagen de aquel cumpleaños que para mí resultó inolvidable, ¿no? Si me mencionan la infancia, inmediatamente evoco esa celebración de cinco años, la única que me hicieron, que me harían, ese fue un regalito de mis padres, insólito por lo que debe haber costado. Aquel día fui un niño feliz, posiblemente por primera vez».
En medio de las sombras, la poesía
«Mi padre era poeta, un hombre culto, un intelectual, pero que nunca tuvo la oportunidad de desarrollarse como tal. Incluso escribió un libro, listo para ser publicado. Yo guardo esos poemas inéditos (solamente algunos habían sido publicados en revistas de la época), que jamás pudo publicar en forma de libro por falta de recursos económicos. Él nunca tuvo dinero».
El poeta Agustín Heras
«Agustín Heras fue un guanajayense valioso. Su producción literaria es de lo mejor. Inspirado poeta, poseía un talento excepcional, que le permitía sobresalir en distintas actividades de la inteligencia. Los que llegan a cuarenta años recuerdan sus discursos en las veladas patrióticas del Guanajay de hace dos décadas. Atinado y preciso, constituía atracción y deleite de cuantos lo escuchaban. Perteneció al grupo de los románticos, que en nuestros lares cultivaron, con sincero espíritu devoto, las letras. Dirigió distintas revistas, entre ellas Osiris, una reliquia en los escaparates que exhibieron las prendas del Tricentenario. Fue de los que hizo el periodismo bohemio, que cuesta al que lo práctica. Cuando murió, murió como los que pasan por el mundo sin aptitudes de usurero. Dejó a sus familiares dos libretas de versos y un montón de recortes. Ello es demasiado valioso porque escasea y no se repite, aunque sirve, como ahora, para que sus coterráneos puedan recordarle y decir a los extraños, que tuvimos, y tenemos, en la historia de la poesía nacional una alta figura. Ello nos enorgullece».
(J.A.C.: «El poeta Agustín Heras», La Chispa, periódico local de Guanajay, 1952).
En torno de una luz resplandeciente,
Volaba una pequeña mariposa,
Y al observarla, vi, que de repente
En la llama lanzóse presurosa.
Pensé entonces en ti. Y si yo fuera,
Dije, cual esa mariposa alada
¡Con qué placer prendido yo muriera,
En la candente luz de tu mirada!
(Agustín Heras: «Madrigal» en cuaderno inédito).
Eduardo Heras
«Era un hombre muy sensible, poeta neorromántico y en su juventud, en el pueblo de Guanajay, publicaba sus versos en una revista literaria que dirigía: la revista Osiris. Él, además, mantenía correspondencia con otros escritores. Se alimentaba de poesía en aquellos tiempos en que ser poeta resultaba casi una mala palabra».
La anécdota
«Cuando mi madre era estudiante de bachillerato en Calabazar de Sagua, una profesora de Español leyó en clase un poema que le gustó mucho, y resultó que el poema era de mi padre (a quien vino a conocer muchos años después).
(Tomado de «Heras León: Los riesgos del escritor», Revolución y Cultura, no. 6, 1991, pp. 12-20. Entrevistador: José Antonio Michelena).
¡Acuérdate de mí cuando la Aurora
Venga a besar tu alabastrina faz
Cuando los rayos del naciente Febo
Vengan tu habitación a iluminar
Cuando en el piano tus pequeñas manos
Hagan crujir las teclas de marfil
Y cantes amorosa un vals divino,
Acuérdate de mí!…
(Agustín Heras: «Acuérdate de mí» en poemario inédito).
»En ese amor por la poesía salí a él, yo era su predilecto en ese sentido. Cuando mi mamá salía al cine con los demás muchachos, él le pedía: “déjame al niño, déjame al niño”. Y nos sentábamos los dos junto al radio a escuchar a los decimistas improvisadores: programas radiales donde cantaban Colorín, Angelito Valiente, Chanito Isidrón, el Indio Naborí. Y me inculcó mi padre ese amor por la poesía, tanto que a los nueve años yo escribí mi primer poemita. Mi padre era en ese sentido muy sensible, ante un hermoso poema que lo conmovía, una situación dramática, lloraba. Era así.
»Mis padres fueron para mí seres extraordinarios, se llevaban muy bien. A él le teníamos gran respeto porque era un hombre de cultura. Le gustaba mucho leer y me inculcó el amor por la poesía desde muy pequeñito. En mi discurso por el Premio Nacional de Literatura lo dije: “casi en el lecho de muerte de mi padre le prometí que sería escritor y que escribiría los libros que él no había escrito”.
»Y eso lo pude cumplir. Yo hacía poemitas, e incluso, cuando ingresé a la Escuela Normal me convertí en el poeta del aula, nos reuníamos en los turnos libres para leer poesía, y yo declamaba poemas míos».
Poeta con la agonía de no atrapar la expresión de ti, de tu corazón me vino la poesía. Sentiste una melodía honda, que no tradujiste y yo, el heredero triste de tu inefable sentir sigo empeñado en decir el canto que no dijiste.
(Jesús Orta Ruiz, El Indio Naborí, poema dedicado a su padre)
Yolanda Soler
«Eddy era magnífico como compañero, como estudiante, y era muy difícil que él no tuviera un poema sobre algo; siempre que sucedía algo, él sacaba un poema y lo leía».
Eduardo Heras
«Me emocionaba mucho cuando recitaba. Desde la Secundaria, como lo hacía bien, me “agarraban” para que recitara en todos los actos y recuerdo que la primera vez que lo hice en público, en la Secundaria de la calle San Pablo, recité un poema de mi padre y me emocioné tanto que lloré. Ese día estaba la Inspectora y otras personas que me felicitaron, me dijeron que recitaba muy bien y que había sido muy emotivo. Ese gusto por la poesía, la declamación, se me ha quedado, nunca se ha extinguido en mí».
Un encuentro con la literatura
«Tuve un encuentro maravilloso con Ballagas —sin saber que era él—. Emilio Ballagas, gran poeta cubano, autor de “Elegía sin nombre” (1936), uno de los grandes poemas de la lengua, y “Nocturno y elegía” (1938)… Mi profesora de inglés, Antonia López, era la esposa.
»Y un día ella me dijo, “oye, poeta, dame acá tus versos que se los voy a llevar a mi esposo”. Y yo le digo, “bueno, es que eso no es poesía”. Tenía hasta poemitas en inglés. Pero se lo lleva. Después, al cabo de 15 o 20 días ella me pregunta: “¿Qué tienes que hacer hoy?”. “Nada”. Y me dice, “vamos, que te voy a llevar a casa”. Entonces tomamos un taxi y cuando llegué su esposo me preguntó: “¿Así que es usted el poeta, jovencito?”. “No, yo no soy poeta, yo solo escribo algunos versos”. “No, jovencito, pero he visto que tiene algunos en inglés, ya eso es algo”. “No, pero no se burle”, le contestaba yo. “Quería ver, en inglés, cómo podía hacer poemas rimados, asonantados, y bueno he estado probando un poco”. De pronto, mientras conversaba con él se me cayó un libro que yo llevaba. Y me dijo: “Déjeme ver, qué libro es ese”. Era Cincuenta años de poesía cubana (1902–1952), de Cintio Vitier, la antología más famosa… y él me preguntó: “¿Hay en el libro algún poeta que lo haya impresionado?”. Y le dije: “Bueno, no sé, hasta ahora mis poetas predilectos eran Rubén Darío, Bécquer, a quienes comprendo con facilidad, pero aquí me he encontrado con algunos poetas que me resultan totalmente incomprensibles. Hay uno en especial, que no entiendo nada de lo que escribe”. “¿No será por casualidad Lezama Lima?”. “Ese mismo, no entiendo nada”. Él se echa a reír y me dice: “Mire, sus poetas predilectos, Darío, Bécquer, se leen por acumulación, es decir, usted lee un primer verso, lo entiende, un segundo, lo entiende, y así, lo entiende, en general, por acumulación. A Lezama hay que leerlo de otra manera, no se puede leer verso a verso, sino que se lee el poema completo, y cuando usted termina, ese esplendor oscuro que desde un rincón le llama, esa es la poesía. ¿Y algún otro poeta que le haya interesado?”. “Sí, hay uno por encima de todos”. “¿Cómo se llama?”. “Bueno, un tal Ballagas”. “¿Ah, sí, y qué es lo que le gusta?”. “Él tiene un poema ahí que yo… Lo siento, siento la tristeza, no sé si lo estoy diciendo bien”. “Sí, sí, lo está explicando muy bien. Es interesante eso que usted está diciendo. Yo le recomiendo que lea, de ese poeta “Los sonetos a la virgen”, o puede leer Júbilo y fuga, que ese libro para usted, para su edad, viene bien”. “Y usted, ¿qué poeta me recomienda?”. “Bueno, a Martí se lo tengo que recomendar, es obligado. Se puede leer a Neruda, a Vallejo, Rilke, Saint John Perse…” Y le digo: “Bueno, ¿y de mis poemas no me va a decir nada?”. Y dice: “No, lo único que le voy a expresar es la certeza de su talento”.
»Y ya… Él no se sentía bien y vino su esposa, la profesora, y terminó la entrevista, y yo salgo. Fue muy simpático porque yo salgo, y ella se queda en la puerta, yo llego al jardín, abro la reja y le digo: “Profesora, no me ha dado mis poemas”. Y ella entra y sale otra vez con mi cuadernito. “Pero profesora, no me dijo cómo se llama su esposo”. “¿No te dije? Debo estar mal de la cabeza… Ballagas, Emilio Ballagas”… Así está escrito en el cuento, que se titula “La visita” y es parte de mi libro Dolce vita (2010)».
Eduardo Heras
«Al morir mi padre en 1952, mi madre demoró once meses para conseguir la pensión que le tocaba, y que era una miseria. Pero cobró los once meses atrasados y con ese pequeño ingreso mensual fue que años después nos pudimos mudar para la calle Velázquez, número siete, entre Infanta y San Joaquín, donde viví prácticamente el resto de mi vida antes de casarme, no muy lejos de la Esquina de Tejas, que era donde vivíamos anteriormente; y en esa nueva casa, que para nosotros era una maravilla, porque tenía baño, cocina, dos cuartos, mi madre se convirtió en una leona. Es decir, una leona con sus leoncitos. Ella siguió criándonos a nosotros, pero —sorprendentemente— hacía todas las gestiones, mandados, se convirtió en padre y madre a la vez; era una mujer de carácter, de carácter muy fuerte, lo que sí nos exigía era que, a pesar de trabajar, no podíamos dejar los estudios. Pero bueno, cuando fallece mi padre, vivíamos todavía en Diez de Octubre, donde seguimos hasta 1960 en que nos mudamos para la casa de Velázquez. Fue la época en que limpiábamos zapatos, los chinitos limpiabotas en la Esquina de Tejas. En una de las cuatro esquinas había un cine. En el resto había bares y restaurantes, y en cada uno de esos bares había un sillón de limpiabotas y nosotros, los tres hermanos, nos ocupábamos cada uno de un sillón, generalmente el fin de semana, sábado y domingo: limpiábamos zapatos y vendíamos billetes de lotería».
Dazra Novak
«Una vez estuve en un conversatorio sobre Arquitectura que se realizó en la Maqueta de La Habana y al que invitaron a Heras para hablar sobre la Esquina de Tejas. Fui a escucharlo. Era una historia que tenía narrada, no sé si de sus Memorias, de cuando era niño y vivía en un solar de la Esquina de Tejas y limpiaba zapatos, y lo que recaudaba lo cogía para comprar recortes de dulces en una fábrica, etc. A mí se me hizo un nudo en la garganta, y no solo eso: sentí como nostalgia por lo que él estaba contando y yo no viví; y recuerdo que me viré y le dije a Michel, que andaba conmigo: “esto está muy loco, porque yo ni sé dónde queda la Esquina de Tejas. Jamás he estado ahí. Tal vez he pasado, pero no sé”… Y después de unos años yo fui para ver el lugar, por la emoción que me había provocado la lectura de Heras. Fue como marcar el lugar. Luego de eso, las veces que he pasado por ahí, es la Esquina, el lugar de Heras. Es como un mapa particular, donde uno va marcando cosas personales: abrazos, rupturas, catarsis. Ese, aunque no es igual que cuando él vivió allí, es el lugar de Heras; creo que cada vez que yo pase por ahí, pensaré en él».
Otro encuentro con la literatura
«Estaba mirando la vidriera de la Minerva —que creo ya no existe o es de libros viejos— frente a La Moderna Poesía. Yo era un muerto de hambre, solo tenía cinco centavos para regresar en la guagua… y estaba mirando, enajenado, los noventa tomos de la Enciclopedia Espasa Calpe.
»Obispo no era aún boulevard, pasaban carros. De pronto llega un Cadillac, carro de los poderosos de la época, Cadillac cola de pato. Se baja un hombre vestido con librea, chofer; y luego un señor de los de la República de los Generales y Doctores, llevaba sombrero de jipi, típico… y luego, tras él, una niña plástica, evidentemente su hija. Me da curiosidad porque entran a la librería y yo los observo. El tipo empieza a mirar, y llama al gerente. “Dígame, senador”. “Dígame cuánto mide de aquí hasta aquí” y señaló ambos puntos con un bastón en un anaquel de libros; “2 metros y 75”, dijo el gerente. “Pues llévelo a 3 con 50 y mándemelos a casa”. Te podrás imaginar la depresión que me entró. “Este cabrón compra los libros por metros, yo que daría la vida por uno”. El tipo se va en el carro, y yo con una tristeza… Salgo de la librería, subo por Obispo, llego al parquecito de la esquina, el de Albear, con tremenda tristeza, y cuando miro hacia la puerta del Floridita, veo salir a Hemingway, con su mujer Mary, y empiezan a conversar. Yo acababa de leer El viejo y el mar, en la revista Life en español, y además, a Hemingway ya le habían dado el Nobel. Me dije: “Dios mío, mira quién está aquí”… De golpe se me quitó la tristeza y me fui… feliz. Era la primera vez que veía a Hemingway, y sería la única».
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(Revista Bohemia, marzo 1940).
Eduardo Heras
«Era la época en que no había editoriales en la Isla. Como dice Ambrosio Fornet, en El libro en Cuba (Letras Cubanas, 1994), hasta el triunfo de la Revolución aquí no se publicó, de literatura, ningún libro, salvo que lo pagaras de tu bolsillo. Los libros de literatura venían de editoriales extranjeras. Y lo que hacían las editoriales cubanas, como La Moderna Poesía, eran libros de texto, que era lo que daba plata. Tenían el permiso del Ministerio de Educación. Recuerdo haber visto de muchachito —13 o 14 años— El llano en llamas, que era del Fondo de Cultura Económica, de México. Pero libros de literatura, en Cuba, no se hacían, salvo los que tú pagabas con tu dinero. O sea, nadie te lo iba a sufragar. Qué hacían los escritores muertos de hambre, que casi todos se estaban muriendo de hambre: iban a ver a sus amigos, y —en dependencia de lo que fuera a costar el libro— pedían, por ejemplo, si eran 50, un peso a cada uno, hasta llegar a los 50, y así financiaban la edición. Cuando eso 50 pesos era una fortuna… Entonces, los amigos que contribuían, quedaban anotados en una lista; el escritor hablaba con el tipo de la editorial, y cuando el libro estaba listo, se repartían los ejemplares, por la lista. Orígenes se hacía así, era por suscripciones».
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(Diario de la Marina, julio 2, 1940).
Y un encuentro más con ella
«En la Escuela Normal teníamos un profesor de Psicología, Carlos Fernández Cabrera, a quien todo el mundo le decía “el viejo Charles” y era muy famoso y respetado en la Escuela; impartía varias asignaturas. En segundo año nos enseñaba Psicología, en tercer año Metodología General, Psicología Infantil, Organización Escolar. Mi hermano y yo le caímos muy bien (mujeriego como él solo, siempre estaba detrás de las muchachas aunque era un hombre muy mayor). El caso es que un día me entero de que era cuentista. Incluso en la antología Cincuenta años del cuento en Cuba, de Salvador Bueno, hay un cuento de él (si no recuerdo mal se titulaba “Cinco personas buenas”) y para mí fue una sorpresa. A ese hombre yo le debo gran parte de mis lecturas porque le caímos muy bien mi hermano y yo, jugábamos ajedrez, íbamos a su casa y él nos prestaba libros. Guió nuestras lecturas. Yo, por ejemplo, todo William Faulkner, todo Dostoyevski, Gógol, Tolstói y otros muchos, los leí por él. Prácticamente agotamos su biblioteca… Lo ayudábamos a calificar los exámenes; y un día, él se me apareció con una novela de un amigo suyo y me pidió que le hiciera una nota crítica sobre el libro. Yo le dije: “No sé hacer notas críticas, qué es eso”. Pero me dijo: “Bueno, tú te la lees y das tus impresiones”. Efectivamente, lo hice y me la publicó en un periódico que se llamaba Pueblo. Eso fue en los años 50. Fue mi primera publicación, una especie de crítica literaria».
***
Tomado de El Caimán Barbudo
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