
De entre los varios antecedentes de influencia que hallamos en la poesía de Leymen Pérez, nacido en Matanzas, en 1976, destacaría el que proviene del gran poeta norteamericano Walt Whitman, a quien Martí colocara en las más altas cumbres de su evaluación. La sombra de su poesía, impactante y luminosa, aparece con frecuencia en el trasfondo de los versos que podemos leer en Efectos secundarios, antología poética publicada por Cubaliteraria. Ese espectro se muestra mucho más a partir del estilo, abarcador y poderoso, como un río de caudal irresistible que arrastra cuanto quiere expresar con su abundante arsenal de estructuras literarias. En ese mar de tropos y figuras retóricas encontramos un uso persistente de la anáfora, por lo general tratando de tensar el sentido y conquistar la intensidad progresiva del discurso poético. Una y otra vez las series enumerativas insisten en revelar el caos, o la bruma, del curso cotidiano en que vivimos. «Soleada cáscara», el poema que abre la compilación, va a definir el contexto posterior en que esa especie de caos nacional que lo obsesiona quedará representado:
Cuba, soleada cáscara.
En una semilla rompiéndose
por dentro vivimos, hilando
el dolor de los gajos
con el dolor de los frutos
dormidos, sin sueños ni paisajes
que abracen a los restos.
Cuba, hay otro mundo mejor.
En cambio, en el poema «Apenas una respiración», nos abre el camino esta sentencia:
No hay violencia en mi país.
Hay violencia en mi poema.
Más que una ironía amarga, confesional, es una especie de patente de corso para dolerse de las violentas circunstancias que lo aquejan. Como si repartiera mandobles, más que versos, o figuras del lenguaje, el poeta enumera sus denuncias. El principal culpable, de acuerdo con la información que el texto suministra, es su propio poema, al que personifica y le concede agónica existencia. Su mirada se va de un lado a otro, apostrofando al poema por todo cuanto encuentra en la existencia inmediata. Estos múltiples contrastes entre la figuración del sentido, las imágenes transfiguradas de la realidad, las incursiones anecdóticas y las definiciones tremendistas, consiguen textos altamente emotivos, desgarrados, dolidos de presentarse en tales situaciones de desgarramiento.
Dos fuentes referenciales pudieran destacarse:
- Las eventualidades lamentables de la cotidianidad y sus consecuencias en las relaciones sociales.
- La cultura, literaria y artística, que el autor ha adquirido.
En la contigüidad de la expresión, el poeta se apropia de la totalidad del contexto circunstante y lo refunde en la pieza que desde sí mismo propone, como en «El poema de Godot», para tomar solo un ejemplo de entre varios posibles:
Esperas a Godot,
todos nos quedamos esperando a Godot.
La referencia, literaria o mítica, hipostasiada de la cultura adquirida por el autor, pasa a desempeñar funciones de confirmación axiológica, como una especie de apoyatura al sentido primario de la enunciación. Ese absurdo sustentado en la nada en la obra de Beckett, salta del escenario y se transforma en estancia cotidiana. «Diario de Oscar Matzerath», personaje de la novela El tambor de hojalata, de Günter Grass, da fe de cómo el autor equipara los diversos referentes. Se apropia de él y lo convierte en un yo alternativo más cercano a la persona del autor que al sujeto lírico que asume el discurso. El verso, u oración inicial, ya que está escrito en prosa, anuncia esta característica: «Como el hacha voy cortando las raíces del lenguaje». Raíces de lenguaje que ramifican más bien como plantas de sí mismo, colocando al personaje aludido en circunstancias diversas, muchas veces ajenas al texto original con el que ha decidido dialogar.
En su abundante arsenal de recursos literarios, alterna el autor la persona gramatical al aludir a un mismo sujeto lírico. Como en Whitman, se combinan el yo de la persona hablante, objeto del poema, y el enunciado discursivo de ese sujeto lírico que se erige en vehículo de la expresión. Pero el tono de Leymen es sumamente personal, en nada deudor del norteamericano, ni de otros que también lo siguieron.
Por su cuenta se adentra además en alocuciones de tono filosófico, de reflexiones que contrastan —y soportan, precisamente por contraste— el sentido axiológico que define la esencia del poema. Leymen Pérez no discursa únicamente para demostrar sus virtudes a la hora de convertir al lenguaje en su instrumento perfecto, afilado, en ocasiones un cómplice, más que un instrumento, sino para decir; un decir que recorre el poema en una infatigable cadena de modos sugeridos, alusiones, llamados indirectos a la figuración del sentido.
Casi por norma, los cierres de poemas se combinan entre la elipsis, el anacoluto, o la ruptura por contraste. País, nación, aparecen asociados al desgarramiento, a la necesidad resiliente, a la comparación frustrante. En el panorama cubano abundan, o sobreabundan, los muros de lamentaciones y las apocalípticas sentencias predictivas. En el poema de Leymen Pérez, el otro que codifica las normas ideales del ser, se quiebra en esa inmediatez de la vivencia, casi siempre deíctica, o en la alusión, o la referencia que nos ubica en el contexto nacional. Los referentes, con bastante frecuencia literarios, o filosóficos, más que ejemplificar, o modelar, contrastan, dejando que predomine el gusto anfibológico en la figuración, rasgo que lo distingue de un nutrido desfile de poetas de hoy día. Es, justamente, un modo muy eficaz en poesía, que el autor utiliza como parte de su propia manera de expresarse cotidianamente.
Peligrosos podrían ser los efectos que pudiera causar este libro en nosotros, los lectores, amantes de la poesía que no tema al enunciado difícil, o polémico. Peligro esencial que parte, a mi juicio, de volver a leer cada poema, indagando, preguntando qué puede estar bajo ese arrastre de imágenes, tropos y figuras que cambian el sentido de las cosas y nos ponen alerta.
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