Para apreciar en bloque esta producción cuentística, el mejor exponente es la antología La luz en el abismo y otros cuentos (en la que se puede observar, gracias a su organización cronológica, aquel movimiento anotado por Villavicencio y suscrito por mí). En ella se distinguen con claridad dos parcelas: la ya apuntada que va desde los libros iniciales hasta El dominio escondido, y otra que se abre con Cuentos breves y fantásticos e incluye Acerca de los arcángeles, Libro de los sueños, Arte de la brevedad e Historias para volar. En esta última zona se acentúa algo solo insinuado con timidez en sus demás narraciones: el uso del fantástico, y se agrega el cultivo de la minificción.
El cultivo de lo fantástico es piedra fundacional de la literatura latinoamericana y está presente en ella desde las crónicas de Indias, pobladas de reminiscencias de Plinio el Joven, Marco Polo o John de Mandeville, en los que seres sobrenaturales (blemias, ciápodas, cinocéfalos, etc.) y asentamientos míticos cimentan mundos paralelos al “real” en que habitamos, con organizaciones político-sociales y costumbres diferentes y, en cierta medida, ejemplarizantes y útiles como modelos para mejorar nuestro mundo. Colón, Vespucci, Pedro Mártir de Anglería y otros contribuyeron a legarnos El Dorado, las Siete Ciudades de Cíbola, El País de la Canela, el Río de las Amazonas, y demás sitios que aún hoy son trigo que alimenta superproducciones de Hollywood o exitosas novelas, latinoamericanas o no. Luego, lo fantástico tuvo otra edad dorada durante el ocaso del Modernismo y el advenimiento de las vanguardias, y nos quedaron los cuentos de Darío y Lugones, primero, de Quiroga y Felisberto después, y, más tarde, los de Borges, Bioy Casares o Salvador Garmendia.
Todo ese acervo subyace en los textos pertenecientes al segundo período. Y se suma, además, el arte combinatorio de Calvino en Las ciudades invisibles, con sus influencias del Oulipo y de sus caudillos Raymond Queneau y Georges Perec. La permanencia de Dávila en Francia en los primeros años de los 70, tiene que haberlo puesto en contacto, sin falta, con unas maneras de concebir y narrar altamente sediciosas y abiertas a las más insólitas prácticas y asociaciones con otras disciplinas como la filosofía, la sociología, las matemáticas, la química y hasta esa creación conocida como Patafísica por la que han desfilado, entre otros, Boris Vian, Duchamp, Miró, Eco, Baudrillard, Darío Fo o Fernando Arrabal.
Muy interesantes resultan, en el contexto de la literatura ecuatoriana de los 90, la colección Cuentos breves y fantásticos y algunas zonas de El libro de los sueños y Arte de la brevedad. En ellas, la sucesión de civilizaciones, ciudades, dinastías y teogonías en las cuales la carga utópica propone una alteración del orden establecido, refrenda el empleo de la fantasía como instrumento de subversión postulado en Fantasy: The Literature of Subversión por Rosemary Jackson, quien defiende la tesis de que el poder subversivo de la fantasía radica en perturbar las reglas de la representación artística y del proceso literario de reproducción de la realidad—aunque no desdeña la posibilidad de que esa función subversiva se extienda a la política y a la cultura. Aquí Dávila abandona el entorno de la ciudad de provincia y sus entresijos morales y psíquicos y se lanza a una reflexión de carácter más universal acerca del poder, la religión, la gnoseología, la ética y otras materias. Si siguiéramos algunos de los postulados más conocidos sobre el fantástico, como los de Jaime Alazraki o Mery Eldar Jordan, los cuentos de Dávila podrían ser considerados dentro del género neofantástico o de la narrativa fantástica moderna, gracias a su visión, intención y modus operandi, en los que tiene un peso fundamental el lenguaje y la organización del relato más que el fenómeno de la percepción del mismo. Podrían, asimismo, leerse desde la perspectiva de David Roas en “Lo fantástico como desestabilización de lo real: elementos para una definición”, y aceptar que estas historias demuestran que, a nivel literario, tanto la realidad como lo fantástico son construcciones artificiales que descansan en representaciones verbales, lo cual implica asumir la artificialidad de nuestra idea de la realidad y, por extensión, de nosotros mismos, y desplegar una hondainterrogación ante nuestra imagen del conocimiento.
Otra de las líneas narrativas de esta serie, presente por igual en Acerca de los ángeles y Arte de la brevedad, estriba en la subversión de los mitos clásicos grecolatinos y judeocristianos. La reescritura arroja nuevos ángulos para la interpretación de las leyendas en que se basan muchos pilares de nuestra cultura y de la misma manera pone en entredicho una noción de verosimilitud asentada por la tradición y propone relecturas efectuadas desde los presupuestos del arte moderno, la psicología, o un sentido común popular ajeno a cualquier noción de lo clásico.1
El pujante movimiento de este sector de la narrativa de Dávila hacia lo moderno (y posmoderno, incluso), tiene su contrapeso en el firme asiento que, a la vez, mantiene en la tradición, como hemos apreciado; y aunque se manifiesta con mucha fuerza la presencia de lo culto, el influjo de lo popular opera de un modo subrepticio al apostar de antemano por la tendencia del lector contemporáneo a preferir la fantasía heroica y la ciencia ficción antes que otras maneras de narrar más cercanas a cualquier tipo de realismo. Esta afirmación tal vez sería insólita si no descansara en la apreciación de que para adentrarse en esta nueva propuesta, Dávila elige la minificción, caracterizada por la hibridación genérica, el humor, la intertextualidad y la metaficción, entre otros rasgos que propone Lauro Zavala luego de revisar la larga nómina de estudiosos que han trabajado con el término. Para el investigador mejicano, el indicio más seguro para identificar una minificción consiste en la necesidad de leer varias veces el texto en aras de reconocer sus formas de ironía inestable e irlo desentrañando en sucesivas lecturas. Ese alto grado de polisemia habita en las minificciones de Dávila y las dota de la carga paradójica propia de la literatura posmoderna, junto a otras características como el espacio metonímico, el narrador implícito, los personajes alusivos, el lenguaje metafórico o el género alegórico.
No obstante, estas argucias técnicas se disuelven en un contar ameno que las maquilla, como afirmé al inicio, y crea la sensación de que estamos ante unos textos tendientes a lo clásico. Esa habilidad narrativa propia de la madurez alcanza su grado de expresión más fino, a mi juicio, en otro género que Dávila empieza a explorar entrado el siglo XXI: la literatura para niños y jóvenes. Hay, sobre todo, dos novelas a las que quiero referirme: El sueño y la lluvia y Árboles para soñar. Ambas son herederas de la atmósfera de la ciudad innominada en que habitan los personajes de sus cuentos. La Isabel madre de los niños Eduardo, Rodrigo y Beatriz,y esposa del ausente Héctor Correa, es la misma de “Las esperas” y de Penélope; la quinta paradisíaca de Monay está ya en algunas historias de Entrañables, y todos guardan ese ambiguo sabor autobiográfico que tanto suele identificar al lector con el mundo narrado.
Este sabor resalta lo que son las dos en esencia: novelas de aventuras donde los viajes, el misterio y el riesgo, el liderazgo de los jóvenes héroes, la consecución más o menos feliz de los objetivos y, además, una acción sostenida y en ocasiones trepidante mantienen todo el tiempo la atención de los receptores y suscitan el deseo de seguir leyendo. Una y otra poseen, sin embargo, notables diferencias de focalización, estrategia narrativa y tema que las hacen independientes, aunque para entender mejor el sentido sea ideal adentrarse en El sueño y la lluvia en primer término, y en Árboles para soñar después.
La primera tiene como protagonista a Rodrigo, el menor de los hermanos, y su “compinche” y a ratos coprotagonista es Darío, nieto del abuelo Pacho, representante del sustrato indígena de la región y personaje de gran relevancia en la trama debido a sus poderes sobrenaturales para ejercer, según se mire, la medicina natural o la hechicería. La inserción de Pacho, Darío y la Ramona denota, por primera vez con tanta potencia, la preocupación por lo multicultural en la narrativa daviliana. El viaje de Rodrigo y Darío en pos de los apus de la montaña para conseguir el fin de la sequía y la sanación del niño blanco de las viruelas que devastan la comarca, nos adentra en el universo sagrado de la cultura quichua, no solo a nivel lingüístico sino a través de los saberes ancestrales que son, al cabo, los soportes de una identidad en que confluyen lo blanco, lo mestizo, lo afro y lo indígena.
Esta singularidad que acerca la obra, por una parte, a lo popular y por la otra a lo antiguo, a lo tradicional, se ve equilibrada con una estrategia narrativa muy novedosa: el viaje en pos de la salud, el cual ocurre durante el delirio de Rodrigo mientras sufre la arremetida de la viruela, está montado sobre otro viaje, el de Agustín Meaulnes en busca de su amor perdido. La tía Rosita, hermana de Isabel, les ha leído a los niños la novela de Alain-Fournier a lo largo de sucesivas jornadas y esta ha dejado su impronta en la conciencia de los muchachos al punto de que Rodrigo se identifica con Agustín, y, a la postre, lo que leemos es la versión, a medias onírica y a medias verosímil, en un mundo de ensalmos y maravillas (animales que hablan, montañas encantadas, talismanes que mueven obstáculos y voluntades), que hace el chiquillo de los episodios asimilados de la obra francesa. La mezcla es una señal, al mismo tiempo, de lo moderno y de lo culto, ángulo este último refrendado por otros juegos intertextuales como nombrar Torcuato al mirlo parlante en honor a Tasso o el más rebuscado parentesco de Monay con la arcádica Combray en la que Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido, pasaba sus vacaciones infantiles en compañía de la familia.2 Sin lugar a dudas, El sueño y la lluvia es un viaje para hallar la sanación y la vuelta del agua, pero también para recobrar la memoria de ese espacio y ese tiempo perdidos que son la niñez y la adolescencia.
La segunda de las novelas, Árboles para soñar, narra de un modo más descarnado el dolor de esas pérdidas. Ahora Eduardo se convierte en el protagonista. Eduardo es el hermano tranquilo, aplicado en el colegio, con una sensibilidad mejor educada en los placeres de la cultura y el conocimiento. Si la novela de Rodrigo privilegia las peripecias físicascercanas a su carácter aventurero y emprendedor, la de Eduardo favorece los incidentes espirituales y cognoscitivos (la travesía a la coronación del príncipe Aldebarán, la develación de los misterios de la botánica, la gemología o la historia del vestuario) caros a su perfil intelectual. Las alusiones intertextuales descansan básicamente en la música (Mozart, Händel, Tchaikosky) o en la pintura (Jacques Louis David, Botticelli). Las referencias literarias más socorridas son Las mil y una noches (en el episodio de la alfombra voladora protagonizado, otra vez, por Rodrigo y Darío) y Los hijos de Alfonso Cuesta y Cuesta, pieza sobre la que se despliegan varios capítulos de corte un tanto ensayístico que constituyen una interesante y leve mixtura posmoderna en un género como la literatura para jóvenes, siempre signado por la coyunda del dulce et utile horaciano.
Aunque Árboles… no desdeña el aspecto persuasivo del discurso ni tampoco su función didáctica, se eleva por encima de esas exigencias y alude a aspectos sin duda relativos al aprendizaje de la vida en sus aspectos menos complacientes: la miseria material y moral de las familias, la escasez, el hambre, la enfermedad y la muerte. Muchas de estas verdades se cuentan con gracia poética pero sin eludir un ápice su cruenta realidad, como ya sucedía en Los hijos de Cuesta y Cuesta. El abandono de Isabel y los niños por parte de Héctor Correa, la posición calamitosa en que este accidente los coloca, siempre al amparo de la caridad del tío Eloy, cuya bondad padece los constantes asedios de otros componentes del clan (Mela y Augusto), quienes no dejan de chismear con el tío acerca de los gastos en azúcar, pan, leche, sal y demás productos alimenticios que los “recogidos” malgastan a su entender, dan pie para que la trama avance hacia el desenlace final en que los jóvenes deben lidiar con la muerte de seres queridos.3
Unos capítulos antes, ocurren los decesos de Severo, especie de guía mágico en el viaje de Eduardo a la coronación de Aldebarán, y del perro Joli, que van preparando el terreno para la caída del caballo y posterior enfermedad del abuelo Pacho. Este simbólico personaje se convierte en un enigma, porque no muere, sino que luego de unas agónicas horas su cuerpo inconsciente desaparece del hospital y de la región junto a su nieto Darío. Eduardo sabe que seguramente se ha ido a regiones más transparentes a reunirse con los apus que un día recibieron a Darío y a su hermano Rodrigo para devolverles el agua y la salud. Y ese saber le da fuerza para seguir adelante y sobreponerse a sus duros e inútiles días en el seminario, a la pérdida definitiva de Monay y, con él, de los últimos rescoldos de su adolescencia.4
La representación artística de hechos dramáticos es tan antigua como la literatura para niños y jóvenes. Si miramos con atención en los cuentos de Hans Christian Andersen, veremos la presencia en ellos de la envidia, la muerte, el dolor, la violencia y la maldad del entorno, entre otras decepciones que la existencia propina a los individuos incluso desde la infancia. No obstante, esas realidades fueron enmascaradas durante décadas en las piezas del género para resaltar valores más positivos en la construcción de la personalidad o en la educación, y dieron cabida a una literatura ñoña y condescendiente, escrita en un lenguaje ridículo que Dávila, en cambio,supera al trazar sus ficciones en una prosa limpia y sugerente, lo que entraña, además, un desafío al lector que debe ascender a ella si pretende compartir el mundo extraordinario de los personajes.
Esta manera de reasumir la tradición lleva implícita la ruptura, la puesta a tono con una literatura que en otros ámbitos geográficos y lingüísticos comenzaba a lidiar con temas tabúes como el descubrimiento de la sexualidad (incluso en sus facetas más conflictivas: las tendencias homosexuales o la pedofilia), la droga, el crimen y otras indigencias de la realidad que, al final, también resultan materia literaria. Árboles para soñar abre una nueva propuesta exploratoria en la capacidad de percepción del lector contemporáneo, moviéndose a su aire en las cuatro aristas del cuadrado mágico mencionado al inicio, una especie de espejo para ver cómo la producción narrativa de Jorge Dávila se supera a sí misma de continuo y abre nuevos senderos en la rica literatura ecuatoriana de nuestro tiempo.
Notas.
1. La actitud de readecuación de los mitos clásicos al entorno latinoamericano alcanza su clímax, creo, en la pieza teatral Penélope (2016), protagonizada por personajes provenientes de su cuento “Las esperas”, perteneciente a El dominio escondido. Los diversos acercamientos a este peculiar monólogo que he leído (los de María Augusta Vintimilla, Alicia Ortega y Siomara España) refieren la recreación del motivo de la espera de un esposo ausente y la problematización del concepto de la fidelidad conyugal como una coyunda cultural endilgada a la mujer. La resistencia de Isabel/Penélope a doblegarse ante la comunidad patriarcal que la compele a suspender esa loca espera por alguien que no sabemos bien si es su marido o su amante, resulta subversiva no en su reafirmación de la fidelidad como un deber, sino en la defensa del derecho a esperar y a ejercer la paciencia como una virtud consustancial a la mujer andina.
2. No obstante, las derivaciones proustianas en la obra de Dávila se pueden apreciar con mayor fuerza en la novela La vida secreta, en la que Sebastián, el protagonista, descubre, tras la muerte de su padre, cómo este había tenido una existencia paralela que incluía otra casa, otra mujer, un sinnúmero de secretos llenos de pasión. Este auténtico viaje por los meandros de la psiquis y la insistencia que en él se patentiza por recobrar el tiempo gracias a la memoria, así como el empleo de un narrador deficiente que reestructura el mundo desde la subjetividad de su mirada, son otros nexos con Proust que me parecen atendibles en el libro.
3. Ya Dávila había tratado el tema, así como los traumas del divorcio para los hijos, en su novela de 2014 Soñadora, Elena soñadora.
4. Si nos atenemos a la procedencia autobiográfica de este personaje, y sabemos que Jorge Dávila nació en 1947, mientras que la novela de Alfonso Cuesta y Cuesta que, según se dice, llega de Mérida apenas publicada, vio la luz en 1962, los hechos narrados ocurren cuando Eduardo tiene entre 15 y 16 años.
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