Soy mi cuerpo descansa en un paratexto de Susan Sontag perteneciente a La enfermedad y sus metáforas. La escritora norteamericana desmenuza allí las reacciones del artista y de la sociedad ante la presencia de la tuberculosis, el cáncer y el sida, tres males que han asolado a la humanidad y han provocado complejas obras de arte y aún más complejas reacciones de miedo, asco, abandono, aceptación, tolerancia, solidaridad o enmascaramiento en los distintos entramados del constructo social en las diferentes épocas. Aleyda, igual que otros escritores ante similar trance (y pienso en Diario de muerte de Enrique Lihn, en La universidad desconocida de Roberto Bolaño o Medicinas para quebrantamientos del halcón de Eduardo Chirinos, para remitirme solo a ejemplos recientes), sabe que la escritura resulta casi la única manera de aliviar el dolor, ya sea durante o después del instante álgido del padecimiento, y es casi también la única manera de sobrevivir, ya sea real o metafóricamente.
Este es, entonces, un tratado sobre el dolor, pero asimismo sobre el crecimiento. En su polémico y aleccionador volumen La enfermedad como camino Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke apuntan que “la enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación”. Por supuesto que el sendero presenta escarpaduras, trampas, genera desazón y el caminante siente la tentación de flaquear. Pero vencer la ilusión de salir del túnel y ver qué hay después da un segundo aire. Soy mi cuerpo respira con él, por él. Voy a permitirme citar in extenso a otro teórico, el francés David Le Breton, que junto a Michel Foucault, Giorgio Agamben, Michael Hardt, Antonio Negri, DonnaHaraway, Judith Butler, Luce Irigaray o Hélène Cixous, ha hecho aportes esenciales a la comprensión del cuerpo y su papel en la historia, la política, la economía, la producción y la sexualidad; lo dicho por él en Antropología del dolor me exime de intentar repetirlo con menos profundidad y fortuna:
El dolor es inherente a la vida como oposición que da su plena medida a la alegría de existir. Vivir tiene un valor virtualmente precario, amenazado. De ahí la dicha que siente el enfermo aliviado de su mal o que poco a poco se acerca a la curación, y el júbilo de los primeros días de libertad que suceden a una larga internación. En todo dolor hay en potencia una dimensión iniciática, un reclamo para vivir con mayor intensidad la conciencia de existir. Porque es ser arrancado de sí, trastorno de la quietud donde arraiga el antiguo sentimiento de identidad, el dolor padecido es antropológicamente un principio radical de metamorfosis, y de acceso a una identidad restablecida. Es una herramienta de conocimiento, una manera de pensar los límites de uno mismo, y de ampliar el conocimiento de los demás. El dolor es una metafísica, da la distancia adecuada para la instalación del hombre en un universo de sentido ampliado y propicio a la alegría de vivir. Porque abrasa y aherroja en el horror, la sensación de muerte es una clave para arraigar en el hombre, tan pronto como se haya librado de su enfermedad, el sentimiento del valor de la vida. El dolor es sacralidad salvaje. ¿Por qué sacralidad? Porque forzando al individuo a la prueba de la trascendencia, lo proyecta fuera de sí mismo, le revela recursos en su interior cuya propia existencia ignoraba. Y salvaje, porque lo hace quebrando su identidad. No le deja elección, es la prueba de fuego donde el riesgo de quemadura es grande. Es propio del hombre que el sufrimiento sea para él una desgracia donde se pierde por entero, donde desaparece su dignidad, o, por el contrario, que sea una oportunidad en que se revele en él otra dimensión: la del hombre sufriente, o que ha sufrido, pero que observa el mundo con claridad. O el hombre se abandona a las fieras del dolor, o intenta domarlas. Si lo consigue, sale de la prueba siendo otro, nace a su existencia con mayorplenitud. Pero el dolor no es un continente donde sea posible instalarse, la metamorfosis exige el alivio.
Y el alivio llega en el mismo poemario, donde varios textos nos recuerdan la presencia del amante, de la madre, de los amigos, de los muertos queridos, de la literatura y de Dios, ya sea el Padre o la Virgen a quienes se implora y en cuyas manos se deja la petición para que ayude al suplicante a llevar la carga. En el poema final, “¿Quién soy?”, se responde a la indagación ontológica con otro símbolo que igual apresa la idiosincrasia de Aleyda Quevedo: el tren rojo —fuerza, velocidad, fulgor, viaje perpetuo hacia todas y ninguna parte, sin principio ni fin, incesante en la dialéctica eternidad de la poesía.
La siguiente estación de ese tren fue Dos encendidos, libro-poema donde Aleyda nos da su interpretación de uno de los amores más célebres y escandalosos de la historia americana, el de Manuela Sáenz de Thorne y Simón Bolívar. En su momento, escribí el prólogo de la primera edición para Monte Ávila Editores. Allí comenté algunas percepciones que resumo ahora: lo riesgoso de abordar figuras históricas que en un santiamén se convierten en muñecos caricaturescos o en esperpentos desacralizados al servicio de intereses políticos, ideológicos, históricos; la osadía de revisitar un argumento espinoso y manoseado por muchos colegas, y resolverlo gracias a su enfoque desde la perspectiva del amor y no desde las peripecias historicistas; el aliento fundamentalmente lírico porque a pesar del visible dialogismo, de cierta narratividad y del tema en apariencia heroico que trata, más vecino de la épica que de la lírica, en él priman la subjetividad, el arrebato emocional y erótico, las ansias de posesión absoluta, la ingobernabilidad de los sentimientos del prójimo, el desafío de convenciones y moralinas y la inmutable dicotomía entre Eros y Tánatos que han caracterizado al género desde Catulo. El diálogo entre los amantes, reforzado intertextualmente con el empleo de paratextos extraídos de su correspondencia personal y de apuntes del quizá apócrifo “Diario de Paita” de Manuela, igual nos hace mirar desde otro ángulo: el amor, por grande e intenso que sea, no es un espacio de concilio; está siempre marcado por la precariedad, por la incomunicación, por la efímera satisfacción de la carne que conduce a una perenne insatisfacción del espíritu, paradoja que solo alcanza a resolverse cuando la putilla del rubor helado dirima la querella entre agua y fuego, entre cuerpo y alma, e iguale a los amantes en una resurrección donde serán ceniza, más tendrán sentido, ese que tiene el polvo enamorado de hacer que los muertos permanezcan constantes en el deseo, en el amor.
Al arribar a La otra, la misma de Dios Aleyda es ya una poeta madura, con una manera peculiar de observar la realidad y un cabal dominio de sus instrumentos expresivos. En esta estación, el tren rojo nos hace el recuento del itinerario de una pasión: enamoramiento, celos, miedos, odios, renuncia, reconciliación y vueltas y vueltas de la noria del amor, siempre angustioso cuando el amante constata que el amado es sujeto y no objeto y no se puede conseguir que reciproque el ardor, la devoción y el ansia de fusión y se limita a ejercer una voluntad que por principio resulta incontrolable. Para introducirnos en ese mundo paradójico donde se dan la mano el goce carnal y la pesadilla emocional, lo onírico-fantástico y lo real, y lo apolíneo y lo dionisíaco, la autora recurre a uno de los maestros del tema: Georges Bataille. En L’erostime, el perturbador literato francés enuncia tres tipos de erotismo que se manifiestan en la literatura: el del cuerpo, el del corazón y el sacro. O dicho de otro modo: el sexo, el amor y la fe. Sobre esa tríada, en principio, arma Aleyda Quevedo su poemario. En la primera sección incluye poemas en los que explota las posibilidades del cuerpo como fuente de placer y de un tipo de iluminación tal vez primitiva pero válida en la senda del autoconocimiento. Este apartado cierra con una serie de textos acerca de la masturbación. Ha alcanzado, por fin, un claro ejercicio de estilización del cuerpo que, como preconizó la Butler, adecua a la mujer, física y emocionalmente, para la autoerotización. La niña católica, esposa y madre temprana ha crecido y juega con dildos, entreabre las puertas y deja entrever sus fantasías sensuales más privadas e incluso en el último segmento del libro roza los territorios de lo lésbico y lo bisexual, tránsitos sin los que, quizá, no esté completa la sexualidad femenina de nuevo tipo, dispuesta a “gozar sin trabas”.
En la segunda parte del poemario, la del erotismo de los corazones, la voz lírica explora los territorios del amor mental y emocional que, pócima rara, unas veces cura y otras intoxica igual o más que los desvaríos de la carne, pero que complementa la gimnasia y tiende un puente hacia el escalón superior del erotismo: el sagrado. Tanto poetas orientales (Vidyapati) como occidentales (Dante, San Juan, John Donne) han perseguido la salvación mediante el conocimiento de o el diálogo con la divinidad. El indio, al narrar los amores de Rada y Krishna, emplea el lenguaje del amor corporal para describir el amor a la deidad y reflexionar acerca de los principios básicos del hinduismo. El italiano descubrió que los tres amores (a la hembra, al conocimiento y a Dios) pueden fundirse en uno solo y constituir el superobjetivo del arte y de la vida. El español comprobó la eficacia del lenguaje erótico más vehemente para expresar la experiencia interior de un arrobamiento místico imposible de narrar de otro modo, insinuándonos que la fusión terrenal entre amante y amado es, en esencia, un anticipo, un anuncio de la infalible fusión entre Amante y Amado, que habrá de celebrarse tras las verdaderas nupcias del ser con el Ser. El inglés enfrentó un aprendizaje difícil: apóstata de su catolicismo de cuna, devino con los años en sacerdote de la Iglesia Anglicana, en brillante orador religioso y en un poeta atormentado por su continua apostasía. En sus joviales y un tanto profanas poesías de juventud, cargadas de erotismo del cuerpo, e incluso de erotismo del corazón, emplea con frecuencia símbolos religiosos con tal de expresar la ascendencia sacra, metafísica del amor, ya sea carnal o emocional. Por el contrario, en sus concisas y profundas poesías de madurez, en las que subyace una búsqueda angustiosa y obsesiva de Dios como única posibilidad de salvación, John Donne utiliza un recurso similar al de San Juan: un lenguaje plagado de ardiente sensualidad nos indica la necesidad del alma de ponerse en contacto con Dios, de fundirse con Él en un coloquio donde sean Uno y Lo Mismo.
Todas estas enseñanzas asoman en los versos de Aleyda Quevedo. Pero hay más. No contenta con la tríada de Bataille, decide añadir otro erotismo: el de la contemplación. Mas no pensemos en el samadhi de la dárshana Shamkya-Yoga, en el desapego budista o en la contemplación mística cristiana, aunque un poco de ellos haya en este acápite dedicado al cine, a la interpretación intertextual de películas que, en verdad, son pre-textos para seguir ahondando en su psiquis y en los puntos de contacto de esta con el Todo. Para la poeta, el arte se erige en un escaño cimero desde el cual es posible liberar el cuerpo, el espíritu, conocer el rostro de la divinidad y transportarse a un estado en que se juntan el cero y el infinito. A eso se refiere Yolanda Castaño, cuando afirma:
…el erotismo de Aleyda Quevedo ha crecido y en este libro se ha hecho evolucionado, múltiple y transcendente. Porque ya no quiere circunscribirse a un único ámbito. Ya huye de todo aquello que pueda hacerle de límite y se libera a gozar de todo lo gozable: lo que enciende su intelecto, lo que acaricia su clítoris, lo que estimula su imaginación creativa o lo que enardece su religiosidad. Todo lo vive con la misma pasión polimorfa y nada detiene a este ardor.
Dethlefsen y Dahlke afirman que para empezar el proceso de curación el paciente debe buscar la armonía, la conciliación de los polos dicotómicos que conforman su ser. Jardín de dagas, a mi juicio, persigue esa ambición. El cuerpo, sede de un apetito insaciable, de la enfermedad y de las semillas de la muerte, también es el templo de la vida, un paraíso habitado por otros pequeños paraísos, todos con sus correspondientes infiernos. Ya sabemos, el mal no puede existir sin el bien ni el ying sin el yang. El jardín simboliza la naturaleza sometida, ordenada, ceñida; tiene atributos femeninos; en él ocurren acciones de conjunción. La daga encarna el anhelo de embestida, la amenaza informulada, inconsciente; posee particularidades fálicas. El oxímoron aspira al andrógino anterior a la escisión, el que no tendrá que buscar eternamente a su mitad perdida porque la lleva en sí, la alimenta y se alimenta de ella. Hay, además, otro refinamiento erótico: un aire sadomasoquista juguetea con pezones y alfileres, tinas repletas de hielo, dedos mordidos, agujas para curar y para enervar y nos demuestra que lxs sujetxs líricxs de Aleyda Quevedo han dado un paso más en el precipicio que conduce, paradójicamente, al Edén.
Para el hasta ahora inédito “Ejercicios en aguas profundas”, Aleyda ha elegido, casi por completo, el poema en prosa. Nadie puede hacer esto sin remitir a Baudelaire, a aquellas líneas de la dedicatoria de El spleen de París a Arséne Houssaye:
¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días más ambiciosos, con el milagro de una prosa poética y musical, aunque sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y contrastada como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?
En estos ejercicios el cuerpo y el alma se abandonan a las ondulaciones del mar, el acto de nadar se equipara con el de escribir: surcar la página en blanco y dejar apenas un rastro de espuma, unas salpicaduras levísimas en que la prosa sirve de apoyatura a la reflexión. Porque otra vez se cavila sobre el deseo y sus abismos como simas oceánicas lo suficientemente flexibles y contrastadas para que el cuerpo y el alma se hundan, se asfixien, salgan a flote en el último instante y los sobresaltos de la conciencia se aferren a esta prosa poética y también musical con que Aleyda da testimonio de su obsesión por el mar. Andina por nacimiento y costera por vocación, hay en su poesía anterior señales que apuntan hacia esa añoranza que aquí se torna absoluta. El mar, en su ir y venir, en su inmensidad inapresable, resume al hombre que subyuga y no se entrega, y asimismo a la divinidad que nunca da fe exacta de su presencia aunque se pueda intuir su estar en todas partes. Resaltan en estos poemas un colorido, un brillo, una plasticidad de cierto modo nuevos en la voz de Aleyda y que parecen avisar acerca de otras búsquedas futuras en ese trayecto desbocado de este tren rojo que nunca se detiene y se lanza, deseoso y enamorado, hacia una próxima estación que nunca será la última y así sucesivamente.
Yo sí me detengo. Después de este somero vistazo impresionista desde el andén de una de esas efímeras terminales, apenas he conseguido vislumbrar el color y la forma del tren. Y ni siquiera lo he hecho solo. Otros, en sus también fugaces apeaderos, me ayudaron a mirar e imaginar: Luis La Hoz, Carlos Reyes, Carlos Javier Morales, Rafael Courtoisie, Alicia Ortega, Ángel Emilio Hidalgo, Eduardo Chirinos, Diana Bellessi, Miguel Donoso Pareja, Fernando Iwasaki, Soledad Álvarez, Yolanda Castaño, Floriano Martins, Juan Secaira y Carlos López son los que puedo citar ahora y confirmar que en mis palabras vibra, sin duda, el eco de las suyas. Y en las de todos trepida, a su vez, el de las palabras que son, en esencia, la envoltura de un pensamiento y de un sentir que conforman la verdadera masa férrea y a la vez elástica de este tren rojo que, de cierta manera, arroja luz sobre el cuerpo, sobre el deseo, sobre el amor
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