Entré en contacto con la poesía de César Dávila Andrade en el año 2007, durante una estancia de varios meses en la venezolana Mérida. Antes, había visto su nombre en ahora no recuerdo cuáles estudios sobre literatura latinoamericana y tal vez leído algún que otro poema en antologías que también soy incapaz de mencionar. Lo azaroso del asunto merece ser contado. Después de un mes o más en la andina ciudad, tuve que conseguir un nuevo alquiler y el destino me mandó a la casa de Bettina Uzcátegui, una pintora que en su juventud había tenido una relación muy estrecha con el poeta ecuatoriano durante la estancia de este en Venezuela. Por supuesto, de ese detalle me enteré al cabo de varios días, cuando mi curiosidad de lector insaciable me llevó a elogiar la biblioteca de Bettina y la conversación torció al rato hacia la poesía. Con gentileza notable, la señora me regaló El vago cofre de los astros perdidos, una selección de la lírica del cuencano, compilada y prologada por José Gregorio Vázquez. Y la atracción fue inmediata. Estuve leyendo con intensidad a César Dávila Andrade los tres meses siguientes y adentrándome en un universo cuya cercanía con el mío ha ido creciendo y consolidándose con el paso de los años.
A mi regreso a la isla verifiqué que la edición de su obra era una asignatura pendiente del mundo editorial cubano, tan generoso en sentido general con la literatura del Ecuador. Baste consultar el catálogo de Casa de las Américas y Arte y Literatura y se apreciará la temprana presencia en ellos de nombres como Pablo Palacio, Jorge Icaza, Pedro Jorge Vera, Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, José de la Cuadra, Alfredo Pareja Díez-Canseco, Jorge Enrique Adoum y Miguel Donoso Pareja, entre otros. Y me propuse desfacer aquel entuerto, aunque el asunto me llevó un tiempo mayor del que pudiera pensarse.
No fue posible hasta la Feria Internacional del Libro de La Habana en 2014, cuando Ecuador fue País Invitado de Honor. En esa oportunidad se saldaron otras deudas importantes: la poesía de Jorge Carrera Andrade y Antonio Preciado, los ensayos de Benjamín Carrión y alguna novela de Javier Vásconez, así como panoramas de todos estos géneros y además libros de los más jóvenes y promisorios autores de ese país. A esas alturas, sabía a quién encargar la selección y el prólogo para la edición cubana de la poesía de Dávila Andrade, pues como seguí indagando en su vida y en su obra, había descubierto el volumen de la Biblioteca Ayacucho compilado y anotado por Jorge Dávila Vázquez, pariente y devoto admirador del poeta. Incluso conocía personalmente a Dávila Vázquez desde el año 2011, cuando fuimos presentados en una Feria del Libro de Guayaquil. El resto fue sencillo y concluyó con la puesta en circulación de Selección poética por la Editorial Oriente y su respectiva presentación en la feria habanera. Allí tuve el placer de compartir el espacio con Jorge Dávila y comentar el porqué de mi fascinación con la lírica de su coterráneo. Estas palabras de hoy pudieran ser el remedo de las que pronuncié en aquella ocasión para “introducir” a César Dávila Andrade en el universo lector cubano.Pero, desde luego, no tendría sentido seguir esa estrategia en este texto, porque en Ecuador este poeta no precisa que le allanen ningún camino. Entreveo más interesante comentar algunos puntos medulares de la seducción que esta poesía ejerció sobre mí, un extranjero en apariencia lejanode sus principales móviles literarios y, también en apariencia, deudor de una tradición diferente.
Mi inicial conmoción ante esta obra proviene del marcado interés de su autor por el conocimiento, por una versión poética del conocimiento, es decir, nada racional u ortodoxa, sino sustentada sobre la aprehensión de los más diversos saberes europeos, amerindios y orientales, y de las más suculentas mixturas entre revolución y relectura de la herencia clásica, entre lenguaje culto y popular, entre historia, política y metafísica. Avanzar de manera progresiva en el análisis de sus poemarios, no hizo más que confirmar esta apreciación, al verificar su viaje desde una preliminar exuberancia verbal hasta una búsqueda del silencio y del vacío cada vez más radical. La valentía de renunciar a los espacios explorados y lanzarse, a lo Baudelaire, hacia el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo, es privativa de los grandes poetas, de aquellos que se van hastiando de su propio pensamiento y del dominio de las formas en que logran expresarlo, y necesitan la provocación del abismo, el reto de proponer moldes distintos para las inesperadas maneras de ver el mundo que alcanzan a entrever en ese paisaje cifrado que resulta la realidad.
Insisto en el poeta francés porque creo que juega un papel más importante entre las influencias de Dávila Andrade de lo que la crítica especializada en el tema (Agustín Cueva, Jorge Dávila Vázquez, María Augusta Vintimilla, Cristóbal Zapata, y otros) ha resaltado. Algunos indicios biográficos bastarían para apuntar en esa dirección: apego a la madre, diálogo difícil con la figura paterna, baja tolerancia a la autoridad institucional, afición a la bebida y búsqueda de una salida al laberinto de la existencia que en el ecuatoriano termina en suicidio y en Baudelaire en una especie de inmolación demorada entre los paraísos artificiales, la carne y los vaivenes de la conversión místico-religiosa.
Aunque sin indicar al autor de Las flores del mal, Dávila Vázquez ha comentado en su prólogo a Poesía, narrativa, ensayo, las siguientes características conceptuales en la producción daviliana:
Motivos como el mal, ya fuera en forma de enfermedad, pasión o muerte; el sexo como aniquilación; el amor como ideal, aparecen de manera constante a lo largo de su obra, como resultantes de sus preocupaciones vitales. Cuando nos detengamos en sus poemas, narraciones y ensayos, percibiremos con mayor claridad esta persistencia temática, que tenía sus raíces en lo más vital del poeta y de su entorno físico y social.
Sabemos que la belleza del mal, su inherencia en la condición humana —y aquí seguía a Pascal y a De Maistre— antes que el bien —que para él era un sendero artificial que necesitaba ser construido, lo mismo que la poesía— resulta la piedra angular sobre la cual se erige buena parte de la obra baudelaireana, como también lo hará la del ecuatoriano. Refiriéndose a otra zona de su faena, la narrativa, acota Cristóbal Zapata en “Una escritura en tránsito: apuntes sobre la narrativa de los 50”:
“…la caravana de «monstruos» de Palacio anuncia a la heroinómana, a la tísica, al ciego, al sádico-paranoico de algunos cuentos de Cuesta, tanto como a la corte de tuberculosos y leprosos de Dávila Andrade, cuyas enfermedades y dolencias físicas irrumpen como metáforas del mal.”
Páginas más adelante, Zapata abunda en cómo ha cavado Dávila en los vericuetos del alma humana a través de los personajes de sus cuentos, en los que la enfermedad, la miseria y el enfrentamiento contra los sucesos aciagos e inmanejables de la existencia se resuelven en una especie de resignación ante el destino que les tocó. Es decir, otras variantes del mal que conforman un amplio mapa psicológico-emocional que de muchas maneras complementa el universo de su lírica en esta vertiente temática.
En la poesía temprana de Dávila Andrade, catalogada por Dávila Vázquez con acierto como período sensorial, donde el crítico observa una mezcla “de neo-romanticismo (por la sensibilidad) y neosurrealismo (por la expresión)”, y que comprende sus versos iniciales, el cuaderno Espacio, me has vencido (1946), los poemas sueltos de fines de la década del 40 y Catedral salvaje (1951), hay un conjunto de textos en los cuales distingo esta presencia del mal como hilo conductor de su(s) incipiente(s) poética(s). El más interesante en ese aspecto es, a mi juicio, “Carta a la madre”, que transita de un insinuado amor incestuoso por su prima María Luisa Machado, a la que cambia el nombre en la ficción textual
Me cuentas que se ha muerto mi prima María Augusta.
Ahora que estoy lejos, te diré: Yo la amaba.
Mi timidez de entonces me quebró las palabras.
Baja mañana a verla con un ramo de nardos,
y recítale alguna oración impalpable.
Dile que ya no bebo y que he pasado el año.
Ahora que estoy lejos te diré: ¡Cuánto la amo!
hacia un profundo y explícito deseo edípico con el que concluye el poema:
Y ahora, yo quisiera decirte que te amo,
pero de una manera que tú no sospechaste.
Verás. Ahora te amo en todas las mujeres,
te amo en todas las madres, te amo en todas las lágrimas.
Tú dirás: “Esas cosas que tiene…”
No sé qué me ha pasado, talvez esté enfermo.
Talvez los libros raros…
Es que el amor de antes se me ha vuelto tan claro
que siento que ya nada es para mí extraño…
Esa confidencia, que atraviesa otros poemas del período (“Variaciones del anhelo infinito”, por ejemplo), da fe de una catártica compulsión por considerar la sexualidad un asunto muchas veces amargo o vergonzoso, porque el motor del deseo resulta prohibitivo en virtud de la época o la moral al uso. Esta angustia ante la imposibilidad de posesión elemental del ser amado (no hablemos de esa otra imposibilidad última de posesión ante alguien que no se sabe qué siente, qué piensa y a duras penas qué hace, pues es sujeto y no objeto listo para sufrir los egoísmos del amor) genera en los hablantes poemáticos de César Dávila Andrade una voluntad de transgresión que a la postre se desata en desazón, se muerde la cola y los arrastra hacia el abismo de la caída. Al respecto ha afirmado María Agusta Vintimilla con mucha sagacidad en “César Dávila: el resplandor del abismo”:
En la poética de Dávila, la sexualidad es una de las marcas de la caída: constatación de la dualidad, de la radical incompletud de cada ser humano, en perpetuo anhelo del otro, solamente para recaer otra vez en el abismo de su propia soledad. Pero además, la sexualidad es una fuerza abismal, pulsión oscura que brota desde lo instintivo reafirmando una y otra vez la animalidad del hombre, su inexorable cautiverio en la carne.
[…]Inclusive la función engendradora de acto sexual aparece en su poética como una perpetuación en otros –en los hijos– de la condena original, reproducida y multiplicada en la especie entera. El erotismo, la sexualidad, en tanto que dualidad y en tanto que multiplicación de los seres, es fuente de angustia porque impulsa la dispersión y el dolor hasta el infinito.
Me llama la atención cómo hacia fines de la década del 40 Dávila se casa con Isabel Córdova, quien lo sobrepasa bastante en edad. No necesito mucha suspicacia para leer en este matrimonio una sublimación de la figura materna y una forma de darle cauce a las pulsiones edípicas, a la vez que consigue una vicaria para asumir el papel de guía, consuelo y protección contra los avatares del mundo exterior. A nivel de discurso poético, se produce el fenómeno que el ensayista norteamericano Willard Spiegelman ha nombrado “el uso del paisaje como un sustituto virtual de la sexualidad” en un ensayo dedicado a Charles Wright en su libro How Poets See the World. The Art of Description in Contemporary Poetry. Basta con leer el poema –dedicado, dicho sea de paso, a María Isabel, mi mujer– que da título al libro Catedral salvaje, para apreciar cómo esa prodigalidad descriptiva, toponímica, en que la lujuriante naturaleza ecuatoriana “copula” con las visiones del sujeto lírico, asume toda la energía sexual de este y le sirve de camino hacia un universo más alto: el de la resurrección. Sirvan a modo de muestra algunos versos entresacados del poema:
En el ápice del alarido, el alma se rasga
en infinita eyaculación!
Aquí el Creador y la criatura copulan en silencio,
anudados durante siglos, pisoteados por las bestias.
Quebrantan, roen, lamen y esmaltan el cadáver del amo,
las alimañas, las flores sedientas, las corolas carnívoras,
las mariposas vagabundas, las orquídeas de la fornicación!
Hombres, estatuas, estandartes, se empinan sólo un instante
en el vertiginoso lecho de esta estrella en orgasmo.
Oh, altar de la lascivia y la resurrección!
La madre se ha trasmutado primero en mujer y luego en naturaleza, y esa fusión del sujeto lírico con los Andes y a través de ellos con el infinito y con otros planos del ser, le va a permitir, al decir de María Augusta Vintimilla, retornar al útero materno, en una especie de muerte que le posibilita volver al seno maternal y a la tierra que, en última instancia, le dio la existencia y le facilitará la resurrección.
Aunque esta actitud de sesgo romántico no es absolutamente nueva en la literatura americana (recordemos la relación de Doña Bárbara o de Arturo Cova con la naturaleza), me parece uno de los primeros textos que en el Ecuador comienza a superar los hallazgos posmodernistas y/o vanguardistas de Jorge Carrera Andrade o Gonzalo Escudero, y apuesta por una intensidad surrealizante sin duda heredera de los “ismos” y de algunos poetas modélicos del momento, con Neruda y Vallejo a la cabeza, pero lo hace desde una postura ontológica y no sociológica (como lo fuera en Gallegos y Rivera, o más cerca aún, en cualquiera de los prosistas del grupo de Guayaquil o en Jorge Icaza). Las inquietudes metafísicas de Dávila se manifiestan aquí en un estado primitivo, grandilocuente, devoto de la catarata imaginal que en los años siguientes se irá amansando y tendrá un raro esplendor en Arco de instantes(1959), cuaderno perteneciente a lo que Dávila Vázquez ha definido como período experimental-telúrico.
En el poemario del 59 se aprecia una necesidad de depurar la expresión, de saltar sobre sus poéticas anteriores y alcanzar un cambio de piel que lo conduzca a otras zonas de la exploración cognoscitiva. El ensayo “Magia, yoga y poesía” resulta capital para comprender la posición de Dávila ante el tema del conocimiento y su flexible enfoque del arte poético. Este es, sin duda, el intento teórico más importante que escribió, aunque entre su prosa crítica podamos admirar otros ensayos, artículos o reseñas acerca de autores (Omar Khayyan, Gandhi, Machado, Carrera Andrade, Adoum, Cardenal, Kafka, Seferis, Ciro Alegría, Rómulo Gallegos, Joyce) o temas (el budismo zen), en los cuales despliega toda su sagacidad de lector y se sumerge en agudas valoraciones sobre los aportes de poetas y novelistas al acervo literario o sobre las bondades del yoga o el zen para agudizar la percepción. Un escritor es en buena medida aquello que lee, y también cómo lo lee. Y Dávila Andrade se centra en autores muy vinculados con las indagaciones conceptuales y formales y en los que juega un papel fundamental una visión abierta e intuitiva del mundo, que les permite saltar de un estadio creativo al siguiente sin temor a hacer tabula rasa de sus resultados artísticos anteriores.
“Magia, yoga y poesía” nos convida a un viaje que va desde Patanjali a Maritain, pasando por Baudelaire, Rimbaud, Reverdy, Eliot, Hesse, Michaux o Neruda, y propone, a veces en un par de brillantes oraciones, las coordenadas potenciales para entrever las arduas batallas de estos creadores con el pensamiento y el lenguaje y el valor que para ellos tuvo la expansión del conocimiento desde los abismos interiores del alma hasta lo que Dávila Andrade llama “una voluntad de internación en la conciencia de los objetos” y que transporta al artista hacia la antiquísima aspiración de hacerse uno con la naturaleza y, al cabo, con cualquier forma de divinidad posible.
La elocución concentrada de Arco de instantes, deudora muy profunda del surrealismo, anuncia la complejidad de los libros de la tercera etapa de su poesía, denominada período hermético por Jorge Dávila Vázquez. “Batallas del silencio”, poema final de Arco de instantes, me parece un excelente ejemplo de esa exigencia estética que lo lleva a concretar el pensamiento en símbolos en muchos casos de difícil detección por los neófitos y a deshuesar el idioma con una radicalidad digna del mejor Celan hasta extraer de él toda la savia semántica y ampliar hasta sitios insospechados el abanico de posibilidades interpretativas.
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