Acometer el duro ejercicio de presentar un volumen con toda la poesía publicada es un desafío al que no demasiados poetas están dispuestos a someterse. La mayoría prefiere decantarse por la antología personal e ir incluyendo y sacando poemas según lo dicte su dialéctica creativa o, en el peor de los casos, el enamoramiento efímero o perpetuo con textos que tal vez no merezcan permanecer en el conjunto. Otros, recurren a las recopilaciones temáticas o estilísticas (poemas de amor, poesía social, sonetos, romances, décimas) o al expediente de trazar una estrategia de legitimación, una manera de sugerir ser leídos, que se va moviendo de un tomo a otro, aunque en esencia estos contengan el grueso de su producción lírica y lo variable sea la arquitectura composicional. Los más perezosos, tal vez, dejan esa ímproba tarea de antologar en manos de un crítico (a veces un poeta-crítico, a veces un académico) que espulgue la obra, la destace en poéticas y etapas, detecte influencias y malas lecturas y brinde a la comunidad receptora una versión de lo que estima trascendente dentro del objeto de análisis.
Pero la poesía completa o reunida si, como en este caso, se trata de alguien en pleno proceso creativo, es otra cosa. Significa exponer ante los lectores años de trabajo y de equivocaciones (ese puede ser el si(g)no de la escritura), sin enmascarar las caídas ni pretender mostrar solo las cumbres posibles en el siempre sinusoidal movimiento de la carrera de cualquier autor(a). En algunos, esta decisión quizá entrañe un acto de soberbia, el acariciar la ilusión de que cuanto han escrito está a la misma altura y el bloque monolítico que nos propinan recoge el testimonio de esa verdad. En los más sensatos, subyace la resignación: cada libro en particular representa lo mejor que alcanzó a hacer en el momento en que lo hizo, y revelar la totalidad permite a críticos y a simples mortales adentrarse en los vericuetos de un viaje en el que habrá caminos expeditos, atajos, callejones sin salida y hasta precipicios al final o a ambos lados del sendero, pero a través del cual se pueden ver o intuir las principales ganancias, los estancamientos, las mutaciones existentes en ese interminable acto de contrición que resulta dedicarse de veras a pensar y a escribir poesía.
Esta última es, sin duda, la posición de Aleyda Quevedo, quien arrastra la mala fortuna de haber sido una niña precoz (su primer poemario, Cambio en los climas del corazón, lo publicó con apenas diecisiete años), detalle que en los duros entresijos de la agonística vida literaria suele no ser perdonado con facilidad, y al criminal se le exige, desde ese momento, que siga dando la talla cuando se adentre en el mundo feroz de los adultos. Por suerte, Aleyda corroboró el aserto que reza: “Cualquiera escribe poemas antes de los treinta; después, solo los poetas”; y se mantuvo entregándonos con regularidad cuadernos que hoy ya suman ocho aparecidos en forma de libro y uno, incluido en la presente colección, que se mantiene, hasta donde sé, inédito.
Esa summa conforma el contenido de este título, Cierta manera de la luz sobre el cuerpo, desde cuyo nombre la autora nos advierte que vamos a entrar en contacto con tres de sus obsesiones: el cuerpo, la luz y los modos diversos de combinar ambos polos en los diferentes estadios vitales y conceptuales por los que han atravesado ella y sus sujetxs líricxs. Y me arriesgo a usar la variable x porque aunque los textos iniciales acusan un marcado sesgo femenino, típico de la herencia posmodernista americana (Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou), luego aparecen hablantes “hombres” y, por si fuera poco, también simbólicas o manifiestas sombras de androginia que hacen menos ortodoxo el discurso de género, no porque lo contradigan sino porque abren los espectros genéricos a otras exploraciones tanto mentales como físicas de ese inseparable cómplice del cuerpo que es el deseo.
Y eso ocurre porque, en esencia, este volumen también hubiera podido titularse “Tratado lógico-filosófico sobre el deseo”, pues buena parte de sus interrogaciones centrales exploran el complejo sistema de relaciones entre cuerpo, deseo, erotismo, política, biopolítica y empoderamientos públicos y privados que son, a la postre, embozos del dilema central que se intenta dilucidar entre sus páginas: la identidad del sujeto femenino en sus mutaciones y devenires desde la adolescencia hasta la madurez. O dicho de otro modo: el testimonio de una vida y de un surtidor de sentimientos en los cuales se escudriña con audacia a través, primero, de las sensaciones, luego de las emociones y, por último, de las especulaciones intelectivas. Y siempre con un desenfado de fondo y de forma en el cual la resistencia y la subalternidad se manifiestan en forma de desafío, de una puesta en crisis frontal y a la vez carente de eslóganes y posturas preconcebidas propias de ciertas voces del feminismo militante, del pensamiento patriarcal y falocéntrico que signara las estructuras sociales y, por ende, la jerarquización literaria a lo largo de buena parte de la historia.
La poesía de Aleyda Quevedo parece echar por tierra las famosas cuatro falacias contra las que el New Criticism rompiera tantas lanzas: la intencional, la afectiva, la biográfica y la comunicacional. Esta poesía posee intencionalidad, quiere decir cosas, provoca al lector, quiere que este sienta y piense esas mismas u otras cosas, no pretende enmascarar ni abolir los hechos biográficos ni las conmociones que estos causan en el espíritu, y, encima, disemina un aluvión de mensajes sobre el amor, el deseo, la sexualidad y sus artificios y sobre los papeles que juegan en la conformación del múltiple sujeto posmoderno.
Valdría la pena establecer una precisión: los cuadernos reunidos en Cierta manera… simulan afiliar a Aleyda Quevedo a la vertiente coloquial de la poesía hispanoamericana, con sus consabidos tonos conversacional y confesional, su insistencia anecdótica y su tendencia neoclásica a la metonimia y no a la metaforización. E insisto en el término simulan porque si bien es cierto que hay confesión y anécdotas, el tono no resulta estrictamente conversacional y persiste una insistencia metafórica cuyas sutilezas surrealizantes poco tienen que ver con lo coloquial.
Estos detalles apuntan hacia un aliento de herencia romántica que, sin acercar en absoluto a Aleyda a la vertiente neobarroca, la sitúa en un espacio versátil en el oscilar del péndulo entre las dos tendencias capitales del arte según Wölfflin (lo clásico y lo barroco, o el culto de las formas y la violencia de los excesos), porque sin cultivar las formas clásicas se aprecia en sus poemas un escrupuloso acabado, una precisión casi quirúrgica en el exterminio de palabras innecesarias (vamos a encontrar muchos microgramas en los textos de esta discípula y admiradora de Carrera Andrade), y, sin desbocarse en el desorden expresivo del torrente neobarroquizante, también percibimos en ellos, tras esa aparente serenidad estilística, una subterránea corriente de pasiones y de transgresiones que los convierte en volcanes al borde de la erupción.
Para no apartarnos de Carrera Andrade, brújula probable de la mayoría de los poetas ecuatorianos, me gustaría trazar una analogía entre el título de su autobiografía (El volcán y el colibrí) y la personalidad artística y la proyección pública de Aleyda Quevedo. Para Carrera, el accidente geográfico y el ave simbolizan la grandiosidad telúrica y la delicada belleza del paisaje de su país. Y dice: “…volcanes de cuyo fuego interno sacan su colorido los colibríes, pedrería volante: de vuestra sustancia íntima están hechos los hombres del Ecuador…” Y las mujeres, acotaría yo. Y, entre ellas, la autora de este compendio, que podría ser un colibrí por su aparente fragilidad corporal, por ese vuelo que (y vuelvo a citar a Carrera):
…es una vibración y cuya vida es una embriaguez, siempre me han parecido un símbolo de la poesía, del arte, del sentimiento en general, que no es otra cosa que embriaguez y vibración. El colibrí merece ser el ave heráldica del pueblo ecuatoriano porque es una imagen de la delicadeza y del fulgor fugaz, como la encarnación viva del epigrama.
Variante poética en que están compuestos los suficientes poemas de Aleyda como para advertir las ya mencionadas enseñanzas de Carrera y sus experimentos en pos de atrapar en un español sin resonancias grandilocuentes el espíritu de una composición tan sintética como el haiku. Peculiaridad que, si nos fijamos bien, hallaremos en casi todos los poemarios reunidos en Cierta manera…, en los cuales no solo la luz sino el fuego y la lava se proyectan sobre el cuerpo amante y amado, deseante y deseado, enfermo y salubre, que cae y se levanta en busca de una sanación que siempre tendrá su culmen en el amor, que es fusión y fe, ligadura entre la realidad y el deseo.
Varias de estas coordenadas se aprecian, aún balbuceantes, en Cambio en los climas del corazón. Este es un libro de adolescencia, y sus titubeos obedecen mejor a los hallazgos de la intuición, a una necesidad de expresión desde el género de raíz tan auténtica que no necesita la teoría para sacar a la esfera pública sus propias angustias acerca de la incomprensión de los sexos, de esa guerra sorda pero sostenida en la que la mujer ha llevado siempre la peor parte. Hay en algunos textos conceptos, frases, palabras que denotan el forcejeo con una tradición en que el varón dominante invade el espacio femenino y esclaviza (“Soy la esclava perfecta”, dice un(x)sujetx líricx con un leve dejo de ironía) y amenaza (verbos como quemar o penetrar; sustantivos como precipicio o monstruo para definir al intruso al que, no obstante, se ama, se desea y se seduce con la ancestral estrategia de la entrega) para terminar ensayando la conquista, en cuerpo y alma, del sujeto hembra que habla en los poemas.
Aparece ya, también sin la sofisticación que irá alcanzando luego, uno de los temas esenciales en esta poesía: la peculiaridad del amor femenino que, como teorizó Simone de Beauvoir y antes nos habían demostrado, entre otras, Safo o Jane Austen, difiere bastante del masculino en intensidad, aptitud, duración y entrega. Esa cualidad de amar y su descodificación meticulosa a lo largo de la vida, lo mismo en la felicidad que en la angustia, en la alegría que en el dolor, o en la carne que en el espíritu, signan las subsiguientes mutaciones que se producen en la obra de Aleyda y enrumban la mirada, el pensamiento, las estrategias escriturales e, incluso, el destino editorial y publicitario de cada libro que vendrá.
La actitud del fuego, el segundo de sus poemarios, anda más cerca de las políticas que, en la década del sesenta, lanzaran al imaginario público las feministas al desplazar la temática del amor de lo sentimental a lo sexual. Aunque una veinteañera ecuatoriana de filiación católica, casada y madre precoz no se atreviera todavía a seguir la máxima de “gozar sin trabas” ni a liberar la expresión literaria de su sexualidad del plano conyugal y de las construcciones heterosexuales de rigor, sí late en este cuaderno un interés por la exploración voluptuosa (un poema como “Apología de Safo y Cavafis” lo evidencia), un desenfado para abundar en lo erótico y un rechazo a seguir al pie de la letra el legado de una dedicación absoluta y eterna al macho, como indica el delicioso “Hai-kai de los pájaros”: Cuidaré tus pájaros/ pero me niego/ a hacer el amor en la jaula.
En La actitud del fuego el sujeto lírico —una mujer amante, deseosa— reflexiona sobre el poder corrosivo del amor, que permite descubrir nuevos modos de existir y comportarse, de crear mundos inexplorados que perfeccionen la ambigüedad del mundo conocido y ayuden a vivir mejor.
La próxima parada del viaje, Algunas rosas verdes, enseña ya una apreciable cantidad de mujeres modélicas para la autora, desde el epígrafe que abre el volumen, perteneciente a Sylvia Plath, hasta los poemas dedicados a Olga Orozco, Sor Juana, Clarece Lispector, Cristina Peri Rossi o Edith Piaf. Tal vez aquí es que asume, a conciencia, la postura de género para indagar en su identidad y en el universo femenino en general. Es a partir de este libro que la poeta comienza a utilizar los paratextos con toda intención: la de marcar, por un lado, sus precursores y, por el otro, las referencias intertextuales para dialogar con los más diversos campos de la cultura artística (literatura, pintura, cine, música, fotografía). Se afianza, además, otra línea temática capital: la presencia del ámbito familiar (hija, madre, padre, hermana, esposo, hermano fallecido, otros parientes y amigos fraternos), que atraviesa su producción lo mismo en clave elegíaca que irónica y constituye uno de los puntos medulares de su mirada y actitud de mujer en interacción con el cosmos.
Espacio vacío, por su parte, disecciona la pasión erótica, su influencia sobre la siquis y la moral del individuo, y se recrea en la incomunicación, en la compartida soledad del erotismo que marca la necesidad del amor como escalón supremo del ser. Hay aquí una vuelta de tuerca importante y viene de la filosofía: uno de los paratextos sobre los que descansa el poemario pertenece a La tercera mujer, de Gilles Lipovetsky, libro en el que el francés enuncia la aparición y el empoderamiento de un nuevo tipo de mujer, la que se conquista a sí misma y decide qué hacer con su cuerpo, su fecundidad, su derecho al conocimiento y sus oportunidades frente al hombre. El símbolo del desierto y su dialéctica manera de borrar las huellas para volver a construir constantemente otras y así de forma sucesiva, refuerza la idea de un fénix hembra que renace de sus cenizas, se reconstruye a pesar de la aridez y sale por el mundo en busca de la armonía, única ruta para vencer o paliar el hastío de la existencia.
Visitas: 73
Deja un comentario