Antes de hacer otros comentarios sobre su poesía postrera, quisiera detenerme en su más reconocido poema-libro, Boletín y elegía de las mitas, también de 1959, que aporta nuevas aristas a la multiplicidad de enfoques que rondan la obra de Dávila Andrade. Aquí, de modo palpable y casi exclusivo, el poeta se acerca al debate histórico-político y nos entrega su versión peculiarísima del problema del indio en América, uno de los puntos esenciales de la literatura continental desde fines del XIX y durante buena parte del siglo XX. La crítica refiere que este poema es el resultado de sus lecturas de mitas en la Real Audiencia de Quito, del historiador Aquiles Pérez, donde Dávila amplía su entendimiento del drama indígena y decide convertirlo en uno de sus motivos líricos. Aunque hay sobrado testimonio de esta influencia, como abunda Dávila Vázquez en el prólogo a la edición de Ayacucho o también refiere Alejandro Moreano en “El discurso historiográfico ecuatoriano como forma narrativa (período 1920-50)”, me gustaría emparentar además este vigoroso poema con la pieza oratoria de José Joaquín de Olmedo “Discurso en las cortes de Cádiz sobre la abolición de las mitas”, en la que tal vez se habla del tema por primera vez desde el Ecuador y en la voz de uno de sus mayores hombres políticos y de sus poetas más célebres. En ese opúsculo, si bien no aparecen algunas marcas estilísticas que pudieran asemejarlo al del cuencano, sí se manifiesta el detalle de la pasión y el compromiso con el tema no solo como un asunto humanitario sino como algo imprescindible para cambiar el diálogo político entre la metrópoli y una tambaleante colonia. En la época de Dávila Andrade se ha transformado el contexto histórico, pero no el abuso contra la población indoamericana: la explotación del indio, una variante de esclavitud en la era moderna, es otra forma de revelación del mal, que igualmente precisa una construcción (el poema) para que se le oponga y contribuya a buscar una salida a la trágica situación social que se describe. Iván Carvajal ha señalado con acierto en “Acerca de la modernidad y la poesía ecuatoriana” el giro que el poema hace hacia el cuerpo y la agonía del indio, experiencia que, al decir del crítico, ha sido compartida por el propio Dávila Andrade a lo largo de su vida, incluso en su búsqueda angustiosa de la poesía. El propio Carvajal señala la insistencia de otros estudiosos en apreciar las huellas en este texto de la pasión de Cristo. Sufrimiento, dolor (espiritual y físico) y resignación están presentes con mucha visibilidad en casi todas las obras que se adentran en el tema del indio en la literatura americana.
A la altura de 1959, el indigenismo como corriente literaria posee mayoría de edad. Baste consultar el ensayo de Agustín Cueva “En pos de la historicidad perdida. Contribución al debate sobre la literatura indigenista en el Ecuador” para constatar mi anterior afirmación. Desde la indianista Cumandá (1879) de Juan León Mera el tema indígena ha ido ganando en fuerza conceptual y calidad estilística y posee algunas cumbres a nivel continental en las cuales se supera la visión idílica del XIX y el indio se convierte en personaje protagónico y eje de los conflictos históricos, políticos, sociales e identitarios, entre otros, que mueven la trama (Huasipungo de Jorge Icaza, El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría y Los ríos profundos de José María Arguedas, resultan las más relevantes hasta ese momento). Estas novelas (pues esta es un corriente narrativa en lo fundamental, a pesar de la relevancia de Guayasamín y otros artistas de la plástica), aunque muchas veces leídas y manipuladas a manera de documentos testimoniales, se elevan a un plano artístico superior gracias a sus audaces procedimientos compositivos y, sobre todo, al sagaz manejo del lenguaje que proponen sus autores. También tenía la corriente su primer gran apoyo teórico en los textos de José Carlos Mariátegui, quien desde los enfoques marxistas se acercaba al problema de la posesión de la tierra, capital en las novelas de Icaza y de Alegría. Pero, desde mi punto de vista, aún no contaba con el gran poema, ya que “Alturas de Macchu Picchu”, pese a ser un texto esplendoroso, sucumbe a la voluntad imaginal de su autor y antepone la búsqueda de la belleza a la intensidad épica que, paradójicamente, subyace en la propuesta del Canto general, mientras que en el plano lingüístico, salvo tímidas inserciones toponímicas, no se arriesga a mixturar el castizo español nerudiano con el quechua.
Dávila Andrade, un poeta maduro, debe haberse percatado de estos detalles y decidido aprovechar esa fisura y componer el poema mayor sobre la situación del indio en el siglo XX. Sospecho que, a propósito, huyó del influjo de Neruda (no obstante la apreciable preponderancia que a nivel conceptual puede haber ejercido el Canto general sobre la creación de Boletín…), consciente del poder fascinante de su verso y de lo fácil que es fracasar imitándolo. Y se volvió entonces a otro poeta, César Vallejo, quien, como nos demostrara Julio Ortega en “La hermenéutica vallejiana y el hablar materno”, intuyó que la lengua proveniente de la cultura hegemónica no alcanza para constituir una entidad propia y hay realidades y saberes que reclaman la “verdadera” lengua materna para poder expresarse en toda su complejidad. Luego, me parece, bebió de las enseñanzas de los novelistas: Boletín… conjuga el afán de relatoría presente en Huasipungo con el lirismo de la prosa casi poética de Los ríos profundos (el solo hecho de incluir en el título las palabras boletín, proveniente del discurso memorialístico, y elegía, propia del universo de la preceptiva, dan fe de ello). Con todo ese magma, Dávila Andrade erigió su magno poema épico-lírico, en el cual echa mano al sustrato histórico-político y lo convierte en materia de poesía (actitud que asume esta única vez), sin perder de vista el sentido ontológico que, hecho curioso por el asunto tratado, predomina por sobre la denuncia social y le confiere a la pieza esa distinción que solo ostenta la alta literatura. La combinación de lo clásico y lo moderno (el narrador anónimo y colectivo y la síntesis fulgurante de la herencia vanguardista), y de lo culto y lo popular (el catolicismo y los saberes indígenas); así como el aprovechamiento de las peculiaridades sintácticas y prosódicas del español marcado por el quichua ecuatoriano con sus arcaísmos, su etimología, sus peculiares elipsis y la caprichosa onomástica que se enseñorea en la obra, la hacen poseedora de una característica esencial de las literaturas andinas (incluida buena zona del indigenismo y el neoindigenismo): la heterogeneidad socio-cultural, sobre la que el gran teórico de la materia, Antonio Cornejo Polar, publicará años más tarde el enjundioso estudio Escribir en el aire, donde, dicho sea de paso, no se comenta nada sobre Boletín y elegía de las mitas a pesar de su aire de familia con los textos analizados.
Al período hermético pertenecen los libros En un lugar no identificado (1962), Conexiones de tierra (1964), La corteza embrujada (1965), Poesía del gran todo en polvo (1967) y Materia real (1970). He de ser sincero: esta zona me interesa más que las anteriores por su alto grado de conexión con lo que en otra parte he definido como “las estéticas del porvenir”. En esos años América Latina, e incluso España, era inundada por una ola imparable de coloquialismo proveniente, por un lado, de las múltiples lecturas de Eliot y William Carlos Williams, sobre todo, y por el otro, de las ventajas de esa forma de entender la poesía (llamada por otros conversacionalismo o exteriorismo o etc., en una fuerte indisciplina teórica que conduce, a la postre, al mismo sitio: la ilusión de sustituir en el poema el ritmo inherente al verso y hasta a la prosa poética, por el fraseo de la conversación) para que esta se convirtiera en un arma al servicio de los ideales mayoritariamente izquierdistas que en la época constituían la piedra de toque en la literatura americana. El afán de decir las cosas del hombre con el lenguaje del hombre había sido una pretensión de Wordsworth, y los sesenta tienen mucho de románticos tras el chispazo que fuera el triunfo de la Revolución Cubana y la propagación de sus preceptos políticos, ideológicos y estéticos al resto del continente. La construcción del hombre nuevo preconizada por el Che en El socialismo y el hombre en Cuba, o ciertas ideas manejadas por Juan Marinello en “Conversación con los pintores abstractos” o por Mirta Aguirre en “Apuntes sobre la literatura y el arte”, con sus llamados a un arte nacionalista, de carácter popular (a veces anti intelectual) y de fácil comprensión por las masas necesitadas de una educación política y estética, refrendaban la pervivencia del espíritu romántico.
En medio de ese panorama, cuya impronta alcanzaba sin dudas a Ecuador en figuras como Jorge Enrique Adoum, Miguel Donoso Pareja o Agustín Cueva, la reacción de César Dávila Andrade no pudo ser más radical: se apartó con prontitud de la línea dictada por la ideología política o por la moda y, saltando sobre su propio éxito, obtenido con Boletín y elegía de las mitas, se lanzó a cultivar una poesía donde importa poco el ansia comunicativa de trasmitir un mensaje y toda la energía se desplaza hacia la necesidad de demostrar las perplejidades de los sujetos líricos ante un universo complejo en el que cualquier búsqueda, por audaz y visionaria que sea (o tal vez precisamente por eso) está condenada al fracaso. Esa senda conduce a un ejercicio de prescindencia cuyo final absoluto sería el silencio. Duro entrenamiento, pero fructífero. Otros prescindentes de esos años, con indagaciones similares, han marcado el derrotero de buena parte de la poesía que hacia fines del siglo anterior y principios de este inquiere con todas las armas posibles en los misterios del ser. De esos “profetas” que develaron “las estéticas del porvenir” prefiero a Paul Celan, MiroslavHolub, Vladimir Holan, Vasko Popa, Zbigniew Herbert y, obvio, a César Dávila Andrade. Todos lucharon desde las posiciones de las ciencias (da igual exactas que ocultas, o gracias a una mezcla de ambas), de la defensa feroz de su alteridad y de la recuperación del decoro del lenguaje a partir de entenderlo como un instrumento elástico y hasta en ocasiones sacrificable en aras de alcanzar el más allá de las cosas (¿en sí?).
Y no por gusto hago este guiño a Kant. El sabio de Königsberg decía que los presuntos objetos de la metafísica (el alma, el mundo y Dios, ante todo) no son fenómenos de nuestra experiencia, sino nóumenos, pues no se apoyan en intuición sensible alguna, lo cual lo llevó a pensar que la metafísica carece de cientificidad, supone un uso inadecuado de la razón e implica razonamientos sofísticos. No obstante, para él las ideas metafísicas se originan en la estructura misma de la razón, que tiende a establecer una condición incondicionada por horror al progreso hacia el infinito. Esta ilusión trascendental resulta natural e inevitable y aunque nunca podremos conocer los presuntos objetos de la metafísica tampoco podremos dejar de preguntarnos acerca de ellos. Para Kant la metafísica es imposible como ciencia pero ineludible como tendencia inherente al hombre.
De alguna ardua manera, también parece ser así para Dávila Andrade, a pesar de su postura esquiva para con la razón. Dios, el mundo, el alma, entre otros conceptos, podrán ser inalcanzables a través de la razón y de las ciencias puras (y esto igual resultaría terreno potable para una larga discusión), pero no para otras oportunidades cognoscitivas: el budismo, el yoga, el rosacrucismo. Y la poesía, territorio maleable en que pueden fundirse todas (incluso, insisto, las ciencias “exactas”), tal vez ofrezca las mayores facilidades de hurgar en lo sagrado, en lo inaccesible, en lo que está más allá de las posibilidades de nuestro conocimiento sensible. De ahí que esta zona final de su producción apueste por lo innombrado, por la ausencia, por el vacío, por el silencio, como los objetos últimos del conocimiento, según nos afirma María Augusta Ventimilla en el texto antes mencionado.
En realidad no son abundantes los críticos que se han atrevido con esta parcela de la poesía daviliana. Para mí, La diminuta flecha envenenada: en torno a la poesía de César Dávila Andrade, de César Eduardo Carrión, se revela como un libro imprescindible por la minuciosa pesquisa en otros textos críticos y en cada uno de los poemarios del período, así como por sus razonamientos y conclusiones que reniegan de una lectura unívoca del poeta y proponen mirar esta etapa como el culmen de un crecimiento difícil pero armónico y preñado de futuridad. Iván Carvajal, Winston Morales Chavarro, Renée Sandoval, Carlos Aulestia y Alejandro Gordillo, han aportado otras interesantes consideraciones sobre sus vínculos con lo esotérico, el nihilismo, el pensamiento rosacruz o el budismo zen.
Los poemas herméticos de Dávila Andrade no logran zafarse del dolor, compañero ingénito del mal y, además, de la ansiedad de conocer. La posible fusión de los sujetos líricos con alguna suerte de divinidad o fuerza proveniente del Todo genera amplias dosis de incertidumbre, como lo demuestra la consulta de las dos o tres artes poéticas que alcanzo a vislumbrar en el conjunto (“Poesía quemada”, “Tarea poética” y “Palabra perdida”). Vacilación no resuelta porque, al final, todo es sufrimiento ya que es muy fuerte el apego, la necesidad de conocer en cualquiera de sus sentidos (sea bíblico o epistemológico) y casi nadie consigue el desapego a través del noble camino consistente en la meditación, la atención y la plena conciencia del presente. Pero hay que intentarlo: alejarse de las apetencias y buscar la multiplicidad en la comunión con el universo, donde podremos percibir que todo es transitorio y, por tanto, cualquier adhesión lleva implícito en sí el germen de la imposibilidad y del padecimiento gratuito. “Aquello”, como nombra Dávila Andrade a lo desconocido que, baudelaireanamente, repito, nos permitirá perseguir lo nuevo, “ha desaparecido irremisiblemente” y solo debemos preocuparnos, una vez en presencia de la Otra Cara, por “…retirar delicadamente de entre sus labios/ la diminuta flecha envenenada.”
Y con esta última alusión budista termino este panorámico viaje alrededor de una obra poética cuya verdadera dimensión, sospecho, aún no es patrimonio de las mayorías porque tiene lo que Eliot denominaba “la antipatía de la alta poesía”, es decir, de aquella que, por una extraordinaria labor de simplificación, exhibe la enfermedad esencial o la intensidad del alma humana, y cuya honestidad nunca existe sin una gran realización técnica, descubridora de nuevas formas expresivas para el cúmulo de ideas nuevas a través de las cuales el poeta propone una relectura del universo y de la propia poesía. Este hombre que recorrió los más diversos caminos en su exploración y fue siempre un poeta distinto (de los otros y, lo cual es más importante, de él mismo) pertenece a esa raza de prescindentes que, recalco, develan los costados más insospechados del hombre en el universo y de su batalla por entender el ser (y el Ser). Su influencia considerable hoy no solo en las letras ecuatorianas (en las que entreveo resonancias suyas en ciertas búsquedas poéticas de Jorge Dávila Vázquez, Edwin Madrid, Cristóbal Zapata, César Eduardo Carrión o Ernesto Carrión, por solo citar algunos de los más notables), sino en la poesía en lengua española en general, irá extendiéndose con el tiempo para ayudarnos a preservar, con él, “la intemperie pura de la Nada”.
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