Fragmentos de «Seis vistas de la poesía mexicana» (prólogo a Poesía en movimiento), 1966
La «contemporaneidad» de los «Contemporáneos» fue incompleta y su interpretación de la tradición poética moderna omitió recoger ese haz de oposiciones en que consiste precisamente su modernidad. En esos años llegó a México el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. Era casi de la misma edad que los «Contemporáneos», venía de Europa, su primer libro había sido saludado por Ramón Gómez de la Serna y su conocimiento de la vanguardia europea, sobre todo del surrealismo, era directo. En sus poemas y en su actitud se reunían al fin las dos mitades que a Efraín Huerta y a mí nos parecían fatalmente irreconciliables y, al mismo tiempo, inseparables: la visión y la subversión, la rebelión y la revelación.
[…]Entre 1935 y 1938 el observador más distraído podía advertir que una nueva generación literaria aparecía en México: un grupo de muchachos, nacidos alrededor de 1914, se manifestaba en los diarios, publicaba revistas y libros, frecuentaba ciertos cafés y concurría a las salas de teatro experimental, a las exposiciones de pintura, a los conciertos y a las conferencias. Aquellos jóvenes también asistían —gran diferencia con la generación anterior— a las reuniones políticas de las agrupaciones de izquierda. Las relaciones de esta generación con la precedente (la de Contemporáneos) eran ambiguas: los unía la misma soledad frente a la indiferencia y hostilidad del medio, así como la comunidad en los gustos y preferencias estéticas. Los jóvenes habían heredado la «modernidad» de los «Contemporáneos», aunque casi todos ellos no tardaron en modificar por su cuenta esa tradición con nuevas lecturas e interpretaciones; al mismo tiempo, sentían cierta impaciencia (y uno de ellos —Efraín Huerta— verdadera irritación) ante la frialdad y la reserva con que la generación anterior veía a las luchas revolucionarias mundiales y su no velado desvío ante la potencia que, para ellos, encarnaba el lado «positivo» de la historia: la Unión Soviética.
[…]Todas las hermosas palabras heredadas de los clásicos, los barrocos y los simbolistas se desangran y la descarnada lección de poesía de Gorostiza termina con un admirable escupitajo: «anda, putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo». La poesía se fue efectivamente al diablo: se volvió callejera. Desde entonces hablará con otro lenguaje.
El primero en sacar partido de la nueva situación fue Efraín Huerta. Muy joven aún publicó una serie de poemas en los que, cegados por la literatura, sus amigos no vimos sino unas imágenes sorprendentes mezcladas a otras que prolongaban el surrealismo hispanoamericano y español. Ciegos y también sordos pues no oímos la voz que hablaba por boca de Huerta —la otra voz, blasfema, anónima, la voz maravillosa de la transeúnte desconocida, la voz de la calle. Después, Huerta escribió desafortunados poemas «políticos». Ahora, en una milagrosa vuelta a su juventud, ha publicado varios poemas que continúan, ahondan y ensanchan sus primeros poemas…
Efraín Huerta[1]
Nota necrológica escrita por Octavio Paz en 1982, al conocer de la muerte de su amigo Efraín Huerta.
El poeta Efraín Huerta murió en los primeros días de febrero de 1982. Murió en un hospital de esta ciudad de México que, simultáneamente, inspiró algunos de sus más exaltados poemas de amor y algunos de sus sarcasmos más violentos. Se ha señalado muchas veces el lugar que ocupa la vida urbana en la poesía de Huerta. Es un rasgo que, al definirlo, lo define como un poeta plenamente moderno. Aunque la antigüedad grecorromana conoció la poesía de la ciudad —apenas si es necesario recordar a Propercio— y aunque también los poetas renacentistas y barrocos la cultivaron con fortuna, solo hasta Baudelaire la ciudad no reveló sus poderes, alternativamente vivificantes y nefastos. La modernidad comienza, en la literatura, con la poesía de la ciudad. Algunos poetas mexicanos —pienso en López Velarde y en Villaurrutia— percibieron y expresaron en líneas sobrecogedoras la seducción ambigua de la ciudad que, al afinar y pulir nuestra conciencia y nuestros sentidos, nos hace más sensibles, más lúcidos —y más vulnerables. Otro poeta, Renato Leduc, supo oír y recoger, como un caracol marino, el oleaje urbano; también supo transformarlo, con humor y melancolía, en breves e intensos poemas. Pero la ciudad de estos poetas era todavía una capital soñolienta, más francesa que yanqui y más española que francesa (y siempre «rayada de azteca»). A mi generación, que fue la de Efraín Huerta, le tocó vivir el crecimiento de nuestra ciudad hasta, en menos de cuarenta años, verla convertida en lo que ahora es: una realidad que desafía a la realidad… Con nosotros comienza, en México, la poesía de la ciudad moderna. En ese comienzo Efraín Huerta tuvo y tiene un sitio central.
Lo conocí cuando era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria. Era amigo de otros jóvenes que, como él, comenzaban a escribir: Rafael Solana, Carmen Toscano y alguno más. Leían a los poetas españoles de ese momento —García Lorca, Salinas, Alberti, Guillén— y también a los mexicanos: Pellicer, Villaurrutia, Novo, Torres Bodet. No tardaron en descubrir a Neruda, que fascinó a Huerta. Les interesaba más la literatura que la política, más la poesía que la novela y más la novela que el ensayo. No asistíamos a los mismos cursos pero, gracias a Rafael Solana y a Carmen Toscano, conocí a Huerta. Fuimos amigos y nunca dejamos de serlo. Lo fuimos tanto que me invitó a ser uno de los dos testigos de su primer matrimonio. Más tarde las pasiones políticas nos separaron y nos opusieron pero no lograron enemistarnos. Vi en él siempre al Efraín de nuestra adolescencia: al poeta apasionado e irónico, al amigo un poco silencioso y afable. En su trato Efraín era cortés y discreto, como buen mexicano. La violencia de algunos de sus poemas y epigramas contrastaba con su finura personal… El más inquieto de aquellos muchachos, Rafael Solana, fundó Taller poético, una lujosa revista dedicada, como su nombre lo indica, exclusivamente a la poesía. Todos los poetas de entonces colaboramos en sus páginas, de Enrique González Martínez a Neftalí Beltrán. Después Solana nos invitó a Efraín Huerta, a Alberto Quintero Álvarez y a mí para, con él, emprender una nueva aventura: Taller, revista literaria. La historia de esta revista ha sido contada varias veces —y en versiones un poco distintas. No voy a repetirlas ahora. En 1941 apareció el último número de nuestra revista. Después, nos dispersamos.
Muy joven aún Efraín Huerta ingresó en el Partido Comunista de México. Era amigo de Enrique Ramírez y Ramírez y también de José Revueltas. En esos años comenzó a escribir poemas políticos en los que se esforzaba por ajustarse a los moldes estrechos del realismo socialista. Por fortuna, pocas veces lo conseguía enteramente, de modo que aun en sus poemas de propaganda hay líneas y fragmentos que son relámpagos de poesía. Nada más alejado de los gustos poéticos y del temperamento de Huerta que el didactismo de esa literatura doctrinaria. Curiosa o, más bien dicho, reveladora contradicción: en esos años en que estaba poseído por la certeza de participar en el «movimiento ascendente de la historia» (¿habrá conservado esa ilusión hasta el final?), escribía en uno de sus mejores poemas: «Nunca digas a nadie que tienes la verdad en un puño» (La rosa primitiva, 1950). Esta línea revela, una vez más, que el poeta acaba siempre por vencer al ideólogo. En su último período Efraín volvió a encontrar la vena de su juventud y compuso varios poemas notables, como «El Tajín» y la autoparodia «Juárez-Loreto». También cultivó el epigrama, los poemínimos: breves, punzantes y, a veces, alados. A pesar de toda esta diversidad, fue ante todo un poeta lírico; sus obras mejores son poemas de amor y de las emociones y sentimientos que acompañan al amor: sensualidad, tristeza, celos, remordimientos, melancolía, júbilo. La ciudad fue para él historia, política, alabanza, imprecación, farsa, comedia, drama, picardía y otras muchas cosas pero, sobre todo, fue el lugar del encuentro y el desencuentro.
Termino esta nota apresurada y apesadumbrada con una observación: hay un Efraín Huerta poco conocido, oculto por lecturas más fervorosas que atentas. La violencia de muchos de sus poemas, sus sarcasmos y su afición a las expresiones fuertes han obscurecido un aspecto de su obra juvenil: la delicadeza, la melancolía, la reserva, el gusto por las geometrías aéreas y las gamas perladas y grises. En sus primeros poemas Huerta fue un poeta apasionado y contenido. No en balde su segundo libro se llama Línea del alba (1936). El título alude a indecisas lejanías y claridades tímidas que poco a poco, conforme la madrugada avanza, se precisan: casas, árboles, calles, gente. Al releer esos poemas de juventud —tenía apenas veintiún años— encontré una línea que, estoy seguro, no fue pensada sino vista en algún amanecer y cuya luz siempre lo acompañó: «alba suave de codos en el valle».
México, marzo de 1982.
* * *
Con información del blog Zona Paz
* * *
Leer también en nuestro Portal: Efraín Huerta: «Hemos vivido y viviremos en la memoria de aquel hombre que pasa…»
[1] Esta nota se publicó en Sombras de obras (Barcelona, Seix-Barral, 1983) y fue recogida en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, volumen 4 de sus Obras completas.
Visitas: 29
Deja un comentario